La paz como límite
Hablar de la paz no es fácil. El tópico y el idealismo acechan como
peligros difícilmente soslayables. También el pesimismo y la resignación
son evidentes tentaciones. ¿Quién no está a favor de la paz?. ¿Cuántas
veces se ha usado fraudulentamente su nombre para justificar la
violencia? ¿Qué ha quedado de todo ese pensamiento que a lo largo de los
siglos ha procurado su fundamentación, su materialización? Parece que es
puro sentido común concebir la paz como condición necesaria para vivir y
desarrollar nuestras potencialidades, en franco contraste con la
realidad de una persistente falta de paz en nuestras almas y en la vida
de los pueblos. De otro lado, la complejidad que reviste su comprensión
psicológica e histórica puede hacer que nos contentemos con una mera
declaración de principios a favor de la paz y en contra de todo aquello
que se le opone, como si dejar claros nuestros deseos bastara para
realizarlos. Milenios de violencia han dado a luz más violencia y
demasiado frecuentemente la única paz duradera es la paz de los
cementerios. Suele ocurrir que la paz de unos a otros les suponga perder
la suya. A pesar de todo, la mera existencia de nuestra especie
demuestra que al final gana siempre la paz a pesar de tanta destrucción.
Partiré de la séptima acepción que proporciona el Diccionario de la Real
Academia para definir la paz: "Genio pacífico, sosegado y apacible". Se
trata de la única definición positiva, esto es, fundamentada en sus
notas características, y aún así, introduciendo en dos ocasiones
implícitamente la definición en lo definido. Las seis definiciones
anteriores son negativas, es decir, señalan el contraste con su estado
contrario, ya sea colectivo -la guerra-, social y familiar -la
discordia- o personal -la turbulencia emocional- para caracterizar la
paz. Se indica así, no sé si conscientemente, que la paz vivida
individualmente no es originaria, sino resultado de unas condiciones
vitales o de determinados actos que la procuran sobre el fondo de su
opuesto. En otras palabras, la paz sería una conquista frente a la
guerra, la discordia y el conflicto. En este sentido, la paz es un
límite, bien en su significado matemático, como punto final que señala
la dirección de una tendencia, pues no parece logrado el sueño de una
paz perpetua, bien en su significado más general de frontera o borde,
lugar de unión y separación, esto es, delimitación entre la paz y sus
contrarios. Paz buscada y paz defendida. Esta imagen orientará lo que
viene a continuación.
La constitución del individuo psicológico
Desde el punto de vista individual, la paz originaria es la que
experimentaría el embrión en la vida intrauterina, donde no rige la
necesidad ni puede darse un deseo, tan automáticas son las respuestas a
cualquier desequilibrio durante la gestación. Sólo en los casos
traumáticos de enfermedad o intoxicación grave de la madre puede
perderse el estado de tranquilidad vegetativa. La idea freudiana de una
sensación "oceánica" se verifica en las investigaciones de Stanislav
Grof sobre la primera "matriz perinatal básica", representada en nuestra
mitología por el Paraíso Terrenal. Así, la expulsión de nuestro primer
hogar materno, el nacimiento, con la complejidad señalada por Grof,
queda como punto de inflexión a partir del cual comienza la marcha
biográfica de la realización del carácter, que Jung denomina proceso de
individuación, perdida la vivencia prenatal de paz que constituye
nuestro modelo más profundo de bienestar. Arrojados al mundo, sí, pero
capaces de vivir y gozar de él. En términos muy generales, puede verse
el proceso de individuación como una dinámica de articulación de
contrarios, de juegos de opuestos según los grandes ejes
consciente/inconsciente e individual/colectivo.
Cada cual poseemos un carácter, una naturaleza, que se realiza según las
condiciones naturales y sociales que aparentemente determinan nuestro
curso vital. Si como organismo vivimos gracias a los intercambios
materiales y energéticos con nuestro medio natural, más aún necesitamos
del otro y de la sociedad para establecer nuestra individualidad
psíquica, paradójicamente. Esta dependencia fundamental es la fuente de
la mayor parte de los conflictos que experimentamos, también de las
satisfacciones y estados de felicidad. Sin las relaciones familiares,
grupales, sociales, institucionales, el cachorro humano difícilmente
sobreviviría, con excepciones como el niño-lobo de Aveyron o los
infrecuentes casos de la adopción de un cachorro humano por otro animal.
La psique individual adquiere su forma en las relaciones humanas,
sustentadas en el orden simbólico de la cultura a la que pertenezcamos.
Es en esta cultura, esta forma de vivir, de pensar, percibir y sentir a
la que nacemos en un momento histórico y geográfico concreto donde
encontramos el conjunto de significados y significantes necesarios para
relacionarnos con nosotros mismos, los demás y las cosas. Pues las cosas
-y también las personas- son, para la psique, significados: imágenes o
representaciones con un valor emocional dado que mueven a una acción
determinada.
La dependencia social de nuestra especie -que puede verse también en
otros mamíferos superiores, especialmente los primates- nos permite
aprender no sólo de la experiencia ajena, en forma de espíritu objetivo
hegeliano, por educación e inmersión cultural, sino también de la propia
experiencia, pues gracias a los otros adquirimos, por imitación y
reflexión, las destrezas necesarias para poder ser relativamente libres.
Esta dependencia, hecha de una red de interrelaciones, es el fundamento
de toda vida social, desde el grupo natural, la familia, al Estado,
entendido aquí como máxima abstracción de un grupo social amplio (etnia
como comunidad que se rige por una misma moral básica contenida en un
cuerpo simbólico). La intensidad de esta dependencia es tal que en
muchos momentos nuestra psicología personal es indistinguible de la
psicología del grupo, amplio o restringido, al que pertenecemos
objetivamente. A veces ésta es la única psicología que reconoce en sí un
individuo. Desde este punto de vista, la vida psíquica individual sigue
una alternancia entre la identificación (polo social) y la identidad
(polo individual).
La dependencia es más explícita en los extremos de la vida -infancia y
senectud- y en los momentos de debilidad -enfermedad, inermidad
psíquica, económica, política, etc.-, pero no deja de estar presente a
lo largo de nuestra vida. La individualidad que permite la libertad y la
responsabilidad, con su característica autonomía, no implica una
independencia radical del otro sino, más bien, un compromiso que asume
la dependencia como medida de nuestro estricto poder. La falta de
claridad sobre esa dependencia, su negación incluso, es lo propio del
núcleo psicopático de cada cual, núcleo presente en todas las tragedias
colectivas. La dependencia absoluta es, por su parte, la muerte psíquica
del individuo, que sería incapaz de diferenciarse de su medio. Entre
estas márgenes de una omnipotencia ignorante e insensata y una
impotencia cadavérica en su pusilanimidad, corre el río de nuestras
vidas.
