La paz como límite 


Hablar de la paz no es fácil. El tópico y el idealismo acechan como peligros difícilmente soslayables. También el pesimismo y la resignación son evidentes tentaciones. ¿Quién no está a favor de la paz?. ¿Cuántas veces se ha usado fraudulentamente su nombre para justificar la violencia? ¿Qué ha quedado de todo ese pensamiento que a lo largo de los siglos ha procurado su fundamentación, su materialización? Parece que es puro sentido común concebir la paz como condición necesaria para vivir y desarrollar nuestras potencialidades, en franco contraste con la realidad de una persistente falta de paz en nuestras almas y en la vida de los pueblos. De otro lado, la complejidad que reviste su comprensión psicológica e histórica puede hacer que nos contentemos con una mera declaración de principios a favor de la paz y en contra de todo aquello que se le opone, como si dejar claros nuestros deseos bastara para realizarlos. Milenios de violencia han dado a luz más violencia y demasiado frecuentemente la única paz duradera es la paz de los cementerios. Suele ocurrir que la paz de unos a otros les suponga perder la suya. A pesar de todo, la mera existencia de nuestra especie demuestra que al final gana siempre la paz a pesar de tanta destrucción.

Partiré de la séptima acepción que proporciona el Diccionario de la Real Academia para definir la paz: "Genio pacífico, sosegado y apacible". Se trata de la única definición positiva, esto es, fundamentada en sus notas características, y aún así, introduciendo en dos ocasiones implícitamente la definición en lo definido. Las seis definiciones anteriores son negativas, es decir, señalan el contraste con su estado contrario, ya sea colectivo -la guerra-, social y familiar -la discordia- o personal -la turbulencia emocional- para caracterizar la paz. Se indica así, no sé si conscientemente, que la paz vivida individualmente no es originaria, sino resultado de unas condiciones vitales o de determinados actos que la procuran sobre el fondo de su opuesto. En otras palabras, la paz sería una conquista frente a la guerra, la discordia y el conflicto. En este sentido, la paz es un límite, bien en su significado matemático, como punto final que señala la dirección de una tendencia, pues no parece logrado el sueño de una paz perpetua, bien en su significado más general de frontera o borde, lugar de unión y separación, esto es, delimitación entre la paz y sus contrarios. Paz buscada y paz defendida. Esta imagen orientará lo que viene a continuación.

La constitución del individuo psicológico

Desde el punto de vista individual, la paz originaria es la que experimentaría el embrión en la vida intrauterina, donde no rige la necesidad ni puede darse un deseo, tan automáticas son las respuestas a cualquier desequilibrio durante la gestación. Sólo en los casos traumáticos de enfermedad o intoxicación grave de la madre puede perderse el estado de tranquilidad vegetativa. La idea freudiana de una sensación "oceánica" se verifica en las investigaciones de Stanislav Grof sobre la primera "matriz perinatal básica", representada en nuestra mitología por el Paraíso Terrenal. Así, la expulsión de nuestro primer hogar materno, el nacimiento, con la complejidad señalada por Grof, queda como punto de inflexión a partir del cual comienza la marcha biográfica de la realización del carácter, que Jung denomina proceso de individuación, perdida la vivencia prenatal de paz que constituye nuestro modelo más profundo de bienestar. Arrojados al mundo, sí, pero capaces de vivir y gozar de él. En términos muy generales, puede verse el proceso de individuación como una dinámica de articulación de contrarios, de juegos de opuestos según los grandes ejes consciente/inconsciente e individual/colectivo.

Cada cual poseemos un carácter, una naturaleza, que se realiza según las condiciones naturales y sociales que aparentemente determinan nuestro curso vital. Si como organismo vivimos gracias a los intercambios materiales y energéticos con nuestro medio natural, más aún necesitamos del otro y de la sociedad para establecer nuestra individualidad psíquica, paradójicamente. Esta dependencia fundamental es la fuente de la mayor parte de los conflictos que experimentamos, también de las satisfacciones y estados de felicidad. Sin las relaciones familiares, grupales, sociales, institucionales, el cachorro humano difícilmente sobreviviría, con excepciones como el niño-lobo de Aveyron o los infrecuentes casos de la adopción de un cachorro humano por otro animal. La psique individual adquiere su forma en las relaciones humanas, sustentadas en el orden simbólico de la cultura a la que pertenezcamos. Es en esta cultura, esta forma de vivir, de pensar, percibir y sentir a la que nacemos en un momento histórico y geográfico concreto donde encontramos el conjunto de significados y significantes necesarios para relacionarnos con nosotros mismos, los demás y las cosas. Pues las cosas -y también las personas- son, para la psique, significados: imágenes o representaciones con un valor emocional dado que mueven a una acción determinada.

La dependencia social de nuestra especie -que puede verse también en otros mamíferos superiores, especialmente los primates- nos permite aprender no sólo de la experiencia ajena, en forma de espíritu objetivo hegeliano, por educación e inmersión cultural, sino también de la propia experiencia, pues gracias a los otros adquirimos, por imitación y reflexión, las destrezas necesarias para poder ser relativamente libres. Esta dependencia, hecha de una red de interrelaciones, es el fundamento de toda vida social, desde el grupo natural, la familia, al Estado, entendido aquí como máxima abstracción de un grupo social amplio (etnia como comunidad que se rige por una misma moral básica contenida en un cuerpo simbólico). La intensidad de esta dependencia es tal que en muchos momentos nuestra psicología personal es indistinguible de la psicología del grupo, amplio o restringido, al que pertenecemos objetivamente. A veces ésta es la única psicología que reconoce en sí un individuo. Desde este punto de vista, la vida psíquica individual sigue una alternancia entre la identificación (polo social) y la identidad (polo individual).

La dependencia es más explícita en los extremos de la vida -infancia y senectud- y en los momentos de debilidad -enfermedad, inermidad psíquica, económica, política, etc.-, pero no deja de estar presente a lo largo de nuestra vida. La individualidad que permite la libertad y la responsabilidad, con su característica autonomía, no implica una independencia radical del otro sino, más bien, un compromiso que asume la dependencia como medida de nuestro estricto poder. La falta de claridad sobre esa dependencia, su negación incluso, es lo propio del núcleo psicopático de cada cual, núcleo presente en todas las tragedias colectivas. La dependencia absoluta es, por su parte, la muerte psíquica del individuo, que sería incapaz de diferenciarse de su medio. Entre estas márgenes de una omnipotencia ignorante e insensata y una impotencia cadavérica en su pusilanimidad, corre el río de nuestras vidas.

