El arte de la impostura
El hombre de nuestros días vive tratando de
causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena.
Para lograrla existen diferentes métodos y estrategias.
Algunos ejercen la inteligencia, otros se deciden por la tenacidad o
la belleza, otros cultivan la santidad o el coraje.
Sin
embargo, por ser todas estas virtudes muy difíciles de cumplir,
ciertos pícaros se limitan a fingirlas.
Por
cierto que tampoco esto es sencillo: el engaño es una disciplina que
exige atenciones y cuidados permanentes.
Por
suerte para los hipócritas y simuladores, existe desde hace mucho
tiempo el Servicio de Ayuda al Impostor.
I Basándose en modernos criterios científicos, los
especialistas de la organización instruyen, aconsejan, dictan
clases, resuelven casos particulares y difunden las técnicas más
refinadas para obtener apariencias provechosas.
Cuando algún zaparrastroso quiere presumir de elegante, el Servicio
le recomienda sastres, lociones y corbatas.
Si
se trata de aparentar cultura, el cliente tiene a su disposición
frases hechas, aforismos brillantes y gestos de suficiencia.
Los
que pretenden pasar por guapos son adiestrados en el arte del aplomo
y la compadrada.
Muchos pobres practican para fingirse ricos, y muchos ricos se
esfuerzan por parecer indigentes.
Hay
que decir que algunos postulantes son muy adoquines y no alcanzan a
completar los cursos. Otros tienen características tan marcadas que
resulta imposible disimularlas.
Durante muchos años, los hipócritas aplazados debieron resignarse a
mostrar crudamente sus verdaderas y abominables condiciones, o bien
a ser descubiertos en sus torpes fraudes. Pero con el tiempo, el
Servicio encontró una fórmula drástica para socorrer a los menos
favorecidos. Así nació el reemplazo liso y llano como recurso
extremo.
Imaginemos a un morocho tratando infructuosamente de ingresar en un
selecto club nocturno. El hombre fracasa con las tinturas y el
maquillaje.
Inmediatamente el servicio designa a un rubio cabal en su reemplazo.
El impostor entra sin problemas a la milonga y en nombre del morocho
rechazado baila y se divierte toda la noche.
Los
ejemplos son innumerables: estudiantes mediocres que se hacen
reemplazar en los exámenes; enamorados tímidos que -como Cyrano de
Bergerac- mandan en su lugar a un picaflor; empleados capaces que
para lograr un ascenso envían a un chupamedias y personas hartas de
su familia que se hacen substituir en los cumpleaños.
El
Servicio de Ayuda al Impostor ha ido perfeccionando la tecnología
del reemplazo con disfraces impecables. Se sospecha que hoy en día,
la mayoría de las personas que uno trata son en realidad agentes de
la organización. Nuestros amigos, nuestras novias, nuestros
gobernantes y nuestros cuñados pueden haber sido reemplazados por
impostores profesionales. Tal vez yo mismo estoy fingiendo escribir
estas minucias a nombre y beneficio de un cliente llamado Dolina.
Tal vez usted, que finge leerme, esté reemplazando a alguien que no
se atreve a confesar que los mitos de Flores lo tienen harto.
II Los gobiernos, lo mismo que las personas particulares,
viven preocupados por la opinión de los de afuera. Continuamente
sugieren a la población la necesidad de mejorar lo que se llama
imagen exterior.
Para lograrlo se promueve la difusión de nuestros aspectos más
brillantes. Cuando nos visitan los extranjeros, se les muestran
nuestros rincones más presentables, se les hace comer una empanada y
se les obliga a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese.
La
exaltación de nuestros méritos va casi siempre acompañada de un
cuidadoso disimulo de nuestros defectos. Además, en tren de
aparentar y a falta de extranjeros, se suele hacer bandera ante los
propios criollos.
Con
toda insistencia se señala que los médicos argentinos son los
mejores del mundo, para no mencionar a los enfermos. Si se produce
algún desperfecto en una transmisión internacional, los locutores se
apresuran a aclarar que el jarabe se ha originado en el satélite
alemán, con lo cual nos quedamos todos tranquilos.
La
actitud temerosa del juicio ajeno es proverbial en el periodismo.
