Técnicas de estudio, concentración, memoria, comprensión, y desarrollo de habilidades mentales

   Las consecuencias de un estilo verbalista  


Tradicionalmente, se ha considerado que la lectura comprensiva es objetivo y tarea de las humanidades. Y ello de forma exclusiva y excluyente. Pero lo cierto es que en todas las áreas se precisa de dicha habilidad. En realidad, ningún profesor queda libre de la responsabilidad de desarrollar en el alumnado la capacidad de comprender los textos a través de los cuales se transmite una buena porción de conocimientos.

Cabría sostener que el principal problema con el que realmente nos encontramos radica en una falta de vertebración en el currículo escolar de la lectura comprensiva. Y, sin duda, una de las peores creencias con que nos enfrentemos ante esta laguna es considerar que ya se hace lectura comprensiva en todas las áreas, que se viene practicando a todas horas y que todos los profesores somos profesores de lengua. Tópicos que no se corresponden en modo alguno con la realidad de los hechos que confirman y sostienen la deficiente capacidad comprensiva del alumnado ante la diversidad textual con que se tiene que enfrentar a lo largo de su aprendizaje. Si se trabajara la lectura comprensiva con la eficiencia y constancia que se dice, ¿sería tan alarmante la estadística del alumnado que, ante un texto, no sabe ni contesta un miserable verbo, porque, en definitiva, no lo entiende?

Digámoslo clara y contundentemente: la lectura comprensiva no se realiza como un espacio de reflexión placentera y está al margen de cualquier saber reflexivamente organizado. Su práctica no obedece a objetivos definidos ni está sujeta a programación alguna, por lo que es imposible la evaluación de resultados, la selección de ayudas necesarias y la conciencia por parte del alumnado de tener criterios con los que valorar su progreso personal en el dominio de la comprensión lectora.

La lectura comprensiva debe conducir a que el profesorado hable menos y lo haga más el alumnado. No se trata de sustituir el papel de éste por el verbalismo, al que la mayoría estamos abonados.
Ciertamente, la lectura comprensiva no se alcanzará haciendo que las explicaciones del profesorado sean más abundantes. Lo que estamos insinuando es que un planteamiento serio de la lectura comprensiva es evitar el protagonismo absoluto del profesorado, causa inmediata, en muchos casos, no sólo del lógico enmudecimiento del alumnado en general, sino de que éste no desarrolle precisamente su capacidad intelectual y afectiva para comprender los textos, en particular.

El profesorado debe ser el protagonista a la hora de programar y organizar la tarea, así como el alumnado debe serlo en la construcción de sus aprendizajes. Pero para que esto sea posible sin arbitrariedades ni inercias desalentadoras, el profesor debe elegir los procedimientos didácticos que más ayuden a la comprensión y aprendizaje de sus alumnos. Esto supone conocer diferentes propuestas y ser conscientes de la selección del programa de trabajo a realizar para adoptar libremente una u otra en el aula. Un trabajo dinámico y activo choca frontalmente con el verbalismo.

Somos conscientes de estar tocando, quizá, una de las supersticiones pedagógicas más arraigadas y, posiblemente, de más solera curricular de las existentes, aquella que considera que si el profesorado no explica, el alumnado no aprende, y el docente no enseña.

Las explicaciones del profesorado siguen encaramadas en la categoría de esas condiciones llamadas sine qua non del éxito escolar. Se acepta que, sin explicación profesoral previa, no hay aprendizaje posible. Es tal la confianza que existe sobre este secular sistema didáctico que, si el profesorado explica y el alumnado no entiende, es porque éste no está a la altura de la magistral exposición. Si el profesorado vuelve a explicar por segunda vez un concepto y el alumnado sigue erre que erre suspendido en la parra de su ignorancia, entonces, más que nunca, el profesorado no dudará en atribuir al cerebro discente la causa de su fracaso intelectivo. Y si comprueba que ni a la tercera va la vencida y el alumnado no entra en razón, aparte de la comprensible desesperación del profesorado, deducirá, esta vez sin ningún margen de error, que aquel alumnado se halla al borde de la línea de la deficiencia mental más obtusa.