Las diferentes fases de la vida tienen sus tareas específicas, y en todas rige el conflicto, que siempre se resuelve de algún modo. Para un bebé, la dependencia hacia su madre es tan total que difícilmente puede diferenciarse de ella. Así se instaura la ambivalencia omnipresente hacia nuestros objetos de amor. Diferenciarse de la madre es un penoso trabajo en el que nos ayudan nuestros familiares durante la primera infancia y nuestros pares cuando adquirimos la suficiente autonomía como para tener amigos y amantes. A determinados niveles psicológicos, algo de nosotros permanece identificado con la madre, generalmente nuestra vivencia psíquica del cuerpo y sus enfermedades.

En la juventud, los amigos y los competidores nos proporcionan el contraste para descubrirnos como individuos con nuestros intereses y capacidades, permitiéndonos calibrar en qué medida son propios del grupo y en qué medida específicos de nuestro carácter. A este respecto, el mundo sentimental tiene una importancia central, pues las relaciones amorosas revisten la mayor importancia para los individuos. Por su parte, la madurez trae consigo el ejercicio de la libertad. Se da por supuesto que estoy hablando de una etapa en la que ya se han adquirido los instrumentos vitales fundamentales y pueden sostenerse los compromisos que la sociedad en abstracto y nuestros prójimos concretos nos exigen para tenernos como miembros reconocibles de la comunidad. Según hayamos jugado nuestras cartas en esta etapa así será la cuarta y final, la senectud, con sus limitaciones específicas y sus capacidades propias.

Esta rápida caracterización del desarrollo vital dentro del contexto social quiere subrayar que toda relación es conflictiva, desde la primera con la madre. Es decir, la paz alterna con la intranquilidad. Da igual que estos conflictos sean reales o imaginarios, objetivos o subjetivos. Esa continua conflictividad es el acicate para el crecimiento -entendido como integración interna de nuestros diversos aspectos vitales, en conflicto también entre sí, y adaptación a las realidades y relaciones externas.

Una conflictividad que mueve al error tanto como al acierto y para la que existen una serie de defensas psicológicas.

De estas defensas sólo quiero referirme ahora a la represión y la proyección, que muchas veces van asociadas, pues aquello que reprimimos solemos proyectarlo en los demás, en el exterior, para borrar sus huellas. A causa de esta proyección, el otro adquiere un poder sobre nosotros proporcional a la proyección. Este fenómeno es fundamental en el ámbito político -aunque no sólo en él, evidentemente-, pues creamos a nuestros enemigos proyectando nuestros aspectos negativos -es decir, aquellos que se nos oponen desde el interior- y a nuestros aliados proyectando los positivos inconscientes.

La proyección es una dependencia implícita, esto es, no vivida como tal. Por lo tanto, alimenta la inconsciencia. Inconsciencia que afecta a varios registros. En primer término, nos dificulta caer en la cuenta de nuestra sombra -todo aquello que reprimimos y que no desarrollamos-, tiñendo nuestro yo de una cierta antinaturalidad. En tanto que la proyección implica necesariamente al otro, la relación con él queda afectada de falta de libertad, condición inmejorable para la emergencia de contenidos inconscientes, de los que difícilmente podemos hacernos cargo, o lo que es lo mismo, la aparición de conflictos. El poder que adquiere aquel (o aquello) sobre el que proyectamos estos contenidos inconscientes suele ser de carácter negativo, por lo que la inconsciencia de nuestra situación se vive como una ofensa objetiva, desencadenando la agresión y sus modos.

La agresión constituye un tema fundamental para el asunto que nos ocupa. Pues si algo caracteriza la falta de paz es el incremento de la agresión, sea ofensiva o defensiva, interna o externa. Conviene recordar aquí que la agresión es el conjunto de conductas que aseguran bien la autoafirmación bien el dominio sobre el otro. El poder personal -que podemos llamar autodominio- es el opuesto al poder político o dominio sobre el otro. Así, en caso de conflicto, el poder se expresa como agresión. No es posible por ello extirpar la agresión sin hacer impotente al individuo.

Las raíces de la agresión se hunden en el terreno instintivo. La supervivencia, con lo que supone de predación, lucha contra los enemigos y los obstáculos, depende de ella. Sus formas e intensidad son múltiples, puede aplicarse a diferentes tareas y tener distintos significados. En el humano, la agresión presenta unas características diferentes a la de otros grupos animales, aunque algunos rasgos sean comunes. En los animales no humanos la agresión suele ser interespecífica, ligada a la predación, y la agresión intraespecífica está pautada instintivamente, con una serie de signos desencadenantes e inhibitorios. La agresión de los insectos sociales -con jerarquías, propiedades y ejércitos- son muy semejantes a las humanas -razias, guerras de conquista, especialización de las tácticas de ataque y fuga.

En los humanos, la agresión intraespecífica adquiere mayor relevancia y es más compleja. Puede clasificarse como intraindividual (los conflictos con uno mismo, que pueden llevar a la enfermedad), interindividual (conflicto con el otro específico), intrasocial (los conflictos en el seno de una comunidad) e intersocial (conflictos entre comunidades). En todos los casos la significación de la conducta agresiva se fundamenta en un orden simbólico, en parte consciente en parte inconsciente para el individuo tanto como para la sociedad.

Si hasta aquí me he referido a la dimensión individual/colectivo, quisiera tocar ahora la relativa a la consciencia/inconsciente. Esta diferenciación es la marca de fábrica de la psicología profunda, que funda en ella sus investigaciones psicológicas y sus prácticas psicoterapéuticas. Se entiende que lo inconsciente es aquella parte de la psique que no es consciente en un momento dado. Podemos tener un atisbo de esa forma de la psique en las fantasías, los síntomas (psíquicos y físicos) y , con mayor claridad, los sueños. La actividad psíquica inconsciente es continua -como lo es la actividad biológica- frente a la discontinuidad de la psique consciente, necesariamente orientada a un contenido concreto frente a los otros contenidos posibles. Esa continuidad implica una cierta fusión de los contenidos inconscientes, que no siguen la lógica aristotélica en su aparición. Es decir, no rigen para lo inconsciente los principios de identidad, no contradicción y tercero excluido, por lo que sus contenidos se revelan generalmente incomprensibles y cuestionan el dominio de nuestra consciencia sobre nuestra psique general.