Las diferentes fases de la vida tienen sus tareas específicas, y en
todas rige el conflicto, que siempre se resuelve de algún modo. Para un
bebé, la dependencia hacia su madre es tan total que difícilmente puede
diferenciarse de ella. Así se instaura la ambivalencia omnipresente
hacia nuestros objetos de amor. Diferenciarse de la madre es un penoso
trabajo en el que nos ayudan nuestros familiares durante la primera
infancia y nuestros pares cuando adquirimos la suficiente autonomía como
para tener amigos y amantes. A determinados niveles psicológicos, algo
de nosotros permanece identificado con la madre, generalmente nuestra
vivencia psíquica del cuerpo y sus enfermedades.
En la juventud, los amigos y los competidores nos proporcionan el
contraste para descubrirnos como individuos con nuestros intereses y
capacidades, permitiéndonos calibrar en qué medida son propios del grupo
y en qué medida específicos de nuestro carácter. A este respecto, el
mundo sentimental tiene una importancia central, pues las relaciones
amorosas revisten la mayor importancia para los individuos. Por su
parte, la madurez trae consigo el ejercicio de la libertad. Se da por
supuesto que estoy hablando de una etapa en la que ya se han adquirido
los instrumentos vitales fundamentales y pueden sostenerse los
compromisos que la sociedad en abstracto y nuestros prójimos concretos
nos exigen para tenernos como miembros reconocibles de la comunidad.
Según hayamos jugado nuestras cartas en esta etapa así será la cuarta y
final, la senectud, con sus limitaciones específicas y sus capacidades
propias.
Esta rápida caracterización del desarrollo vital dentro del contexto
social quiere subrayar que toda relación es conflictiva, desde la
primera con la madre. Es decir, la paz alterna con la intranquilidad. Da
igual que estos conflictos sean reales o imaginarios, objetivos o
subjetivos. Esa continua conflictividad es el acicate para el
crecimiento -entendido como integración interna de nuestros diversos
aspectos vitales, en conflicto también entre sí, y adaptación a las
realidades y relaciones externas.
Una conflictividad que mueve al error tanto como al acierto y para la
que existen una serie de defensas psicológicas.
De estas defensas sólo quiero referirme ahora a la represión y la
proyección, que muchas veces van asociadas, pues aquello que reprimimos
solemos proyectarlo en los demás, en el exterior, para borrar sus
huellas. A causa de esta proyección, el otro adquiere un poder sobre
nosotros proporcional a la proyección. Este fenómeno es fundamental en
el ámbito político -aunque no sólo en él, evidentemente-, pues creamos a
nuestros enemigos proyectando nuestros aspectos negativos -es decir,
aquellos que se nos oponen desde el interior- y a nuestros aliados
proyectando los positivos inconscientes.
La proyección es una dependencia implícita, esto es, no vivida como tal.
Por lo tanto, alimenta la inconsciencia. Inconsciencia que afecta a
varios registros. En primer término, nos dificulta caer en la cuenta de
nuestra sombra -todo aquello que reprimimos y que no desarrollamos-,
tiñendo nuestro yo de una cierta antinaturalidad. En tanto que la
proyección implica necesariamente al otro, la relación con él queda
afectada de falta de libertad, condición inmejorable para la emergencia
de contenidos inconscientes, de los que difícilmente podemos hacernos
cargo, o lo que es lo mismo, la aparición de conflictos. El poder que
adquiere aquel (o aquello) sobre el que proyectamos estos contenidos
inconscientes suele ser de carácter negativo, por lo que la
inconsciencia de nuestra situación se vive como una ofensa objetiva,
desencadenando la agresión y sus modos.
La agresión constituye un tema fundamental para el asunto que nos ocupa.
Pues si algo caracteriza la falta de paz es el incremento de la
agresión, sea ofensiva o defensiva, interna o externa. Conviene recordar
aquí que la agresión es el conjunto de conductas que aseguran bien la
autoafirmación bien el dominio sobre el otro. El poder personal -que
podemos llamar autodominio- es el opuesto al poder político o dominio
sobre el otro. Así, en caso de conflicto, el poder se expresa como
agresión. No es posible por ello extirpar la agresión sin hacer
impotente al individuo.
Las raíces de la agresión se hunden en el terreno instintivo. La
supervivencia, con lo que supone de predación, lucha contra los enemigos
y los obstáculos, depende de ella. Sus formas e intensidad son
múltiples, puede aplicarse a diferentes tareas y tener distintos
significados. En el humano, la agresión presenta unas características
diferentes a la de otros grupos animales, aunque algunos rasgos sean
comunes. En los animales no humanos la agresión suele ser
interespecífica, ligada a la predación, y la agresión intraespecífica
está pautada instintivamente, con una serie de signos desencadenantes e
inhibitorios. La agresión de los insectos sociales -con jerarquías,
propiedades y ejércitos- son muy semejantes a las humanas -razias,
guerras de conquista, especialización de las tácticas de ataque y fuga.
En los humanos, la agresión intraespecífica adquiere mayor relevancia y
es más compleja. Puede clasificarse como intraindividual (los conflictos
con uno mismo, que pueden llevar a la enfermedad), interindividual
(conflicto con el otro específico), intrasocial (los conflictos en el
seno de una comunidad) e intersocial (conflictos entre comunidades). En
todos los casos la significación de la conducta agresiva se fundamenta
en un orden simbólico, en parte consciente en parte inconsciente para el
individuo tanto como para la sociedad.
Si hasta aquí me he referido a la dimensión individual/colectivo,
quisiera tocar ahora la relativa a la consciencia/inconsciente. Esta
diferenciación es la marca de fábrica de la psicología profunda, que
funda en ella sus investigaciones psicológicas y sus prácticas
psicoterapéuticas. Se entiende que lo inconsciente es aquella parte de
la psique que no es consciente en un momento dado. Podemos tener un
atisbo de esa forma de la psique en las fantasías, los síntomas
(psíquicos y físicos) y , con mayor claridad, los sueños. La actividad
psíquica inconsciente es continua -como lo es la actividad biológica-
frente a la discontinuidad de la psique consciente, necesariamente
orientada a un contenido concreto frente a los otros contenidos
posibles. Esa continuidad implica una cierta fusión de los contenidos
inconscientes, que no siguen la lógica aristotélica en su aparición. Es
decir, no rigen para lo inconsciente los principios de identidad, no
contradicción y tercero excluido, por lo que sus contenidos se revelan
generalmente incomprensibles y cuestionan el dominio de nuestra
consciencia sobre nuestra psique general.