Hace poco una cronista aprovechó su paso por Roma para consultar a
los transeúntes italianos acerca de nuestra nueva situación
institucional. Los televidentes recibieron varias reflexiones,
expresadas en cocoliche que, en general, nos perdonaban la vida. Al
final de la encuesta, la cronista no podía ocultar su satisfacción.
Habíamos pasado la difícil prueba de agradar a los heladeros de la
Vía Marguta.
No
estaría mal recurrir al Servicio de Ayuda al Impostor para
perfeccionar nuestras representaciones ante los extraños.
La
solvencia de la organización nos permitiría aparentar cualquier
cosa: que tenemos 100 millones de habitantes, que somos prósperos,
que somos poderosos. Se podrían editar censos adulterados y mapas
fraudulentos que nos muestren en el doble de nuestra extensión.
Manuel Mandeb recomendó alguna vez la conveniencia de fingirnos el
Japón, para desconcertar a nuestros enemigos. El pensador de Flores
proponía que todos nos estiráramos los ojos con los dedos y
habláramos pronunciando las erres como eles.
Aquí se nos viene encima una duda: ¿no será que otros países ya nos
están engañando? La mentada potencia norteamericana puede ser nada
más que una ficción creada por los impostores del norte. A lo mejor,
Suecia es un país tropical, pero lo disimula. Quizá la Unión
Soviética es una pequeña república del Africa y Luxemburgo es en
verdad el mayor país del mundo.
En
todo caso, antes de encarar cualquier acción para mejorar nuestra
imagen externa es indispensable decidir cuál es la sensación que se
quiere dejar. Si dispersamos nuestros esfuerzos en simulaciones
diferentes e inconexas, los resultados habrán de ser más bien
confusos. Dígasenos de una vez qué fingiremos ser: ¿una nación
apacible? ¿una nación encrespada? ¿una nación limpia? ¿una nación
angloparlante?
Los
tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal,
ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo
que se es. Y no faltan economistas que postulan este camino para
despertar la conmiseración internacional.
III Los teóricos más barrocos del Servicio creen que la
impostura es un arte. Y más aún: afirman que todo arte es una
impostura. Cien gramos de pinturas al aceite se nos aparecen como un
rostro misterioso o como un paisaje lunar. Quinientos kilos de
bronce pretenden ser el cuerpo de Hércules. Una curiosa combinación
de tintas y papeles es presentada como el alma de un hombre
atormentado.
Solamente la música está libre de simulaciones. Un acorde en mi
menor es precisamente eso y no pretende ser nada más.
Los
teóricos también han defendido el carácter ético de la impostura
ascendente. El argumento principal no es muy novedoso: de tanto
aparentar bondad, uno acaba por ser bueno.
Faltan en esta monografía datos concretos que permitan al lector la
contratación del Servicio.
Lamentablemente, no es posible ofrecerlos.
Para empezar, nadie sabe cuál es la ubicación de la entidad. A
veces, el local asume el aspecto de un almacén. Otras veces, se
aparece como un copetín al paso, o como una estación de ferrocarril.
Los impostores son siempre consecuentes con sus representaciones y
por más que uno les plantee sus necesidades, insisten en vender
garbanzos, servir una ginebra o despachar un boleto de ida y vuelta
a Caseros.
Es
cierto que a menudo aparecen impostores ofreciendo sus servicios.
Pero la organización ya ha advertido al público que se trata en
realidad de falsos impostores que deben ser denunciados a la
policía.
IV
Vaya uno a saber cuántos ridículos firuletes habremos hecho los
criollos para agradar a los polacos y coreanos.
¿Estaremos bien? ¿No seremos una nación fuera de lugar? ¿Qué
pensarán de nosotros estos visitantes holandeses? ¿Le ha gustado
nuestra autopista, señor Smith? ¡Cuidado, disimulen que ahí viene un
francés! ¿No estaremos desentonando en el concierto internacional?
Yo
creo que tal vez no importa desentonar en un concierto que parece
dirigido por Mandinga.
Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo
pero también el más seguro. Es el camino de la verdad. El que quiera
parecer honrado, que lo sea. El que quiera fama de valiente, que se
la gane a fuerza de guapeza.
Y
si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos
que lo más conveniente es ser de veras una gran nación.
Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no
fingimos.
Alejandro Dolina,
"Crónicas del Ángel Gris"
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