Mientras que para Freud lo inconsciente es más bien el resultado de la represión debida a las necesidades de la conciencia, Jung considera que lo inconsciente es la psique objetiva de la cual deriva la consciencia y la conciencia. Este planteamiento, que no es sino la aplicación del planteamiento trascendental kantiano de la cosa-en-sí/cosa-para-mí a la psique y de su afirmación de una ley moral objetiva, abre vías de investigación y acción imposibles desde el psicoanálisis clásico. Una de esas vías la ofrece la noción junguiana de inconsciente colectivo -o psique de la Humanidad en cada individuo- y su elemento constituyente, el arquetipo. Se trata de una hipótesis que sirve para calibrar el aspecto colectivo interno en cada individuo, frente al colectivo externo representado por la sociedad. Desde esta perspectiva, la individualidad psíquica puede entenderse como una diferenciación respecto de lo colectivo externo y de lo colectivo interno. Precisamente es la dificultad de diferenciarse de lo colectivo interno lo que asegura una identificación con lo colectivo externo, como ocurre en las psicosis de masas que han jalonado la historia universal.

Partiendo de estas premisas podemos entender qué tipo de conflictos tapizan la vida de cada individuo. Si los conflictos externos apelan a las relaciones humanas y las dificultades de diferenciación, los conflictos internos se refieren a la dificultad de integrar y dar una formulación consciente a los contenidos inconscientes, que aparecen como deficiencia de la consciencia. Nuestra consciencia puede ser asaltada por contenidos de lo inconsciente personal, reconocibles desde la experiencia personal, o por contenidos de lo inconsciente colectivo, ajenos a la experiencia personal pero no de la especie, y representado en las mitologías, esos grandes relatos (incluidas aquí las religiones, artes y filosofías) que ofrecen una coherencia a nuestras vivencias. La relación entre la consciencia y lo inconsciente no es fácil ni cómoda, sino que está más bien cargada de tensión y conflicto. A nuestra posición consciente, construida en el intercambio social, se le oponen las posiciones inconscientes, ligadas a la vida instintiva. La paz viene y va.

De ahí se derivan los conflictos externos que experimentamos con nuestros semejantes. La adaptación social supone una modificación de los instintos, que deben ser integrados en el orden moral de la sociedad para dar sus frutos culturales. La primera parte de la vida, con el predominio del aprendizaje -la "doma"-, se ocupa de esta adaptación (acomodación/asimilación) a un medio dado donde rigen unas maneras de comportamiento y unas significaciones que determinan el uso de las cosas. Encontrar un lugar en este mundo social para el carácter propio -la singularidad- es labor de toda la vida y un penoso trabajo pleno de claroscuros.

Así pues, la vida individual consiste en un continuo y conflictivo proceso de articulación de estos contrarios -consciente/inconsciente, individual/colectivo- como autorrealización psíquica mediante la diferenciación, es decir, el establecimiento de límites en el seno de un continuo, y la integración, o vinculación de lo diferenciado. En el curso de la ritmicidad entre tensión y paz se va revelando quiénes somos realmente. A la tensión del conflicto, si somos capaces de darle una salida, esto es, resolverlo, sigue la paz correspondiente a la consecución de los estados congruentes con nuestra naturaleza. La satisfacción del deseo o el logro en cualquier empresa nos madura, nos permite verificar nuestro carácter, vivir la propia vida. En suma, la paz interior es el resultado de ser quienes somos en los diferentes momentos que constituyen nuestra existencia. Un estado interior en el que pensamiento, sentimiento y acto son congruentes entre sí.

La violencia en la actualidad

Me he ceñido hasta aquí en lo que podría ser una mirada interna, centrada en la evolución psicológica del individuo en un medio social dado. De ahí el carácter abstracto, teórico del texto, cuya finalidad es señalar la imposibilidad de vivir sin conflictos y el carácter de la paz interior como resultado de un trabajo psicológico. Sin embargo, la evidencia impide obviar que el individuo se encuentra a su nacimiento un mundo complejo cuya dinámica está fuera de su control. Esta impotencia básica frente a un mundo que se nos enfrenta en su negatividad es el dato primario, exigiendo con su objetividad el desarrollo de las capacidades personales.

Frente a las tragedias sociales, el individuo se siente débil e incapaz de responsabilizarse. Las presiones externas pueden ser de tal intensidad que sólo quede la vía de una identificación con el poder político del momento y una adaptación que es mera acomodación. Este es un aspecto muy poderoso en cada cual, base de la imitación. Desde ese aspecto, lo fundamental es hacerse lo más rápido posible con los instrumentos que permiten una posición segura en la sociedad, reprimiendo aquellos rasgos nuestros que no coincidan con los factores dominantes en el medio donde estamos insertos. Este proceso se llama conformismo y aparentemente asegura una posición social -sea en los puestos altos o bajos de la escala social.

Vivimos en un mundo conformista -tal vez haya siempre sido así- donde rige la codicia como argumento último de las acciones. La injusticia social es el resultado. Basta con estar mínimamente informado para ver esta injusticia por todas partes. La prepotencia de los poderosos no tiene límites. Prepotencia económica, política, militar y social.

En el ámbito económico la aplicación tramposa desde hace casi tres décadas de lo que se ha venido llamando "consenso de Washington" -liberalización económica sin compasión- ha destruido estructuras económicas y políticas, jurídicas y culturales penosamente levantadas a lo largo de los siglos. Simplemente señalar la injusticia que supone exigir a los demás aquello con lo que no está dispuesto a transigir el poderoso permitiría comprender las tensiones que atraviesan nuestra época, o tal vez la historia. Para el antiguamente llamado Tercer Mundo, la exportación de capitales hacia el Primer Mundo desde los años 70 ha desembocado en una desecación económica y social tal que los niveles de pobreza han crecido exponencialmente. En un momento histórico de superproducción, aumenta alarmantemente la carencia para la mayoría de la población mundial. El despilfarro de los países ricos contrasta con el empobrecimiento mundial creciente y la polarización en la distribución de la riqueza -a grandes rasgos el 20% de la población posee el 80% de los recursos- clama al cielo.

Las tensiones sociales que ello acarrea son el menú de nuestras noticias: África devastada, Asia abandonada, Latinoamérica viendo desaparecer los niveles de prosperidad que hasta hace poco gozaba. Hay, por supuesto, diferencias entre los países que componen estas grandes regiones geográficas, y diferencias entre sus élites y el grueso de su población, pero el resultado es la dificultad para poder vivir en paz y ocuparse cada cual de sus asuntos en sus comunidades de pertenencia. Pensemos en los ejércitos de niños en África, en el robo de la riqueza natural a los autóctonos de Sudamérica, en la explotación inmisericorde de los trabajadores asiáticos. No muy lejos de aquí, en la Europa del este se ha producido una verdadera orgía de rapiña, desmanteladas las estructuras políticas que ofrecían un soporte económico a los naturales de esos países que tuvieron que soportar el terror del comunismo -100 millones de muertos en todo el mundo hasta la caída de Muro de Berlín. Aún continúa el experimento estalinista.