Mientras que para Freud lo inconsciente es más bien el resultado de la
represión debida a las necesidades de la conciencia, Jung considera que
lo inconsciente es la psique objetiva de la cual deriva la consciencia y
la conciencia. Este planteamiento, que no es sino la aplicación del
planteamiento trascendental kantiano de la cosa-en-sí/cosa-para-mí a la
psique y de su afirmación de una ley moral objetiva, abre vías de
investigación y acción imposibles desde el psicoanálisis clásico. Una de
esas vías la ofrece la noción junguiana de inconsciente colectivo -o
psique de la Humanidad en cada individuo- y su elemento constituyente,
el arquetipo. Se trata de una hipótesis que sirve para calibrar el
aspecto colectivo interno en cada individuo, frente al colectivo externo
representado por la sociedad. Desde esta perspectiva, la individualidad
psíquica puede entenderse como una diferenciación respecto de lo
colectivo externo y de lo colectivo interno. Precisamente es la
dificultad de diferenciarse de lo colectivo interno lo que asegura una
identificación con lo colectivo externo, como ocurre en las psicosis de
masas que han jalonado la historia universal.
Partiendo de estas premisas podemos entender qué tipo de conflictos
tapizan la vida de cada individuo. Si los conflictos externos apelan a
las relaciones humanas y las dificultades de diferenciación, los
conflictos internos se refieren a la dificultad de integrar y dar una
formulación consciente a los contenidos inconscientes, que aparecen como
deficiencia de la consciencia. Nuestra consciencia puede ser asaltada
por contenidos de lo inconsciente personal, reconocibles desde la
experiencia personal, o por contenidos de lo inconsciente colectivo,
ajenos a la experiencia personal pero no de la especie, y representado
en las mitologías, esos grandes relatos (incluidas aquí las religiones,
artes y filosofías) que ofrecen una coherencia a nuestras vivencias. La
relación entre la consciencia y lo inconsciente no es fácil ni cómoda,
sino que está más bien cargada de tensión y conflicto. A nuestra
posición consciente, construida en el intercambio social, se le oponen
las posiciones inconscientes, ligadas a la vida instintiva. La paz viene
y va.
De ahí se derivan los conflictos externos que experimentamos con
nuestros semejantes. La adaptación social supone una modificación de los
instintos, que deben ser integrados en el orden moral de la sociedad
para dar sus frutos culturales. La primera parte de la vida, con el
predominio del aprendizaje -la "doma"-, se ocupa de esta adaptación
(acomodación/asimilación) a un medio dado donde rigen unas maneras de
comportamiento y unas significaciones que determinan el uso de las
cosas. Encontrar un lugar en este mundo social para el carácter propio
-la singularidad- es labor de toda la vida y un penoso trabajo pleno de
claroscuros.
Así pues, la vida individual consiste en un continuo y conflictivo
proceso de articulación de estos contrarios -consciente/inconsciente,
individual/colectivo- como autorrealización psíquica mediante la
diferenciación, es decir, el establecimiento de límites en el seno de un
continuo, y la integración, o vinculación de lo diferenciado. En el
curso de la ritmicidad entre tensión y paz se va revelando quiénes somos
realmente. A la tensión del conflicto, si somos capaces de darle una
salida, esto es, resolverlo, sigue la paz correspondiente a la
consecución de los estados congruentes con nuestra naturaleza. La
satisfacción del deseo o el logro en cualquier empresa nos madura, nos
permite verificar nuestro carácter, vivir la propia vida. En suma, la
paz interior es el resultado de ser quienes somos en los diferentes
momentos que constituyen nuestra existencia. Un estado interior en el
que pensamiento, sentimiento y acto son congruentes entre sí.
La violencia en la actualidad
Me he ceñido hasta aquí en lo que podría ser una mirada interna,
centrada en la evolución psicológica del individuo en un medio social
dado. De ahí el carácter abstracto, teórico del texto, cuya finalidad es
señalar la imposibilidad de vivir sin conflictos y el carácter de la paz
interior como resultado de un trabajo psicológico. Sin embargo, la
evidencia impide obviar que el individuo se encuentra a su nacimiento un
mundo complejo cuya dinámica está fuera de su control. Esta impotencia
básica frente a un mundo que se nos enfrenta en su negatividad es el
dato primario, exigiendo con su objetividad el desarrollo de las
capacidades personales.
Frente a las tragedias sociales, el individuo se siente débil e incapaz
de responsabilizarse. Las presiones externas pueden ser de tal
intensidad que sólo quede la vía de una identificación con el poder
político del momento y una adaptación que es mera acomodación. Este es
un aspecto muy poderoso en cada cual, base de la imitación. Desde ese
aspecto, lo fundamental es hacerse lo más rápido posible con los
instrumentos que permiten una posición segura en la sociedad,
reprimiendo aquellos rasgos nuestros que no coincidan con los factores
dominantes en el medio donde estamos insertos. Este proceso se llama
conformismo y aparentemente asegura una posición social -sea en los
puestos altos o bajos de la escala social.
Vivimos en un mundo conformista -tal vez haya siempre sido así- donde
rige la codicia como argumento último de las acciones. La injusticia
social es el resultado. Basta con estar mínimamente informado para ver
esta injusticia por todas partes. La prepotencia de los poderosos no
tiene límites. Prepotencia económica, política, militar y social.
En el ámbito económico la aplicación tramposa desde hace casi tres
décadas de lo que se ha venido llamando "consenso de Washington"
-liberalización económica sin compasión- ha destruido estructuras
económicas y políticas, jurídicas y culturales penosamente levantadas a
lo largo de los siglos. Simplemente señalar la injusticia que supone
exigir a los demás aquello con lo que no está dispuesto a transigir el
poderoso permitiría comprender las tensiones que atraviesan nuestra
época, o tal vez la historia. Para el antiguamente llamado Tercer Mundo,
la exportación de capitales hacia el Primer Mundo desde los años 70 ha
desembocado en una desecación económica y social tal que los niveles de
pobreza han crecido exponencialmente. En un momento histórico de
superproducción, aumenta alarmantemente la carencia para la mayoría de
la población mundial. El despilfarro de los países ricos contrasta con
el empobrecimiento mundial creciente y la polarización en la
distribución de la riqueza -a grandes rasgos el 20% de la población
posee el 80% de los recursos- clama al cielo.
Las tensiones sociales que ello acarrea son el menú de nuestras
noticias: África devastada, Asia abandonada, Latinoamérica viendo
desaparecer los niveles de prosperidad que hasta hace poco gozaba. Hay,
por supuesto, diferencias entre los países que componen estas grandes
regiones geográficas, y diferencias entre sus élites y el grueso de su
población, pero el resultado es la dificultad para poder vivir en paz y
ocuparse cada cual de sus asuntos en sus comunidades de pertenencia.
Pensemos en los ejércitos de niños en África, en el robo de la riqueza
natural a los autóctonos de Sudamérica, en la explotación inmisericorde
de los trabajadores asiáticos. No muy lejos de aquí, en la Europa del
este se ha producido una verdadera orgía de rapiña, desmanteladas las
estructuras políticas que ofrecían un soporte económico a los naturales
de esos países que tuvieron que soportar el terror del comunismo -100
millones de muertos en todo el mundo hasta la caída de Muro de Berlín.
Aún continúa el experimento estalinista.
