Gracias por la memoria
II
Memoria total
Tal vez la memoria más notable que se recuerda, y desde luego la más
pasmosa que se ha estudiado de modo científico, ha sido descrita por
Aleksander Luria.
Trató a muchos individuos heridos en la cabeza y estudió cómo esto
afectaba a su conducta, como ya he referido.
En la década de 1920, cuando era todavía joven, entró en su despacho
un periodista llamado Solomon Veniaminov. En una conferencia, su
director observó que no tomaba notas; pero, cuando se le recriminó
por ello, fue capaz de recitar inmediatamente todo lo tratado.
Veniaminov no tenía conciencia de que su memoria no fuese como las
demás. Luria le leyó listas de setenta números o letras. Si lo hacía
despacio, le bastaba oírlas una sola vez para repetirlas del
principio al fin y del fin al principio. Si se citaba una letra, él
mencionaba al punto la precedente. Igual pasaba con las palabras. Se
le mostraba una columna de cifras como la siguiente:
6680
5432
1684
7935
4237
3891
1002
3451
2768
1926
2967
5520
XOlX
la estudiaba durante tres minutos, la apartaba y
mencionaba todos los números por orden, vertical u horizontalmente,
o los recitaba en diagonal (648538146665X), etc. Más aún, recordaba
la lista —cualquiera que hubiese memorizado— durante semanas, meses
e incluso años.
Luria observa: «Como experimentador, pronto me encontré en un estado
que frisaba en la confusión. Tuve que admitir que su capacidad
memorística no conocía límites precisos.»
Siguió estudiando a Veniaminov durante treinta años, en los cuales
había renunciado al periodismo y se había convertido en memorión o
memorioso profesional. Debió de llegar a tener en la punta de la
lengua centenares de miles de listas de palabras.
Describía incluso el traje que Luria llevaba cuando le sometió a
prueba años antes, si estaba sentado y cómo abordó el tema.
Explicó a Luria que convertía los vocablos o números en un escrito
en una pizarra y que a veces se equivocaba confundiendo uno, como un
ocho por un tres, porque estaba mal trazado. Su apuro primordial no
era recordar, sino olvidar; y para librarse de una lista
visualizada, la tapaba mentalmente con una tela. A diferencia de los
más, solía apuntar todo lo que deseaba olvidar. En cambio, le
costaba recordar los rostros, porque nunca eran los mismos.
Su imaginación era tan viva que la confundía en ocasiones con la
realidad. Siendo niño, llegaba tarde a la escuela porque se había
visualizado levantándose y dirigiéndose a ella, cuando aún estaba en
la cama. Y a menudo visualizaba las manecillas del reloj señalando
una hora y no conseguía apenas comprender que señalaba otra.
Veniaminov, como los antiguos, recordaba los objetos que le
interesaban disponiéndolos a lo largo de una calle imaginaria. En
ocasiones olvidaba uno porque lo había colocado en la sombra, y una
vez no se acordó de un huevo porque lo había situado (mentalmente)
junto a una pared blanca. Al convertirse en profesional, inventó
procedimientos para evitar tales equivocaciones, como, por ejemplo,
dar al huevo tamaño mayor que el natural y crear una farola que
iluminase el objeto cubierto por la sombra.
Luria le describe como hombre tímido y grave, que casi no entendía
los textos que memorizaba y sin propósito alguno en la vida. La
poesía le derrotaba: tomaba las cosas al pie de la letra y las
metáforas le confundían. «Otras personas piensan al leer, pero yo
veo todo», explicó. Le desorientaban expresiones como «sopesar las
palabras». «¿Cómo pueden pesarse las palabras?», se quejaba. Sus
padres tuvieron buena memoria, pero no extraordinaria.
La técnica de ayudar a la memoria ligando los hechos a un escenario
visualizado tiene gran antigüedad. Cicerón la recomienda para
acordarse del orden de un discurso. Sugiere que la memoria visual es
más digna de confianza que la de «hechos», y debe de ser más vieja
desde el punto de vista de la evolución. Los prestidigitadores
todavía emplean el método.
Una muestra de la retentiva total que se ha hecho famosa fue
registrada por Myers, investigador decimonónico de sucesos
paranormales. Descubrió a una muchacha sin educación, que servía en
una parroquia galesa, la cual parecía disfrutar del don de lenguas:
declamaba largos pasajes en hebreo y arameo. Se averiguó después que
su señor tenía la costumbre de pasearse por su estudio leyendo la
Biblia en los idiomas originales. Ella reproducía aquel material
como si fuese un aparato magnetofónico. Se conocen algunos otros
ejemplos similares. Por consiguiente, el cerebro, por lo visto,
posee un procedimiento para hacer copias así como uno para almacenar
conceptos. No hace mucho tiempo se propuso que el reconocimiento
consiste en comparar una imagen con una copia, y se diferencia de la
recuperación, que se cumple buscando rasgos que se han abstraído del
original, tales como los que yo llamo «impresiones» o
metasentimientos.