En el ámbito político, asistimos al desmantelamiento de los Estados-nación. Progresivamente la soberanía nacional se ve determinada por las presiones económicas transnacionales. La política se transforma en un simple juego de administración de capitales mundiales independientemente del deseo de los ciudadanos, sujetos a la manipulación mediática. Las conquistas sociales adquiridas en décadas caen una tras otra y se ven sustituidas por problemáticas de menor calado que afectan a estratos minoritarios de la población. Se erige un mundo de leyes cuya aplicación va en contra del sentido común, e incluso de la vida -por ejemplo, los sumideros de contaminación como alternativa a un crecimiento sostenible. Las injusticias políticas campan por sus respetos apoyadas en el terror de Estado, tantas veces indistinguible de la pura mafia.

Ante las tensiones internacionales, la única respuesta es finalmente la violencia armada. La injerencia de las potencias políticas en tanto países, propia de la Guerra Fría, ha traído como consecuencia una proliferación inaudita de armamento que entra en el terreno de la locura, pues una sola bomba de fusión actual es superior en sus efectos destructivos a todas las armas juntas que se han dado históricamente. Como dato concreto quisiera citar las palabras escritas en 1993 por el matrimonio Toffler: "En la actualidad un solo F-117 que realice una salida y lance una bomba puede conseguir lo que durante la II Guerra Mundial exigía que bombarderos B-17 efectuaran 4.500 salidas y lanzasen 9.000 bombas, o 965 salidas y 190 bombas durante la guerra de Vietnam".1 Sin embargo, las empresas de armamento no sólo no dejan de crear nuevas armas sino que prácticamente dominan la investigación científico-técnica. Empresas cuya financiación está en manos de los Estados, que invierten en ellas gran parte de los impuestos de sus ciudadanos asegurando cuidadosamente la privatización de los beneficios. Evidentemente, no son las únicas empresas que se ven favorecidas así por el poder político, autoproclamado capitalista mientras conculca los principios más evidentes de la competencia.

El siglo XX, con sus guerras continuas desde la I Guerra Mundial, ha dado un salto cualitativo a la violencia colectiva, pues a partir de entonces toda guerra tiende a transformarse en "guerra total". En primer lugar, desde aquella guerra, que se pensó acabaría con todas las guerras, mueren fundamentalmente los civiles en las conflagraciones. Una muerte intencionada -bloqueos económicos, bombardeos de ciudades, represalias indiscriminadas- que siempre encuentra su justificación entre los poderosos. En segundo lugar, la evolución tecnológica permite atacar a distancia de forma masiva por tierra, mar y aire. En tercer lugar, gracias a los medios de comunicación estamos (mal)informados en tiempo real de las masacres, lo que supone una carga moral para los ciudadanos de los países agresores, que no pueden aducir desconocimiento de las acciones de sus gobernantes. La respuesta jurídica a estas acciones, amparada bajo la idea de un Derecho Internacional, suele estar cortocircuitada, dado que las instituciones internacionales no poseen ningún instrumento de poder. Se da así el terrible espectáculo de ofrecer a las víctimas no una protección policial frente a las agresiones que sufren, sino la hipocresía de "ayudas" posteriores a la destrucción de sus países.

En el ámbito social, cultural, la prepotencia no es menor. Los productos culturales de las naciones poderosas llegan a cualquier lugar del planeta consolidando un discurso único sobre lo importante y lo que carece de importancia. Aparentemente el mundo es Occidente, con sus criterios y conflictos dominando cualesquiera otros. Las costumbres de los países y sus gentes se califican jurídicamente en función de los criterios occidentales, defendidos a machamartillo como la racionalidad indiscutible. Detrás de la pantalla de los Derechos Humanos se justifican ataques a los derechos que rigen en otros países extramuros de la ciudadela. Esta injerencia política, apoyada en las presiones económicas y militares, ha producido dolor sin cuento en muchas partes del mundo. Así, el apoyo a las dictaduras militares por parte de algunos gobiernos de países que gozan de una pasable democracia, o las agresiones a los intentos nacionales de dotarse de formas políticas autóctonas, o las acciones de contrainsurgencia que intensifican, cuando no crean, tensiones en el interior de países teóricamente soberanos. Nadie paga jamás las consecuencias de estos actos delictivos, cuyos efectos pueden calar hondo en la gente que vive en los países afectados hasta desestructurarlos. El más reciente de esos actos es la invasión de Irak con argumentos mentirosos y una crueldad sin cuento. Pero desgraciadamente no es el único.

En todo ello se manifiesta el estado actual del poder político. Reducido al simple ejercicio del dominio, este poder -económico, militar, cultural- adquiere rasgos demoníacos. Es difícil tener en cuenta que el poder es también una capacidad civilizatoria de crear condiciones de vida más seguras, más saludables para el desarrollo individual, pues este argumento civilizatorio es el esgrimido por los poderosos para justificar sus agresiones. Los intentos de utilizar el poder político a favor de la poblaciones autóctonas sufre el enfrentamiento con poderes superiores que rebajan enormemente la efectividad de aquél. Cualquier medio es bueno para doblegar a quien quisiera representar adecuadamente a la mayoría de los ciudadanos. La manipulación mediática construye la ficción que justifica la acción de los poderosos, autoproclamados adalides de un proyecto democrático mientras socavan las posibilidades de una verdadera democracia en otras naciones. Una cohorte de "intelectuales" dan cobertura ideológica a las más flagrantes injusticias, presentando la realpolitik como principio de realidad y descalificando como ingenuas o interesadas cualquiera de las múltiples críticas. No menor es su papel en responsabilizar a las propias víctimas de su estado.

La guerra es la más clara ausencia de paz, hasta el punto que la primera acepción de la paz en la mayor parte de los diccionarios, empezando por el nuestro de la Real Academia, se define como ausencia de guerra. Aparentemente, la guerra sería originaria. Heráclito de Éfeso, hace ya veinticinco siglos, dijo (según conocemos por el heresiólogo Hipólito de Roma, quien introdujo esta cita en su obra siete siglos después) que "Guerra es padre de todos, rey de todos: a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres"2.Si bien el Polemos heraclíteo tiene un valor cosmogónico a la manera de Zeus, su aplicación política es una imagen precisa de la historia universal. El mismo Heráclito vivió en Éfeso la ocupación de un vecino más belicoso. A fin de cuentas, la historia ha sido descrita fundamentalmente como el listado de guerras entre Estados.

Con el Estado surge la guerra y su documento. Con la guerra la justificación del dominio mediante el miedo. Frente a formas históricas anteriores de la violencia intraespecífica, las más de las veces rituales (iniciación, rapto de esposa, prestigio, diversión), utilizando un arsenal de piedras y palos, con defensas precarias y siempre cuerpo a cuerpo, con un cuidado exquisito por las ceremonias de purificación, el Estado levanta ejércitos mantenidos mediante tributos con un fin preciso de cara al exterior y al interior de comunidades complejas estructuradas en clases y oficios.