En el ámbito político, asistimos al desmantelamiento de los
Estados-nación. Progresivamente la soberanía nacional se ve determinada
por las presiones económicas transnacionales. La política se transforma
en un simple juego de administración de capitales mundiales
independientemente del deseo de los ciudadanos, sujetos a la
manipulación mediática. Las conquistas sociales adquiridas en décadas
caen una tras otra y se ven sustituidas por problemáticas de menor
calado que afectan a estratos minoritarios de la población. Se erige un
mundo de leyes cuya aplicación va en contra del sentido común, e incluso
de la vida -por ejemplo, los sumideros de contaminación como alternativa
a un crecimiento sostenible. Las injusticias políticas campan por sus
respetos apoyadas en el terror de Estado, tantas veces indistinguible de
la pura mafia.
Ante las tensiones internacionales, la única respuesta es finalmente la
violencia armada. La injerencia de las potencias políticas en tanto
países, propia de la Guerra Fría, ha traído como consecuencia una
proliferación inaudita de armamento que entra en el terreno de la
locura, pues una sola bomba de fusión actual es superior en sus efectos
destructivos a todas las armas juntas que se han dado históricamente.
Como dato concreto quisiera citar las palabras escritas en 1993 por el
matrimonio Toffler: "En la actualidad un solo F-117 que realice una
salida y lance una bomba puede conseguir lo que durante la II Guerra
Mundial exigía que bombarderos B-17 efectuaran 4.500 salidas y lanzasen
9.000 bombas, o 965 salidas y 190 bombas durante la guerra de Vietnam".1
Sin embargo, las empresas de armamento no sólo no dejan de crear nuevas
armas sino que prácticamente dominan la investigación
científico-técnica. Empresas cuya financiación está en manos de los
Estados, que invierten en ellas gran parte de los impuestos de sus
ciudadanos asegurando cuidadosamente la privatización de los beneficios.
Evidentemente, no son las únicas empresas que se ven favorecidas así por
el poder político, autoproclamado capitalista mientras conculca los
principios más evidentes de la competencia.
El siglo XX, con sus guerras continuas desde la I Guerra Mundial, ha
dado un salto cualitativo a la violencia colectiva, pues a partir de
entonces toda guerra tiende a transformarse en "guerra total". En primer
lugar, desde aquella guerra, que se pensó acabaría con todas las
guerras, mueren fundamentalmente los civiles en las conflagraciones. Una
muerte intencionada -bloqueos económicos, bombardeos de ciudades,
represalias indiscriminadas- que siempre encuentra su justificación
entre los poderosos. En segundo lugar, la evolución tecnológica permite
atacar a distancia de forma masiva por tierra, mar y aire. En tercer
lugar, gracias a los medios de comunicación estamos (mal)informados en
tiempo real de las masacres, lo que supone una carga moral para los
ciudadanos de los países agresores, que no pueden aducir desconocimiento
de las acciones de sus gobernantes. La respuesta jurídica a estas
acciones, amparada bajo la idea de un Derecho Internacional, suele estar
cortocircuitada, dado que las instituciones internacionales no poseen
ningún instrumento de poder. Se da así el terrible espectáculo de
ofrecer a las víctimas no una protección policial frente a las
agresiones que sufren, sino la hipocresía de "ayudas" posteriores a la
destrucción de sus países.
En el ámbito social, cultural, la prepotencia no es menor. Los productos
culturales de las naciones poderosas llegan a cualquier lugar del
planeta consolidando un discurso único sobre lo importante y lo que
carece de importancia. Aparentemente el mundo es Occidente, con sus
criterios y conflictos dominando cualesquiera otros. Las costumbres de
los países y sus gentes se califican jurídicamente en función de los
criterios occidentales, defendidos a machamartillo como la racionalidad
indiscutible. Detrás de la pantalla de los Derechos Humanos se
justifican ataques a los derechos que rigen en otros países extramuros
de la ciudadela. Esta injerencia política, apoyada en las presiones
económicas y militares, ha producido dolor sin cuento en muchas partes
del mundo. Así, el apoyo a las dictaduras militares por parte de algunos
gobiernos de países que gozan de una pasable democracia, o las
agresiones a los intentos nacionales de dotarse de formas políticas
autóctonas, o las acciones de contrainsurgencia que intensifican, cuando
no crean, tensiones en el interior de países teóricamente soberanos.
Nadie paga jamás las consecuencias de estos actos delictivos, cuyos
efectos pueden calar hondo en la gente que vive en los países afectados
hasta desestructurarlos. El más reciente de esos actos es la invasión de
Irak con argumentos mentirosos y una crueldad sin cuento. Pero
desgraciadamente no es el único.
En todo ello se manifiesta el estado actual del poder político. Reducido
al simple ejercicio del dominio, este poder -económico, militar,
cultural- adquiere rasgos demoníacos. Es difícil tener en cuenta que el
poder es también una capacidad civilizatoria de crear condiciones de
vida más seguras, más saludables para el desarrollo individual, pues
este argumento civilizatorio es el esgrimido por los poderosos para
justificar sus agresiones. Los intentos de utilizar el poder político a
favor de la poblaciones autóctonas sufre el enfrentamiento con poderes
superiores que rebajan enormemente la efectividad de aquél. Cualquier
medio es bueno para doblegar a quien quisiera representar adecuadamente
a la mayoría de los ciudadanos. La manipulación mediática construye la
ficción que justifica la acción de los poderosos, autoproclamados
adalides de un proyecto democrático mientras socavan las posibilidades
de una verdadera democracia en otras naciones. Una cohorte de
"intelectuales" dan cobertura ideológica a las más flagrantes
injusticias, presentando la realpolitik como principio de realidad y
descalificando como ingenuas o interesadas cualquiera de las múltiples
críticas. No menor es su papel en responsabilizar a las propias víctimas
de su estado.
La guerra es la más clara ausencia de paz, hasta el punto que la primera
acepción de la paz en la mayor parte de los diccionarios, empezando por
el nuestro de la Real Academia, se define como ausencia de guerra.
Aparentemente, la guerra sería originaria. Heráclito de Éfeso, hace ya
veinticinco siglos, dijo (según conocemos por el heresiólogo Hipólito de
Roma, quien introdujo esta cita en su obra siete siglos después) que
"Guerra es padre de todos, rey de todos: a unos ha acreditado como
dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros
libres"2.Si bien el Polemos heraclíteo tiene un valor cosmogónico a la
manera de Zeus, su aplicación política es una imagen precisa de la
historia universal. El mismo Heráclito vivió en Éfeso la ocupación de un
vecino más belicoso. A fin de cuentas, la historia ha sido descrita
fundamentalmente como el listado de guerras entre Estados.
Con el Estado surge la guerra y su documento. Con la guerra la
justificación del dominio mediante el miedo. Frente a formas históricas
anteriores de la violencia intraespecífica, las más de las veces
rituales (iniciación, rapto de esposa, prestigio, diversión), utilizando
un arsenal de piedras y palos, con defensas precarias y siempre cuerpo a
cuerpo, con un cuidado exquisito por las ceremonias de purificación, el
Estado levanta ejércitos mantenidos mediante tributos con un fin preciso
de cara al exterior y al interior de comunidades complejas estructuradas
en clases y oficios.