En muy pocas ocasiones nos detenemos a pensar en la hipótesis de que, quizás, la causa de que un alumno no entienda ni asimile un término o un concepto no está en sus propias fisuras de adolescente, sino en el método de la propia explicación. Esta posibilidad de análisis será inaceptable por aquellos profesores que, además de sentirse muy seguros de los conocimientos que imparten, llevan un buen cesto de trienios realizándose como profesionales de este modo: explicando.

Sería bueno que el profesorado se preguntara alguna vez si el alumnado se encuentra en lo que Piaget llama «nivel de pensamiento formal», capaz, por tanto, de comprender y seguir un discurso lleno de abstracciones, hipótesis deductivas, contenidos implícitos y que exigen estar en la posesión de ciertos esquemas conceptuales previos para acceder a aquéllas, sin peligro alguno de sufrir alguna embolia en el intento.

El verbalismo es una hinchazón de la palabra, practicado de forma permanente por el profesorado para transmitir conocimientos específicos de su área. Desde aquí se reconoce que ser un excelente verbalista no es fácil. Se necesita estar en posesión de unos registros lingüísticos y unos conocimientos de la materia profundos y amplios. Ahora bien, decir y hacer cosas nuevas todos los días exige pensar y leer mucho más a los antiguos y a los modernos.

Quienes se aferran a este modo verbalista de enseñar, además de creer en él y estar en consonancia con su talante, suelen desconfiar de quienes mantienen la posición contraria: los activistas.

Para algunos profesores, el activismo es el refugio de quienes nada interesante tienen que decir, de ahí que apelen a la ficha y al ejercicio continuado y permanente. Los «palabristas» están seguros de que si los activistas supieran pegar bien la hebra en modo alguno serían lo que son. Porque, en última instancia, lo que más dignifica la labor de un profesor es lo que dice y cómo lo dice. Y no, lo que manda hacer, que, en general, consiste en repetir por escrito lo que él ha dicho, o, en su defecto, hacer veinte ejercicios del libro para verificar si la explicación del profesor ha calado y el alumno es capaz de repetirla sin variar una coma, o variándola, pero manteniendo el sustantivo en su lugar correspondiente.

Ambas actitudes nunca aparecen de forma químicamente puras y revelan una manera distinta de entender el conocimiento y los modos de acceso a él. En ambos casos, la relación que se establece entre el alumnado y el profesorado es de tal sutileza psicológica y mental, que aunque no se quiera, marcará profundamente a dichos protagonistas.

Experimentar en propia carne durante un montón de años el hecho de que todo tipo de conocimientos sólo tengan un único canal de transmisión, puede, en verdad, tener ciertas consecuencias que aquí no calificaremos de funestísimas, aunque así las tildan algunos analistas. Nosotros nos limitaremos a adjetivarlas de preocupantes y sintomáticas de un ser y de un hacer en el aula anómalos.

La primera consecuencia es que el alumnado, en cuanto desaparece aquel mágico verbalismo, no sabe qué hacer. Es tal el grado de heteronomía, de dependencia de la voz del maestro que, ahora, sin ella, se mantendrá en la inacción más absoluta. Sufre tal grado de dependencia en su aprendizaje que será incapaz de imaginar siquiera algo que pueda hacer él sin la ayuda del adulto.

La segunda consecuencia consiste en que el alumnado, educado en la más perfecta didáctica verbalista, considerará, y con razón, que la vía conductista es la única vía posible al conocimiento y, por tanto, de su enseñanza y aprendizaje. Ni sospechará que puedan existir otras formas de llenar de contenido su aprendizaje.

La tercera consecuencia es la que mejor conocemos todos los docentes. Nadie enseña como le dicen que enseñe, sino como le han enseñado. Así que el método se repetirá año tras año, curso tras curso, trienio tras trienio, jubilación tras jubilación.

Pero, como se habrá podido apreciar, en ningún momento negamos que el alumnado pueda llegar a las más altas cotas del conocimiento con una metodología verbalista, monologada y conductista. Cabría, eso sí, indicar algunas dudas razonables sobre ello.