Para que haya guerra, la puesta en práctica de la crueldad, se necesitan una serie de requisitos. Debe haber en primer lugar un enemigo, definido mentirosamente por el agresor y respondido en la medida de sus fuerzas por el agredido. Se necesitan amigos (grupo espontáneos, ejércitos y aliados) que vayan contra ese enemigo en condiciones semejantes de arsenal e interés por el ejercicio de la crueldad. Ese enemigo creado por el agresor para justificar sus acciones, lo es para alguien -el cacique, el tirano, el aristócrata, el oligarca, el representante-, que hace común esa enemistad y necesarios los sacrificios de su pueblo -la sociedad civil- para llevar adelante esa guerra. Eso supone orientar la economía global alrededor de la guerra y utilizar la riqueza para crear armas y mantener ejércitos. La guerra es el opuesto justo de la crisis económica.

Oigamos a Kant en 1795, año en que publica La paz perpetua: "Los diferentes Estados se empeñan en superarse unos a otros en armamentos, que aumentan sin cesar. Y como finalmente los gastos ocasionados por el ejército permanente llegan a hacer la paz aún más intolerable que una guerra corta, acaban por ser ellos mismos causa de las agresiones, cuyo fin no es otro que librar al país de la pesadumbre de los gastos militares".3. Ha corrido mucha agua del río heraclíteo y lejos quedan ya las luchas de los Padres de la Iglesia contra los gnósticos para arrebatarles su teología. La clara razón kantiana era ya empírica. Se basa en la observación de hechos que repugnan a la razón crítica de la que es heraldo. Un testimonio: "En las Indias orientales, bajo el pretexto de establecer factorías comerciales, introdujeron los europeos tropas extranjeras, oprimiendo así a los indígenas; encendieron grandes guerras entre los diferentes Estados de aquellas regiones, ocasionaron hambre, rebelión, perfidia; en fin, todo el diluvio de males que pueden afligir a la humanidad […].4. Esto lo hacen naciones que alardean de devotas y que, anegadas en iniquidades, quieren pasar plaza de elegidas en achaques de ortodoxia"5.Seguimos en ello.

Veamos otro testimonio suyo sobre la actuación real de los políticos -él vive en una monarquía-, aplicable a los nuestros. Las expresiones latinas que utiliza Kant para calificar estas conductas son Fac et excusa, Si fecisti, nega y Divide et impera, tan actuales hoy como entonces, pues vemos sin ningún rubor en directo por televisión que se excusa haber destruido un país preventivamente, negando las mentiras que desencadenaron su destrucción y sembrando la división en Naciones Unidas.

Kant era pesimista, y veía la paz como algo "que debe ser instaurado", pues "el estado de naturaleza es más bien la guerra"6 y "la naturaleza utiliza la guerra como un medio para poblar la tierra entera",7 ya que mediante la guerra se dispersan los hombres en su ataque o huida y "por medio de la guerra misma ha obligado a los hombres a entrar en relaciones mutuas más o menos legales"8 . Kant confía en que "el espíritu comercial, incompatible con la guerra, se apodera tarde o temprano de los pueblos, [pues] es el poder del dinero el que inspira más confianza"9. Tal vez no tanta. Si bien el dinero es un invento crucial para el comercio, su grado de abstracción permite fijar su valor mediante un acto de dominio y no como resultado del juego más o menos natural entre los factores económicos descritos por los expertos, con premisas tan poco empíricas como la racionalidad de los intercambios para fijar sus planes, seguidas sin embargo como un oráculo.

Las palabras del filósofo de la Ilustración nos resultan diáfanas. Continúa la carrera de armamentos, siguen dándose guerras con ejércitos privados que descargan su crueldad sobre civiles generalmente indefensos, y ello a sueldo de empresas mucho más poderosas que el Estado donde se comete la tropelía. A pesar de estar más cerca de uno de los sueños de Kant -"una Sociedad de naciones, la cual, sin embargo, no debería ser un Estado de naciones"10 -, no existe una policía mundial que pueda cuidar la aplicación de los Derechos Humanos, vulnerados con más ignominia precisamente por las naciones que los proclaman como escudo mientras persiguen sus fines particulares a costa de la destrucción de las vidas y haciendas de aquellos a quienes deciden hacer su enemigo. Siempre hay un agresor y un agredido.

Las guerras tienen necesariamente más de una causa, y en su desarrollo van apareciendo nuevas razones para continuarla. Lo que sí sabemos es que presentan idéntico final: nuevos problemas, mucho más acuciantes y complejos de los que la motivaron, en un mar de destrucción y duelo. Sin embargo, ahí están. Generalmente desencadenadas por interpretaciones políticas, basadas en todos los malentendidos posibles, de hechos que adquieren así un valor de origen. Quienes deciden las guerras suelen estar sujetos a una presión psíquica que aconsejaría más bien posponer cualquier tipo de decisión. ¿Cómo se encuentran quienes las hacen?.

Para que se dé el estado de guerra, el fin de la paz, la sociedad agresora debe estar en unas condiciones determinadas. Generalmente hay una crisis política, económica y social con apreciable violencia en el interior de esa sociedad. El modo radical de librarse de ese conflicto interno es externalizarlo mediante una proyección sobre el "enemigo" de todo aquello que despreciamos en nosotros mismos. Al enemigo se lo deshumaniza, bestializa en una invención que surge del imaginario colectivo, bien engrasado por los medios de comunicación propios de cada época. Es la "psicología de guerra" que alimenta en las retaguardias a los soldados en el frente, incitando a la gente a guerrear en defensa del "honor", la "seguridad nacional" o la "credibilidad" de la nación, como si la nación fuera un individuo real y no una "comunidad imaginaria" apoyada en un discurso tribal que define un "nosotros/ellos". Esta dicotomía puede no externalizarse, dando lugar entonces al genocidio interior y la guerra civil.

Quien por ser atacado se ve enemigo de otro sin desearlo, debe emparejar su conducta con la del agresor, transformándose en reflejo especular imperfecto de aquél. La trampa de la guerra está servida. Los individuos se ven obligados a pensar en términos colectivos y entra en acción la psicología de masas, rebajando el nivel de discernimiento y libertad individuales hasta producirse la completa locura social.