Para que haya guerra, la puesta en práctica de la crueldad, se necesitan
una serie de requisitos. Debe haber en primer lugar un enemigo, definido
mentirosamente por el agresor y respondido en la medida de sus fuerzas
por el agredido. Se necesitan amigos (grupo espontáneos, ejércitos y
aliados) que vayan contra ese enemigo en condiciones semejantes de
arsenal e interés por el ejercicio de la crueldad. Ese enemigo creado
por el agresor para justificar sus acciones, lo es para alguien -el
cacique, el tirano, el aristócrata, el oligarca, el representante-, que
hace común esa enemistad y necesarios los sacrificios de su pueblo -la
sociedad civil- para llevar adelante esa guerra. Eso supone orientar la
economía global alrededor de la guerra y utilizar la riqueza para crear
armas y mantener ejércitos. La guerra es el opuesto justo de la crisis
económica.
Oigamos a Kant en 1795, año en que publica La paz perpetua: "Los
diferentes Estados se empeñan en superarse unos a otros en armamentos,
que aumentan sin cesar. Y como finalmente los gastos ocasionados por el
ejército permanente llegan a hacer la paz aún más intolerable que una
guerra corta, acaban por ser ellos mismos causa de las agresiones, cuyo
fin no es otro que librar al país de la pesadumbre de los gastos
militares".3. Ha corrido mucha agua del río heraclíteo y lejos quedan ya
las luchas de los Padres de la Iglesia contra los gnósticos para
arrebatarles su teología. La clara razón kantiana era ya empírica. Se
basa en la observación de hechos que repugnan a la razón crítica de la
que es heraldo. Un testimonio: "En las Indias orientales, bajo el
pretexto de establecer factorías comerciales, introdujeron los europeos
tropas extranjeras, oprimiendo así a los indígenas; encendieron grandes
guerras entre los diferentes Estados de aquellas regiones, ocasionaron
hambre, rebelión, perfidia; en fin, todo el diluvio de males que pueden
afligir a la humanidad […].4. Esto lo hacen naciones que alardean de
devotas y que, anegadas en iniquidades, quieren pasar plaza de elegidas
en achaques de ortodoxia"5.Seguimos en ello.
Veamos otro testimonio suyo sobre la actuación real de los políticos -él
vive en una monarquía-, aplicable a los nuestros. Las expresiones
latinas que utiliza Kant para calificar estas conductas son Fac et
excusa, Si fecisti, nega y Divide et impera, tan actuales hoy como
entonces, pues vemos sin ningún rubor en directo por televisión que se
excusa haber destruido un país preventivamente, negando las mentiras que
desencadenaron su destrucción y sembrando la división en Naciones
Unidas.
Kant era pesimista, y veía la paz como algo "que debe ser instaurado",
pues "el estado de naturaleza es más bien la guerra"6 y "la naturaleza
utiliza la guerra como un medio para poblar la tierra entera",7 ya que
mediante la guerra se dispersan los hombres en su ataque o huida y "por
medio de la guerra misma ha obligado a los hombres a entrar en
relaciones mutuas más o menos legales"8 . Kant confía en que "el
espíritu comercial, incompatible con la guerra, se apodera tarde o
temprano de los pueblos, [pues] es el poder del dinero el que inspira
más confianza"9. Tal vez no tanta. Si bien el dinero es un invento
crucial para el comercio, su grado de abstracción permite fijar su valor
mediante un acto de dominio y no como resultado del juego más o menos
natural entre los factores económicos descritos por los expertos, con
premisas tan poco empíricas como la racionalidad de los intercambios
para fijar sus planes, seguidas sin embargo como un oráculo.
Las palabras del filósofo de la Ilustración nos resultan diáfanas.
Continúa la carrera de armamentos, siguen dándose guerras con ejércitos
privados que descargan su crueldad sobre civiles generalmente
indefensos, y ello a sueldo de empresas mucho más poderosas que el
Estado donde se comete la tropelía. A pesar de estar más cerca de uno de
los sueños de Kant -"una Sociedad de naciones, la cual, sin embargo, no
debería ser un Estado de naciones"10 -, no existe una policía mundial
que pueda cuidar la aplicación de los Derechos Humanos, vulnerados con
más ignominia precisamente por las naciones que los proclaman como
escudo mientras persiguen sus fines particulares a costa de la
destrucción de las vidas y haciendas de aquellos a quienes deciden hacer
su enemigo. Siempre hay un agresor y un agredido.
Las guerras tienen necesariamente más de una causa, y en su desarrollo
van apareciendo nuevas razones para continuarla. Lo que sí sabemos es
que presentan idéntico final: nuevos problemas, mucho más acuciantes y
complejos de los que la motivaron, en un mar de destrucción y duelo. Sin
embargo, ahí están. Generalmente desencadenadas por interpretaciones
políticas, basadas en todos los malentendidos posibles, de hechos que
adquieren así un valor de origen. Quienes deciden las guerras suelen
estar sujetos a una presión psíquica que aconsejaría más bien posponer
cualquier tipo de decisión. ¿Cómo se encuentran quienes las hacen?.
Para que se dé el estado de guerra, el fin de la paz, la sociedad
agresora debe estar en unas condiciones determinadas. Generalmente hay
una crisis política, económica y social con apreciable violencia en el
interior de esa sociedad. El modo radical de librarse de ese conflicto
interno es externalizarlo mediante una proyección sobre el "enemigo" de
todo aquello que despreciamos en nosotros mismos. Al enemigo se lo
deshumaniza, bestializa en una invención que surge del imaginario
colectivo, bien engrasado por los medios de comunicación propios de cada
época. Es la "psicología de guerra" que alimenta en las retaguardias a
los soldados en el frente, incitando a la gente a guerrear en defensa
del "honor", la "seguridad nacional" o la "credibilidad" de la nación,
como si la nación fuera un individuo real y no una "comunidad
imaginaria" apoyada en un discurso tribal que define un
"nosotros/ellos". Esta dicotomía puede no externalizarse, dando lugar
entonces al genocidio interior y la guerra civil.
Quien por ser atacado se ve enemigo de otro sin desearlo, debe emparejar
su conducta con la del agresor, transformándose en reflejo especular
imperfecto de aquél. La trampa de la guerra está servida. Los individuos
se ven obligados a pensar en términos colectivos y entra en acción la
psicología de masas, rebajando el nivel de discernimiento y libertad
individuales hasta producirse la completa locura social.
La guerra también ofrece sus atractivos. Al invertirse en ella las
reglas que rigen en tiempos de paz, se asemeja a la fiesta y la orgía.