Veamos. A ningún docente se le puede pedir que reniegue del verbalismo como método de aprendizaje fundamental de su oficio. Especialmente cuando es fruto de toda una vida. Pero, aun sabiendo que la palabra es decisiva y muy importante en nuestro oficio, habría que preguntarse si es necesario hacerlo de modo tan obsesivo y tan recurrente, y todos los días del año.

La verdad es que la situación resulta un tanto paradójica. En una sociedad que otorga tanta importancia a la experiencia, al probarlo todo para quedarse con lo bueno, es inaudito que se renuncie a la dimensión práctica de las cosas, quedándonos con su simulacro y su artificio, como es la palabra; al fin y al cabo, un prejuicio en toda regla, como señalaba Nietzsche.

Tal vez exista en este proceso un malentendido conceptual. A saber: que se considere que las palabras son cosas, en lugar de procesos mentales que acaecen en la inteligencia sintiente de una persona. Al considerarlas cosas, quizá se vea en ellas el sustituto de un procedimiento y se considere que hablando disecamos dos pájaros de una parrafada, uno conceptual y otro práctico.

Nuestra confianza en la propia palabra es inversamente proporcional a la que otorgamos a la palabra del alumnado. Curiosamente, todo lo que les contamos, con pasión y con desidia melancólica mezcladas, está en los libros. Somos, por tanto, mediadores de unos mensajes, de unos conocimientos, que ni siquiera nosotros hemos elaborado y a los que puede acceder de forma directa, sin intermediarios.

Como contrapartida, existe tal desconfianza en la capacidad verbal del alumnado que solamente se dejan a su antojo creativo e interpretativo aquellas parcelas del aprendizaje que apenas significan en la evaluación global de aquello que se imparte.

Así que, sin ningún ánimo de ofender, preguntamos: ¿se puede enseñar/aprender sin hablar tanto? ¿Es pedirnos demasiado reducir hasta la mitad el tiempo que habitualmente dedicamos a hablar en clase? ¿Creemos realmente que el alumnado no puede llegar a interiorizar términos, conceptos y esquemas a través de un cauce que no sea el de nuestra omnipresente como inevitable palabra?

Si, como afirmaba el psicólogo Vigotsky, todo concepto que se enseña, jamás se aprende de verdad, nuestra situación no puede ser más frágil y más vulnerable en lo relativo al desarrollo de la lectura comprensiva, tarea en la que el sujeto tiene que sumergirse personalmente y sin excesivas mediaciones, en el corazón de los textos.

Si algo tiene que cambiar en esta situación es, precisamente, eso: convertir los actos que se celebran en el aula en actos de aprendizaje más que de enseñanza. Lo que sabemos los profesores ya lo sabemos. Lo importante consiste en saber qué saben y pueden saber los alumnos con nuestra ayuda. Pero si nuestra mediación se reduce a ofrecer los conocimientos en papilla, triturados, gracias a nuestra tan perfecta como innegable labia, entonces, no lo dudemos, no existirán en verdad situaciones de aprendizaje activo por ningún lado. Y cuando esto suceda, no es que no haya lectura comprensiva, es que ni siquiera habrá aprendizaje.

Conviene que nos planteemos cuál es la situación de enseñanza y de aprendizaje más idóneo y más conveniente para el desarrollo de la competencia comprensiva del alumnado.

El método verbalista, como no podría ser de otro modo, es muy exuberante en sus manifestaciones. Sin embargo, también es muy homogéneo en sus formas de concretarse. La confianza tradicional que el profesorado tiene en él es origen de muchas confusiones, que rara vez afloran a la superficie y, por tanto, no se cuestionan nunca.

Por ejemplo, en contadas ocasiones quien explica sabe bien por qué lo hace, con qué finalidad lo está haciendo y si dicha modalidad explicativa es la que conviene al contenido o conocimiento que trata de transmitir. ¿Por qué casi todos los conocimientos que enseñamos se transmiten mediante el conducto del blablaba?

Consideremos que en una explicación, como la que cultivamos la mayoría del profesorado, se mezclan todo tipo de informaciones, racionales y afectivas, impresiones y opiniones, que hacen difícil establecer cuál es el nivel cognoscitivo en que se mueve aquélla. ¿Qué deseamos explicar, un término, un concepto o una teoría? ¿O todo a la vez? ¿Qué queremos que el alumnado asimile?