La guerra también ofrece sus atractivos. Al invertirse en ella las reglas que rigen en tiempos de paz, se asemeja a la fiesta y la orgía. Los rasgos destructivos, cuidadosamente canalizados en las sociedades, se desbordan. No es la agresión lo que se pone en juego en las guerras, sino la crueldad, un tipo particular de goce alimentado por el conjunto de las frustraciones personales. La crueldad ataca el fundamento de las reglas morales, potencia los comportamientos opuestos a los que éstas dan cobertura, manipula los sentimientos, busca el daño máximo en las víctimas ("La compasión con el enemigo es crueldad con el pueblo", rezaba la creencia maoísta). Es la apoteosis del dominio ejercido sobre el otro, despojado de cualquier dignidad. Para la masa de desheredados en tiempos de paz, la guerra puede ofrecer la satisfacción de experimentar el poder de un grupo homogéneo unido en una empresa común. Durante ese tiempo, las tensiones internas de una comunidad se suspenden al transferirlas al exterior. La lealtad al grupo encubre por un tiempo las diferencias entre los individuos. La pertenencia a la horda rompe el aislamiento de las personas y la obediencia suspende la ansiedad de las decisiones personales. La psicología de masas subsume en su magma la psicología individual, sumergida bajo oleadas de fuertes emociones ligadas a la muerte.

En el grupo, las responsabilidades individuales se diluyen haciendo posibles comportamientos inauditos hasta entonces para el individuo, que los vive en una atmósfera de irrealidad. Desaparece el esfuerzo que supone la libertad personal y los límites individuales se disuelven en los límites del grupo. Ese tipo de placeres psicopáticos -pérdida de la forma- explican la adhesión a las actividades guerreras por parte de quienes pueden morir en la contienda. Sin olvidar empero la presión que ejercen sobre ellos sus mandos, dispuestos a evitar, incluso con la ejecución, cualquier deserción o rebelión entre los soldados. Los propios mandos hacen así el trabajo del enemigo.

Estos impulsos belicosos en cada cual se fundamentan en la agresión pero se alimentan ideológicamente mediante la legitimación del homicidio que supone toda guerra. No son un acto biológico sino una creación humana. Así lo recuerda la Declaración de Sevilla sobre la violencia (16 de mayo de 1986): 1. La guerra no es herencia animal sino acción humana. 2. No hay fundamento biológico de la guerra. 3. La violencia no aumenta con la evolución. 4. La neurofisiología no justifica la violencia. 5. La tecnología aumenta los efectos de las guerras11. Se escucha aquí la voz de la razón, pero ¿a quién le interesa?.

Las guerras del siglo XX, como gran empresa económica, han generado un sector económico dotado de grandes presupuestos, cuya aplicación suele permanecer secreta. Desde su origen, la tecnología armamentista mueve gran parte de la investigación científica, intensificada a partir de la creación de las bombas atómicas en nuestra época. La cibernética da sus primeros pasos en la construcción de sistemas de radar, la aplicación nuclear es antes militar que pacífica, la química y la biología se ponen al servicio de la industria de muerte. En Estados Unidos, cuyo presupuesto armamentista es mayor que el de los 25 países que le siguen juntos, el 50% de la actividad de investigación y desarrollo está en manos del sector militar (el "complejo militar-industrial" de Eisenhower). Esa fuerza amenazadora es la base del poder político, que se ejerce en todos los ámbitos a nivel internacional. Las célebres "ayudas" que se otorgan a los países en desarrollo, lastrados así por las deudas adquiridas, suelen ser préstamos para financiar la compra de armamentos, que no tardan en ser utilizados dentro y fuera de esos países en una orgía de horror y terror.

Todo ello forma parte de la fascinación por la violencia que se da en nuestros días. Los medios de comunicación de las sociedades seguras y satisfechas, donde sigue en pie el Estado de Derecho, orientan el interés hacia las situaciones de tensión, bien sean reales, como las guerras y genocidios, bien imaginarias, a través de esa industria cinematográfica que privilegia la destrucción y la agresividad. Los productos para los niños están llenos de esa violencia, como tantas veces se ha denunciado. ¿Qué tipo de hombre masificado y cruel estamos creando? Se agrede a las mujeres, los niños, a los social y económicamente débiles. Como señala R. Jungk, "vivimos en una época en la que la bondad es considerada una ingenuidad; la integridad, una estupidez; la compasión, una debilidad; el amor al prójimo, un signo de demencia"12 . Se vuelve a pensar en categorías hobbesianas y cualquier medio de ejercicio del dominio adquiere carta de ciudadanía. Es tal el cúmulo de mentiras que justifican la crueldad que se ha quebrado la resistencia general contra la ignominia, reinando el miedo y la desconfianza.

El poder del individuo

El siglo XX ha sido una época belicosa en la que millones de personas han muerto atrapadas en las consecuencias de las decisiones delirantes tomadas por unos pocos. La desmesura del hombre contemporáneo ha desembocado en una tecnología que impone sus ritmos más allá de las capacidades biológicas. Las ideologías totalitarias han creado los infiernos del nazismo y los fascismos, del estalinismo y el terrorismo de Estado hasta llegar a la desfachatez actual. Bajo el nombre de terrorismo -agresiones a civiles desarmados- se quiere englobar sólo a los nuevos enemigos de los poderes omnímodos, cuando no son sino reflejo de estos mismos poderes. Basta con recordar que gran parte de los grupos de ese terrorismo que podríamos llamar marginal han sido organizados, armados y manipulados por las potencias políticas en el juego de poder de la Guerra Fría. En África, Asia y Latinoamérica, pero también en Europa, se están pagando las consecuencias de esa política. Las dictaduras árabes, africanas, asiáticas, sudamericanas siguen operando aunque cambien su indumentaria, llevando a la desesperación a poblaciones inocentes incapaces de articular en esa situación alternativas políticas viables. La presión económica degrada las formas de vida, convivencia, sustento y medio natural. La paz se hace cada vez más necesaria y lejana para la mayor parte de nuestro planeta.

Ante esta situación, crece la desesperanza y la violencia se instala en el corazón de los individuos. El miedo se enseñorea de los pueblos esquilmados y humillados, desplazados por las guerras o el simple genocidio y crece el odio de las víctimas, que esperan su turno para ejercer el dominio o explotar en actos vandálicos. Las sociedades se polarizan y el individuo queda aplastado entre las masas desbocadas y los Estados totalitarios. La ideología estadística reduce la singularidad individual a número y rango y las instituciones impersonales adquieren la categoría de sujeto. En un funcionalismo tramposo se nos concibe como intercambiables y la "rentabilidad" adquiere el valor supremo para calibrar el significado de los actos. El economicismo domina las decisiones políticas tanto como las relaciones sociales. Se instaura una falsa racionalidad basada en el número, cuya abstracción ahoga el discurso cualitativo.

