Peligros sociales de la mediocridad
La psicología de
los hombres mediocres caracterízase por un riesgo común: la
incapacidad de concebir una perfección, de formarse un ideal.
Son rutinarios,
honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la
ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades
convencionales.
Están fuera de su
órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los
caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos
para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del
sabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no sospechan
que existe el infinito más allá de sus horizontes.
El horror de lo
desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e
indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y
miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de
virtud; no la conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán
de santidad alborota la sangre en su corazón; a veces no delinquen
por cobardía ante el remordimiento.
No vibran a las
tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la
serenidad; apáticos sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca
equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna
caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa.
No viven su vida
para sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de
sus similares. Carecen de línea; su personalidad se borra como un
trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor
por una prebenda y echan llave a su dignidad por evitarse un
peligro; renunciarían a vivir antes que gritar la verdad frente al
error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por
igual, como los polos de un imán gastado.
Cuando se
arrebañan son peligrosos. La fuerza del número suple a la febledad
individual: acomúnanse por millares para oprimir a cuantos desdeñan
encadenar su mente con los eslabones de la rutina.
Substraídos a la
curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia,
fortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad es
moralmente peligrosa y su conjunto es nocivo en ciertos momentos de
la historia: cuando reina el clima de la mediocridad.
Épocas hay en que
el equilibrio social se rompe en su favor. El ambiente tórnase
refractario a todo afán de perfección; los ideales se agostan y la
dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera
florida. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de
aspiraciones que mantengan alto el nivel de moral y de cultura,
ahonda la ciénaga constantemente.
Aunque aislados
no merezcan atención, en conjunto constituyen un régimen,
representan un sistema especial de intereses inconmovibles.
Subvierten la tabla de los valores morales, falseando nombres,
desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es
irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la
admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una
estupidez…
En la lucha de
las conveniencias presentes contra los ideales futuros, de lo vulgar
contra lo excelente, suele verse mezclado el elogio de lo subalterno
con la difamación de lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra
conmueven por igual a los espíritus arrocinados. Los dogmatistas y
los serviles aguzan sus silogismos para falsear los valores en la
conciencia social; viven en la mentira, comen de ella, la siembran,
la riegan, la podan, la cosechan. Así crean un mundo de valores
ficticios que favorece la culminación de los obtusos; así tejen su
sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes,
obstruyendo en los pueblos la admiración de la gloria. Cierran el
corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de
un águila.
Ningún idealismo
es respetado. Si un filósofo estudia la verdad, tiene que luchar
contra los dogmatistas momificados; si un santo persigue la virtud
se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si
el artista sueña nuevas formas, ritmos o armonías, ciérranle el paso
las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere
amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del
convencionalismo; si un juvenil impulso de energía lleva a inventar,
a crear, a regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si
alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los
serviles le ladra; al que toma el camino de las cumbres, los
envidiosos le carcomen la reputación con saña malévola; si el
destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir
una raza o un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le
resisten para encumbrar sus propios arquetipos. Todo idealismo
encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.
José Ingenieros, "El hombre mediocre" (1913)
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