Los rasgos destructivos, cuidadosamente canalizados en las sociedades,
se desbordan. No es la agresión lo que se pone en juego en las guerras,
sino la crueldad, un tipo particular de goce alimentado por el conjunto
de las frustraciones personales. La crueldad ataca el fundamento de las
reglas morales, potencia los comportamientos opuestos a los que éstas
dan cobertura, manipula los sentimientos, busca el daño máximo en las
víctimas ("La compasión con el enemigo es crueldad con el pueblo",
rezaba la creencia maoísta). Es la apoteosis del dominio ejercido sobre
el otro, despojado de cualquier dignidad. Para la masa de desheredados
en tiempos de paz, la guerra puede ofrecer la satisfacción de
experimentar el poder de un grupo homogéneo unido en una empresa común.
Durante ese tiempo, las tensiones internas de una comunidad se suspenden
al transferirlas al exterior. La lealtad al grupo encubre por un tiempo
las diferencias entre los individuos. La pertenencia a la horda rompe el
aislamiento de las personas y la obediencia suspende la ansiedad de las
decisiones personales. La psicología de masas subsume en su magma la
psicología individual, sumergida bajo oleadas de fuertes emociones
ligadas a la muerte.
En el grupo, las responsabilidades individuales se diluyen haciendo
posibles comportamientos inauditos hasta entonces para el individuo, que
los vive en una atmósfera de irrealidad. Desaparece el esfuerzo que
supone la libertad personal y los límites individuales se disuelven en
los límites del grupo. Ese tipo de placeres psicopáticos -pérdida de la
forma- explican la adhesión a las actividades guerreras por parte de
quienes pueden morir en la contienda. Sin olvidar empero la presión que
ejercen sobre ellos sus mandos, dispuestos a evitar, incluso con la
ejecución, cualquier deserción o rebelión entre los soldados. Los
propios mandos hacen así el trabajo del enemigo.
Estos impulsos belicosos en cada cual se fundamentan en la agresión pero
se alimentan ideológicamente mediante la legitimación del homicidio que
supone toda guerra. No son un acto biológico sino una creación humana.
Así lo recuerda la Declaración de Sevilla sobre la violencia (16 de mayo
de 1986): 1. La guerra no es herencia animal sino acción humana. 2. No
hay fundamento biológico de la guerra. 3. La violencia no aumenta con la
evolución. 4. La neurofisiología no justifica la violencia. 5. La
tecnología aumenta los efectos de las guerras11. Se escucha aquí la voz
de la razón, pero ¿a quién le interesa?.
Las guerras del siglo XX, como gran empresa económica, han generado un
sector económico dotado de grandes presupuestos, cuya aplicación suele
permanecer secreta. Desde su origen, la tecnología armamentista mueve
gran parte de la investigación científica, intensificada a partir de la
creación de las bombas atómicas en nuestra época. La cibernética da sus
primeros pasos en la construcción de sistemas de radar, la aplicación
nuclear es antes militar que pacífica, la química y la biología se ponen
al servicio de la industria de muerte. En Estados Unidos, cuyo
presupuesto armamentista es mayor que el de los 25 países que le siguen
juntos, el 50% de la actividad de investigación y desarrollo está en
manos del sector militar (el "complejo militar-industrial" de
Eisenhower). Esa fuerza amenazadora es la base del poder político, que
se ejerce en todos los ámbitos a nivel internacional. Las célebres
"ayudas" que se otorgan a los países en desarrollo, lastrados así por
las deudas adquiridas, suelen ser préstamos para financiar la compra de
armamentos, que no tardan en ser utilizados dentro y fuera de esos
países en una orgía de horror y terror.
Todo ello forma parte de la fascinación por la violencia que se da en
nuestros días. Los medios de comunicación de las sociedades seguras y
satisfechas, donde sigue en pie el Estado de Derecho, orientan el
interés hacia las situaciones de tensión, bien sean reales, como las
guerras y genocidios, bien imaginarias, a través de esa industria
cinematográfica que privilegia la destrucción y la agresividad. Los
productos para los niños están llenos de esa violencia, como tantas
veces se ha denunciado. ¿Qué tipo de hombre masificado y cruel estamos
creando? Se agrede a las mujeres, los niños, a los social y
económicamente débiles. Como señala R. Jungk, "vivimos en una época en
la que la bondad es considerada una ingenuidad; la integridad, una
estupidez; la compasión, una debilidad; el amor al prójimo, un signo de
demencia"12 . Se vuelve a pensar en categorías hobbesianas y cualquier
medio de ejercicio del dominio adquiere carta de ciudadanía. Es tal el
cúmulo de mentiras que justifican la crueldad que se ha quebrado la
resistencia general contra la ignominia, reinando el miedo y la
desconfianza.
El poder del individuo
El siglo XX ha sido una época belicosa en la que millones de personas
han muerto atrapadas en las consecuencias de las decisiones delirantes
tomadas por unos pocos. La desmesura del hombre contemporáneo ha
desembocado en una tecnología que impone sus ritmos más allá de las
capacidades biológicas. Las ideologías totalitarias han creado los
infiernos del nazismo y los fascismos, del estalinismo y el terrorismo
de Estado hasta llegar a la desfachatez actual. Bajo el nombre de
terrorismo -agresiones a civiles desarmados- se quiere englobar sólo a
los nuevos enemigos de los poderes omnímodos, cuando no son sino reflejo
de estos mismos poderes. Basta con recordar que gran parte de los grupos
de ese terrorismo que podríamos llamar marginal han sido organizados,
armados y manipulados por las potencias políticas en el juego de poder
de la Guerra Fría. En África, Asia y Latinoamérica, pero también en
Europa, se están pagando las consecuencias de esa política. Las
dictaduras árabes, africanas, asiáticas, sudamericanas siguen operando
aunque cambien su indumentaria, llevando a la desesperación a
poblaciones inocentes incapaces de articular en esa situación
alternativas políticas viables. La presión económica degrada las formas
de vida, convivencia, sustento y medio natural. La paz se hace cada vez
más necesaria y lejana para la mayor parte de nuestro planeta.
Ante esta situación, crece la desesperanza y la violencia se instala en
el corazón de los individuos. El miedo se enseñorea de los pueblos
esquilmados y humillados, desplazados por las guerras o el simple
genocidio y crece el odio de las víctimas, que esperan su turno para
ejercer el dominio o explotar en actos vandálicos. Las sociedades se
polarizan y el individuo queda aplastado entre las masas desbocadas y
los Estados totalitarios. La ideología estadística reduce la
singularidad individual a número y rango y las instituciones
impersonales adquieren la categoría de sujeto. En un funcionalismo
tramposo se nos concibe como intercambiables y la "rentabilidad"
adquiere el valor supremo para calibrar el significado de los actos. El
economicismo domina las decisiones políticas tanto como las relaciones
sociales. Se instaura una falsa racionalidad basada en el número, cuya
abstracción ahoga el discurso cualitativo.