Jung, que vivió dos guerras mundiales y murió unos meses antes de que se levantara el hoy derruido Muro de Berlín, llamó la atención sobre los conflictos a los que se veía abocado el hombre contemporáneo. Engreído por la idea de la "muerte de Dios" el hombre actual se ha identificado, vía Estado, con la omnipotencia divina, bien provisto de técnicas inauditas hasta la fecha. Cuando Europa yacía en ruinas recién terminada la II Guerra Mundial, con sus genocidios y la bomba atómica, Jung escribió que "lo que hemos vivido en Alemania no es sino la primera erupción de una alienación espiritual general13 […] Por doquier podemos detectar los primeros síntomas anunciadores: totalitarismo y esclavitud estatal. El valor y la significación del individuo decrecen con rapidez"14. La apoteosis del Estado totalitario es el resultado de unas condiciones económicas: "Industrialización, desarraigo, concentración: Esta nueva forma de existencia -con su psicología de masas y su dependencia social de las oscilaciones de mercados y salarios- produce un tipo de individuo inconsistente, inseguro y fácilmente influenciable"15 .

Casi cincuenta años más tarde, los fenómenos que él señalaba no han dejado de aumentar. Ese "individuo inconsistente, inseguro y fácilmente influenciable" es muy reconocible. Somos los consumistas que vivimos temerosos dentro de la ciudadela mientras fuera de ella masas literalmente hambrientas ven con estupor su abandono a manos de asesinos, "señores de la guerra" y líderes nacionalistas, cuando los únicos que podrían frenarles, aquellos autosatisfechos conformistas, muestran en el mejor de los casos su compasión y en el peor su apoyo a los asesinos.

Sería larga la lista de países, de la gente que vive en ellos, que han sido literalmente esquilmados -por vía financiera e industrial con el apoyo último de las armas. Las políticas de las grandes corporaciones, los Estados proveedores de armamento, los servicios de "inteligencia" cometiendo impunemente delitos que se niegan durante décadas para que al final se haga la luz (Si fecisti, nega), Estados prepotentes que usan armas sofisticadas contra gente desarmada a la que demonizan sin parar (Fac et excusa), que crean fracturas en comunidades hasta entonces acordes y en paz llevándolas a la ruina (Divide et impera). Tanta gente que vive en países, naciones, federaciones aterrorizada al ver cómo sus comarcas, ciudades y pueblos desaparecen en la destrucción generalizada. En nombre del progreso.

La novedad histórica que supone la televisión y lo que ha venido con ella es un acontecimiento espiritual de primer orden. De la enorme riqueza mental y la enorme pobreza espiritual que con ritmos alternantes definen el fenómeno, sólo quiero señalar la posibilidad de ver en directo la masacre, la injusticia -también la justicia, la creación-. Esa posibilidad deposita sobre el espectador una carga moral. En la crueldad gratuita que impera en tantas regiones del mundo hay un mensaje profundo a este hombre actual que vive según los valores occidentales, de vuelta de todo y que se permite, en un alarde de histeria, identidades múltiples y una inconsecuencia explícita entre palabras y actos. Se bombardean países en nombre de los Derechos Humanos, se asesina -como en etapas que creíamos superadas- apelando a dioses -el mismo Dios monoteísta en sus tres acepciones-, se regulan las conductas individuales por decreto estatal. Amplios poderes de destrucción total están en manos de individuos belicosos que han hecho de la mentira y el dominio su modo de vida. Agrupados en una cadena de mando, otros muchos individuos intervienen en una destrucción de la que no se sienten responsables, tan atomizadas están las responsabilidades en el complejo militar-industrial.

Frente a los "argumentos Eichmann" -"Me limité a obedecer órdenes", "Yo no fui más que una pieza de aquella máquina"-, alguien que durante un momento fue una pieza de otra máquina semejante, Claude Eatherly, declara: "Yo fui el piloto que dirigió el Hiroshima A Bomb Misión durante la Segunda Guerra Mundial, y desde entonces sufro dolorosos remordimientos de conciencia. Desesperado, he cometido actos delictivos con el propósito de que se me reconociese mi culpa. Cada vez que he cometido uno de esos actos, se me ha internado en un hospital psiquiátrico"16. Esos actos eran tan simbólicos como atracar cajeros u oficinas de Correos sin llevarse el dinero depositado allí. Eatherly lo tenía claro. No estaba dispuesto a ser considerado un "héroe sonriente" que ha derrotado a los enemigos, tratados como aliamañas, aquella gente que vivía en Hiroshima y Nagasaki hasta agosto de 1945. "Aquel 6 de agosto de 1945 tomé la decisión de dedicar el resto de mi vida a erradicar la guerra y a luchar por la destrucción de todas las armas nucleares"17 , pues hay "tres cosas que se han grabado para siempre en mi corazón y en mi mente: 1. Vivir es el tesoro más grande y maravilloso del mundo. 2 Cumplir con el deber de garantizar la posibilidad de vivir [todos] sin miedo, pobreza, ignorancia y servidumbre es la segunda maravilla. 3. La crueldad, el odio, la violencia o la injusticia jamás podrán traernos un nuevo milenio"18 . Decididamente loco. Sus víctimas agradecieron como se merece este gesto. El 24 de julio de 1959, un colectivo, "Mujeres de Hiroshima", le escribe: "Hemos aprendido a ver en usted a un camarada, y lo consideramos como una víctima más de la guerra"19 .

Contra la disculpa y la transferencia de responsabilidades tipo Eichmann, Eatherly quería dejar bien clara su culpa personal y asumir sus responsabilidades individuales dentro de una acción general como la guerra. Fue tratado de enfermo mental en su país, Estados Unidos, porque con ello obligaba a cada cual a asumir la suya. Parece que eso es intolerable en un mundo de conformistas amparados en las mentiras de Estado para justificar las nuestras. Es decir, transferimos a las instituciones gran parte de nuestras responsabilidades individuales. Como señala Günther Anders -hijo del psicólogo W. Stern y primer marido de Hannah Arendt- en su edición a la correspondencia mantenida con Eatherly, "Creo que nos encaminados rápidamente hacia una situación en la que nos veremos obligados a reconsiderar hasta qué punto estamos dispuestos a transferir a las distintas instituciones sociales (partidos políticos, sindicatos, Iglesia y Estado) la responsabilidad sobre nuestros pensamientos y nuestros actos"20 .Estas palabras están fechadas el 12 de junio de 1959. Dos años antes Jung señalaba en Presente y futuro que "con ese aumento de poder [de las instituciones] tanto más desamparado y débil queda el individuo"21 , " la concepción estadística del mundo suplanta lo individual a favor de unidades anónimas que se acumulan en agrupaciones de masas. Con ello pasan a ocupar el lugar de los seres singulares concretos nombres de organizaciones y, en el punto culminante, la idea abstracta de Estado como principio de realidad política. Es inevitable que la responsabilidad moral del individuo se sustituya así por la razón de Estado […] La finalidad y el sentido de la vida individual […] no reside ya en el desarrollo del individuo sino en la razón de Estado, que se le impone al hombre desde fuera"22 .Eatherly se rebeló, hizo frente a la razón de Estado, y con eso nos reveló lo que todos sabemos, que la conciencia moral es un poder.