La falta de concreción, no por ignorancia, sino por tradicional inercia, que es en realidad la que genera una actitud verbalista, produce una serie de confusiones que no favorecen nada la transmisión, incluso conductista, del conocimiento.

Metodológicamente, se ignora en qué nivel cognoscitivo centramos nuestra intervención docente. Lo desconocemos porque no nos lo hemos propuesto como horizonte de nuestra actividad. Y así, en la práctica, sucede que no sabemos en realidad si lo que estamos tratando de transmitir de forma específica es un término, un concepto o una teoría.

Si el profesorado no sabe previamente qué es lo que desea transmitir, menos lo conocerá el alumnado, evitándose así un elemento fundamental en el aprendizaje: tener conocimiento exacto de por qué y para qué se hacen las cosas.

Como consecuencia de todo ello, difícilmente se sabrá qué es lo que hay que evaluar: si un término, un concepto, una teoría o qué incógnita cognoscitiva concreta. Y, menos aún, cuántos términos, cuántos conceptos y cuántas teorías son los precisos comprender para acceder a una evaluación positiva.

Es tal la cantidad de términos y de conceptos que se utilizan en las distintas áreas del currículo que parece necesario y aconsejable determinar con exactitud cuáles son los que realmente interesa que el alumnado asimile a lo largo de cada ciclo y en cada área. Una selección previa que estaría determinada por su influencia en el desarrollo de la lectura comprensiva.

Llegados hasta aquí conviene indicar que no se trata de cambiar planes y programas de estudio. Ojalá que sólo se tratara de esto. La cuestión es más compleja y, posiblemente, más difícil de solucionar. Porque afecta directamente a las actitudes y a los hábitos pedagógicos del profesorado, profundamente enraizados en el sistema educativo desde hace unas décadas. El objetivo es, pues, de mayor calado: de modificar en la medida de nuestras posibilidades ciertas actitudes y relaciones, maneras de obrar y de pensar. Y, en algunos casos, de transformar hasta el modelo mismo de enseñanza y de aprendizaje que se viene practicando desde toda la vida sin un átomo de autocrítica, y que, en muchos casos y en la actualidad sobre todo, ha entrado en crisis debido a los nuevos ecosistemas escolares en que, por diversas causas sociológicas, nos vemos abocados a sobrevivir.

El alumnado no es el mismo de hace quince años, aunque sí lo sea el profesorado. El alumnado se renueva cada año, el profesorado no. Educar y enseñar con los mismos modelos pedagógicos de hace veinte años a un alumnado del siglo XXI puede convertirse en una fuente de ansiedad y de neurosis profesionales agudísimas. De ahí que, aunque sólo fuera por propia supervivencia, se debería pensar un cambio en nuestro modo de estar y de ser en el aula.

Estudiar consiste en la acción de ejercitar el entendimiento para comprender una cosa, que es su significado literal y etimológico, y no, la mera acción de retener en la memoria los términos y los conceptos vertidos en un texto.

Y recordar es otra cosa. Recordar consiste en recitar más o menos de memoria el contenido de un texto sin que por ello uno dé muestras inapelables de haberlo comprendido. Con cuyo reproche no estamos negando el papel importantísimo que la memoria juega en este proceso. Pero no de una memoria entendida como depósito o zaguán de datos o de escombros cognoscitivos, sino de una memoria creativa, analógica, productora de nuevos enunciados gracias a su poder de asociación.

El encuentro entre el alumnado y la representación de la experiencia cultural o cognoscitiva a través de cualquier texto exige el desarrollo de ciertas competencias que son necesarias para la compresión textual.

Ante todo y sobre todo, nos es necesario sentir la necesidad de reflexionar acerca de las implicaciones que conlleva un trabajo específico e interdisciplinario de la lectura comprensiva; y en segundo lugar, imaginar y plasmar aquellas estrategias que permitan el desarrollo de dicha lectura en todas las áreas del currículo.


Víctor Moreno, extractado de "Leer para comprender"

 

 

 

 

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