Jung, que vivió dos guerras mundiales y murió unos meses antes de que se
levantara el hoy derruido Muro de Berlín, llamó la atención sobre los
conflictos a los que se veía abocado el hombre contemporáneo. Engreído
por la idea de la "muerte de Dios" el hombre actual se ha identificado,
vía Estado, con la omnipotencia divina, bien provisto de técnicas
inauditas hasta la fecha. Cuando Europa yacía en ruinas recién terminada
la II Guerra Mundial, con sus genocidios y la bomba atómica, Jung
escribió que "lo que hemos vivido en Alemania no es sino la primera
erupción de una alienación espiritual general13 […] Por doquier podemos
detectar los primeros síntomas anunciadores: totalitarismo y esclavitud
estatal. El valor y la significación del individuo decrecen con
rapidez"14. La apoteosis del Estado totalitario es el resultado de unas
condiciones económicas: "Industrialización, desarraigo, concentración:
Esta nueva forma de existencia -con su psicología de masas y su
dependencia social de las oscilaciones de mercados y salarios- produce
un tipo de individuo inconsistente, inseguro y fácilmente
influenciable"15 .
Casi cincuenta años más tarde, los fenómenos que él señalaba no han
dejado de aumentar. Ese "individuo inconsistente, inseguro y fácilmente
influenciable" es muy reconocible. Somos los consumistas que vivimos
temerosos dentro de la ciudadela mientras fuera de ella masas
literalmente hambrientas ven con estupor su abandono a manos de
asesinos, "señores de la guerra" y líderes nacionalistas, cuando los
únicos que podrían frenarles, aquellos autosatisfechos conformistas,
muestran en el mejor de los casos su compasión y en el peor su apoyo a
los asesinos.
Sería larga la lista de países, de la gente que vive en ellos, que han
sido literalmente esquilmados -por vía financiera e industrial con el
apoyo último de las armas. Las políticas de las grandes corporaciones,
los Estados proveedores de armamento, los servicios de "inteligencia"
cometiendo impunemente delitos que se niegan durante décadas para que al
final se haga la luz (Si fecisti, nega), Estados prepotentes que usan
armas sofisticadas contra gente desarmada a la que demonizan sin parar (Fac
et excusa), que crean fracturas en comunidades hasta entonces acordes y
en paz llevándolas a la ruina (Divide et impera). Tanta gente que vive
en países, naciones, federaciones aterrorizada al ver cómo sus comarcas,
ciudades y pueblos desaparecen en la destrucción generalizada. En nombre
del progreso.
La novedad histórica que supone la televisión y lo que ha venido con
ella es un acontecimiento espiritual de primer orden. De la enorme
riqueza mental y la enorme pobreza espiritual que con ritmos alternantes
definen el fenómeno, sólo quiero señalar la posibilidad de ver en
directo la masacre, la injusticia -también la justicia, la creación-.
Esa posibilidad deposita sobre el espectador una carga moral. En la
crueldad gratuita que impera en tantas regiones del mundo hay un mensaje
profundo a este hombre actual que vive según los valores occidentales,
de vuelta de todo y que se permite, en un alarde de histeria,
identidades múltiples y una inconsecuencia explícita entre palabras y
actos. Se bombardean países en nombre de los Derechos Humanos, se
asesina -como en etapas que creíamos superadas- apelando a dioses -el
mismo Dios monoteísta en sus tres acepciones-, se regulan las conductas
individuales por decreto estatal. Amplios poderes de destrucción total
están en manos de individuos belicosos que han hecho de la mentira y el
dominio su modo de vida. Agrupados en una cadena de mando, otros muchos
individuos intervienen en una destrucción de la que no se sienten
responsables, tan atomizadas están las responsabilidades en el complejo
militar-industrial.
Frente a los "argumentos Eichmann" -"Me limité a obedecer órdenes", "Yo
no fui más que una pieza de aquella máquina"-, alguien que durante un
momento fue una pieza de otra máquina semejante, Claude Eatherly,
declara: "Yo fui el piloto que dirigió el Hiroshima A Bomb Misión
durante la Segunda Guerra Mundial, y desde entonces sufro dolorosos
remordimientos de conciencia. Desesperado, he cometido actos delictivos
con el propósito de que se me reconociese mi culpa. Cada vez que he
cometido uno de esos actos, se me ha internado en un hospital
psiquiátrico"16. Esos actos eran tan simbólicos como atracar cajeros u
oficinas de Correos sin llevarse el dinero depositado allí. Eatherly lo
tenía claro. No estaba dispuesto a ser considerado un "héroe sonriente"
que ha derrotado a los enemigos, tratados como aliamañas, aquella gente
que vivía en Hiroshima y Nagasaki hasta agosto de 1945. "Aquel 6 de
agosto de 1945 tomé la decisión de dedicar el resto de mi vida a
erradicar la guerra y a luchar por la destrucción de todas las armas
nucleares"17 , pues hay "tres cosas que se han grabado para siempre en
mi corazón y en mi mente: 1. Vivir es el tesoro más grande y maravilloso
del mundo. 2 Cumplir con el deber de garantizar la posibilidad de vivir
[todos] sin miedo, pobreza, ignorancia y servidumbre es la segunda
maravilla. 3. La crueldad, el odio, la violencia o la injusticia jamás
podrán traernos un nuevo milenio"18 . Decididamente loco. Sus víctimas
agradecieron como se merece este gesto. El 24 de julio de 1959, un
colectivo, "Mujeres de Hiroshima", le escribe: "Hemos aprendido a ver en
usted a un camarada, y lo consideramos como una víctima más de la
guerra"19 .
Contra la disculpa y la transferencia de responsabilidades tipo
Eichmann, Eatherly quería dejar bien clara su culpa personal y asumir
sus responsabilidades individuales dentro de una acción general como la
guerra. Fue tratado de enfermo mental en su país, Estados Unidos, porque
con ello obligaba a cada cual a asumir la suya. Parece que eso es
intolerable en un mundo de conformistas amparados en las mentiras de
Estado para justificar las nuestras. Es decir, transferimos a las
instituciones gran parte de nuestras responsabilidades individuales.
Como señala Günther Anders -hijo del psicólogo W. Stern y primer marido
de Hannah Arendt- en su edición a la correspondencia mantenida con
Eatherly, "Creo que nos encaminados rápidamente hacia una situación en
la que nos veremos obligados a reconsiderar hasta qué punto estamos
dispuestos a transferir a las distintas instituciones sociales (partidos
políticos, sindicatos, Iglesia y Estado) la responsabilidad sobre
nuestros pensamientos y nuestros actos"20 .Estas palabras están fechadas
el 12 de junio de 1959. Dos años antes Jung señalaba en Presente y
futuro que "con ese aumento de poder [de las instituciones] tanto más
desamparado y débil queda el individuo"21 , " la concepción estadística
del mundo suplanta lo individual a favor de unidades anónimas que se
acumulan en agrupaciones de masas. Con ello pasan a ocupar el lugar de
los seres singulares concretos nombres de organizaciones y, en el punto
culminante, la idea abstracta de Estado como principio de realidad
política. Es inevitable que la responsabilidad moral del individuo se
sustituya así por la razón de Estado […] La finalidad y el sentido de la
vida individual […] no reside ya en el desarrollo del individuo sino en
la razón de Estado, que se le impone al hombre desde fuera"22 .Eatherly
se rebeló, hizo frente a la razón de Estado, y con eso nos reveló lo que
todos sabemos, que la conciencia moral es un poder.