La transferencia de responsabilidades personales debilita al individuo. En esta época tecnológica, muchas de esas responsabilidades son tan complejas y técnicas que recurrimos a expertos. Pero otras son morales, y también las remitimos a expertos, la "industria psi". Actuaron pues coherentemente quienes trataron de loco a quien no estaba dispuesto a renunciar a su culpa para salvar su conciencia. Lo mismo hicieron en el bloque soviético por las mismas fechas y por motivos morales semejantes: señalar y atacar la mentira y la crueldad, salvar la dignidad humana contra el terror.

El objetivo, ante ese ataque a la individualidad, apenas disimulado bajo el eufemismo del consumo personalizado y los Yo, S.A , es evitar que el individuo se volatilice en el puro conjunto de signos que es para otros. Es decir, la tarea frente a un mundo de individuos atomizados llevados de aquí para allá por las decisiones de entes abstractos con su propia agenda, pasa necesariamente por el cuidado de la fuente de la vida para cada cual, la propia individualidad. Una individualidad, recordemos, constituida en relación con otros individuos, agrupados de manera natural y formal, previsible y azarosa a lo largo de la existencia. Es decir, frente al poder creciente de las instituciones (económicas, políticas, mediáticas) el individuo debe cuidar de su propio poder, inscrito en su organismo, su alma, pues "sólo el individuo puede experimentar la felicidad y la satisfacción, el equilibrio anímico y el sentido de la vida, no un Estado"23 , verdad del barquero que Jung se ve obligado a recordar con ochenta y dos años. Pero "¿sabe el individuo que él es el fiel de la balanza"24 .

No es tarea fácil forjar el alma, o el carácter. En un mundo desalmado, al alma debe esconder incluso su nombre. Preferimos pensar que somos juguetes de nuestra biología antes que necesarios señores de nuestros actos. Queremos ver en esos actos más bien reacciones automáticas a estímulos que llegan a nuestro radar que expresión de nuestro carácter en su realización. Nos agradan más unas siglas donde ampararnos que los inquietantes mensajes de nuestro inconsciente.

Es el miedo al propio interior, el desconocimiento de nuestra psique, el origen de los males personales y colectivos: "Si pudiera darse una consciencia general de que todo lo que separa tiene su origen en la escisión de los opuestos en el alma sabríamos dónde habría que intervenir de verdad"25 , señala Jung como alternativa. La dificultad para comprender la razón de nuestra sombra, para aceptarla, supone un obstáculo para profundizar en la riqueza de la psique objetiva, inconsciente en función del estado de la consciencia. Aterrorizados al descubrir que somos tanto demonios como ángeles, muchas veces incluso en el mismo momento, nos lanzamos al exterior en busca de identificaciones imaginarias con las que borrar la imagen de nuestro doble siniestro. Ahí vendemos el alma al Diablo, arrojándonos en brazos de los colectivos. Es el miedo a nuestro interior el que da vía libre al miedo que administra la política. La debilidad producida por la huida de nosotros mismos, la ignorancia en la que nos escondemos, es el caldo de cultivo de las tiranías, que ejercen su dominio sobre seres debilitados, a quienes debilitan aún más. "La psicopatología de las masas tiene sus raíces en la psicología de los individuos"26 , decía Jung en 1946, y llamaba a cuidar la propia psique, escuchar al alma.

Es evidente que no hay psique sin relación humana. Es en la relación con los demás como caemos en la cuenta de quiénes somos, cómo nos desarrollamos, qué posibilidades nos sostienen, cuáles son nuestros aciertos y nuestros errores. Ese descubrimiento está lleno de momentos de tormento y éxtasis, claridad y oscuridad, alegría y tristeza, según sean las diferentes constelaciones de los complejos que nos constituyen, interactuando con los complejos del interlocutor en la danza tragicómica que da espesor a nuestras vidas. Si analizamos con cuidado esos momentos captamos una lógica que relaciona esos opuestos armónicamente en una vida cumplida.

Los conflictos que vivimos en nuestro interior (la "turbación y pasiones") se amalgaman en forma de conflictos con los próximos ("disensiones, riñas y pleitos"), que facilitan en su expansión los conflictos colectivos hasta desembocar en las guerras. Conviene pues saber lidiar con estos conflictos, atenderlos, entenderlos, diferenciarlos, resolverlos si podemos. Cada tipo tiene su acercamiento específico. Los conflictos internos se producen entre instancias psíquicas que nos constituyen, que somos. Aceptar esa pluralidad en nosotros es un reto que soslayamos en lo posible, creyendo salvarnos así de la escisión y la fragmentación. Si no aceptamos esa pluralidad, proyectamos algunas de nuestras figuras internas en los demás, originándose así los conflictos entre las personas, los malentendidos, el odio, la agresión. Al objetivarse de este modo nuestros conflictos internos en conflictos externos, el otro adquiere un valor fundamental, sea como superficie de proyección, sea como otro objetivo que se zafa de esa proyección y nos ayuda a caer en la cuenta de nuestro error. Aprender a dirimir los conflictos con los demás -familiares, amigos, asociados- es una necesidad vital y nadie nos ahorrará esa tarea individual sin fin. Tal vez conteniendo nuestros conflictos internos podamos encarar más libremente nuestros conflictos con los demás y evitemos su proliferación, origen de las guerras.

Para enfrentar la discordia interior necesitamos muchas veces al otro. En este sentido, la relación primordial es la amorosa, con sus diferentes formas (eros, ágape, charitas), en la cual se despereza y crece nuestro poder. Este poder que une entre sí a las personas en una tarea gozosa, en una necesaria hermandad, es el genuino poder social porque asegura al individuo en su debilidad y necesidad de dependencia y le ayuda a desplegar su poder, sus distintos poderes -entusiasmo, capacidad profesional, ascendencia sobre los otros, etc.- y su independencia, basada en la verdad y el coraje. El cálido poder del amor siempre ha desafiado, y vencido, al cruel poder político. Pues es en el amor que sabe torear al odio donde el individuo puede experimentar su libertad. Una libertad que es máxima obediencia a uno mismo, a ese que, sin saberlo con claridad, somos a lo largo de nuestra vida.


Enrique Galán Santamaría

Fundación Carl Gustav Jung

Madrid, Octubre 2004


 

 

 

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