La transferencia de responsabilidades personales debilita al individuo.
En esta época tecnológica, muchas de esas responsabilidades son tan
complejas y técnicas que recurrimos a expertos. Pero otras son morales,
y también las remitimos a expertos, la "industria psi". Actuaron pues
coherentemente quienes trataron de loco a quien no estaba dispuesto a
renunciar a su culpa para salvar su conciencia. Lo mismo hicieron en el
bloque soviético por las mismas fechas y por motivos morales semejantes:
señalar y atacar la mentira y la crueldad, salvar la dignidad humana
contra el terror.
El objetivo, ante ese ataque a la individualidad, apenas disimulado bajo
el eufemismo del consumo personalizado y los Yo, S.A , es evitar que el
individuo se volatilice en el puro conjunto de signos que es para otros.
Es decir, la tarea frente a un mundo de individuos atomizados llevados
de aquí para allá por las decisiones de entes abstractos con su propia
agenda, pasa necesariamente por el cuidado de la fuente de la vida para
cada cual, la propia individualidad. Una individualidad, recordemos,
constituida en relación con otros individuos, agrupados de manera
natural y formal, previsible y azarosa a lo largo de la existencia. Es
decir, frente al poder creciente de las instituciones (económicas,
políticas, mediáticas) el individuo debe cuidar de su propio poder,
inscrito en su organismo, su alma, pues "sólo el individuo puede
experimentar la felicidad y la satisfacción, el equilibrio anímico y el
sentido de la vida, no un Estado"23 , verdad del barquero que Jung se ve
obligado a recordar con ochenta y dos años. Pero "¿sabe el individuo que
él es el fiel de la balanza"24 .
No es tarea fácil forjar el alma, o el carácter. En un mundo desalmado,
al alma debe esconder incluso su nombre. Preferimos pensar que somos
juguetes de nuestra biología antes que necesarios señores de nuestros
actos. Queremos ver en esos actos más bien reacciones automáticas a
estímulos que llegan a nuestro radar que expresión de nuestro carácter
en su realización. Nos agradan más unas siglas donde ampararnos que los
inquietantes mensajes de nuestro inconsciente.
Es el miedo al propio interior, el desconocimiento de nuestra psique, el
origen de los males personales y colectivos: "Si pudiera darse una
consciencia general de que todo lo que separa tiene su origen en la
escisión de los opuestos en el alma sabríamos dónde habría que
intervenir de verdad"25 , señala Jung como alternativa. La dificultad
para comprender la razón de nuestra sombra, para aceptarla, supone un
obstáculo para profundizar en la riqueza de la psique objetiva,
inconsciente en función del estado de la consciencia. Aterrorizados al
descubrir que somos tanto demonios como ángeles, muchas veces incluso en
el mismo momento, nos lanzamos al exterior en busca de identificaciones
imaginarias con las que borrar la imagen de nuestro doble siniestro. Ahí
vendemos el alma al Diablo, arrojándonos en brazos de los colectivos. Es
el miedo a nuestro interior el que da vía libre al miedo que administra
la política. La debilidad producida por la huida de nosotros mismos, la
ignorancia en la que nos escondemos, es el caldo de cultivo de las
tiranías, que ejercen su dominio sobre seres debilitados, a quienes
debilitan aún más. "La psicopatología de las masas tiene sus raíces en
la psicología de los individuos"26 , decía Jung en 1946, y llamaba a
cuidar la propia psique, escuchar al alma.
Es evidente que no hay psique sin relación humana. Es en la relación con
los demás como caemos en la cuenta de quiénes somos, cómo nos
desarrollamos, qué posibilidades nos sostienen, cuáles son nuestros
aciertos y nuestros errores. Ese descubrimiento está lleno de momentos
de tormento y éxtasis, claridad y oscuridad, alegría y tristeza, según
sean las diferentes constelaciones de los complejos que nos constituyen,
interactuando con los complejos del interlocutor en la danza tragicómica
que da espesor a nuestras vidas. Si analizamos con cuidado esos momentos
captamos una lógica que relaciona esos opuestos armónicamente en una
vida cumplida.
Los conflictos que vivimos en nuestro interior (la "turbación y
pasiones") se amalgaman en forma de conflictos con los próximos
("disensiones, riñas y pleitos"), que facilitan en su expansión los
conflictos colectivos hasta desembocar en las guerras. Conviene pues
saber lidiar con estos conflictos, atenderlos, entenderlos,
diferenciarlos, resolverlos si podemos. Cada tipo tiene su acercamiento
específico. Los conflictos internos se producen entre instancias
psíquicas que nos constituyen, que somos. Aceptar esa pluralidad en
nosotros es un reto que soslayamos en lo posible, creyendo salvarnos así
de la escisión y la fragmentación. Si no aceptamos esa pluralidad,
proyectamos algunas de nuestras figuras internas en los demás,
originándose así los conflictos entre las personas, los malentendidos,
el odio, la agresión. Al objetivarse de este modo nuestros conflictos
internos en conflictos externos, el otro adquiere un valor fundamental,
sea como superficie de proyección, sea como otro objetivo que se zafa de
esa proyección y nos ayuda a caer en la cuenta de nuestro error.
Aprender a dirimir los conflictos con los demás -familiares, amigos,
asociados- es una necesidad vital y nadie nos ahorrará esa tarea
individual sin fin. Tal vez conteniendo nuestros conflictos internos
podamos encarar más libremente nuestros conflictos con los demás y
evitemos su proliferación, origen de las guerras.
Para enfrentar la discordia interior necesitamos muchas veces al otro.
En este sentido, la relación primordial es la amorosa, con sus
diferentes formas (eros, ágape, charitas), en la cual se despereza y
crece nuestro poder. Este poder que une entre sí a las personas en una
tarea gozosa, en una necesaria hermandad, es el genuino poder social
porque asegura al individuo en su debilidad y necesidad de dependencia y
le ayuda a desplegar su poder, sus distintos poderes -entusiasmo,
capacidad profesional, ascendencia sobre los otros, etc.- y su
independencia, basada en la verdad y el coraje. El cálido poder del amor
siempre ha desafiado, y vencido, al cruel poder político. Pues es en el
amor que sabe torear al odio donde el individuo puede experimentar su
libertad. Una libertad que es máxima obediencia a uno mismo, a ese que,
sin saberlo con claridad, somos a lo largo de nuestra vida.
Enrique Galán Santamaría
Fundación Carl Gustav Jung
Madrid, Octubre 2004
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