Hay más pruebas de la existencia de «copias» en las observaciones,
ahora bastante conocidas, de Wilder Penfield, neurocirujano de
Montreal. Algunos pacientes conscientes, cuya corteza temporal
puesta al descubierto estimuló (durante una operación contra la
epilepsia) tuvieron recuerdos tan vividos como repentinos. Una
señora oyó una melodía y creyó que procedía de una radio. Cuando
Penfield la estimuló de nuevo, repitióse la música y ella imaginó
que sería un disco gramofónico. Durante un programa de televisión
que yo ideé, llevamos a dicha señora de Nueva York al laboratorio de
Penfield. El neurocirujano le enseñó la fotografía de su cerebro,
que la dama contempló con una mezcla de curiosidad y repugnancia, y
le dijo: «Cuando estimulé este punto, usted oyó una melodía. ¿Lo
recuerda?» «Sí», contestó. «¿Podría tararearla?» Y la señora la
tarareó.
Otro paciente recordó que su madre le telefoneaba. Como dice
Penfield, estas experiencias no son como el recuerdo ordinario, sino
como una reexperiencia del suceso original. Sin embargo, José
Delgado, en Yale, empleó el mismo método en una italiana. Concluyó
que sus recuerdos lo eran efectivamente, y que estaban asociados con
lo que había estado pensando poco antes de recibir el estímulo.
Señaló que muchos pacientes de Penfield utilizaron palabras tales
como «sueño» para describir lo que les ocurrió. Debe añadirse que
todos los que tuvieron tales experiencias eran epilépticos y que
representaron sólo el ocho por ciento de los enfermos estimulados de
tal manera.
Poca atención se ha prestado a las estrategias normales de
recuperación, que pudieran ser estudiadas de modo útil por medio de
la introspección. No obstante, los psicólogos estadounidenses R.
Brown y D. McNeill examinaron el fenómeno de lo «tengo en la punta
de la lengua». Descubrieron que en él se rebusca entre las ideas
similares a la que importa, tanto porque parecen análogas como
porque encierran significados parecidos.
Yo mismo he llevado a cabo cierto número de estudios de esta especie
y creo que la verdad es algo más complicada. Así anoche pensé una
frase inglesa cuyo equivalente francés ignoro; eso me propuso en
seguida una variante de ella, y luego una expresión de significado
comparable, pero de estructura diferente. En este momento, algunas
horas más tarde, intento recordar cuáles fueron las tres. Lo
interesante consiste en que me acuerdo de que tuve tales
pensamientos y que adquirieron la forma descrita, pero no logro
recordar su contenido. Lo que persiste en mí son ciertas impresiones
de semejanza y diferencia. Infiero que la recuperación atañe a
categorías de este género pragmático más
que a las conceptuales del discurso ordinario. O quizá a unas y
otras.
En mi opinión, valdría la pena intentar más categorías de éstas, que
deben de formar la base del pensamiento cognoscitivo y de la
memoria.
Proseguiré con el relato de mis esfuerzos por recuperar las frases
perdidas. La reflexión intensa me hace pensar que la frase que busco
describe un tipo de persona, pero me pregunto si no confundiré ahora
dos recuerdos, puesto que me acuerdo de que antes me había intrigado
la traducción de la expresión a stick-in-the-mud-fellow (un
individuo atollado). Incluso creo acordarme un poco de su
estructura: tenía cinco o seis palabras y estribaba en una
partícula. El ritmo era --//—. Después de revisar varias cosas en
las que pude estar pensando, la frase warm for the time of year
(hace calor para la estación en que estamos) brota en mi mente. No
es exacta, pero se aproxima estructuralmente. Al punto pienso en old
for his age (viejo para su edad). ¡Viva! Ésta era la segunda frase
que buscaba.
Pero aún no se me ocurre la frase análoga que seguía, y comienzo a
preguntarme si esa idea —la de que había una variante— no será algo
que extraigo de un problema análogo. Horse (caballo) salta a mi
mente. The cart before the horse? (¿El carro delante del caballo?)
No, pero ésta parece reflejar el hecho de que recordé primero la
segunda de las dos frases. Aquí me interrumpen y abandono la
búsqueda.
Nótese que warm for the time of year llevó a old for his age, una
asociación basada por entero en el ritmo, o acaso en la noción de
una declaración condicional. Resulta claro que las estrategias de
búsqueda que usamos son más imaginativas y variadas de lo que
concede la mayor parte de los psicólogos.
La sede de la memoria
A juicio mío, hay cuatro cosas (si no más) que una teoría digna de
la memoria debe incluir, aunque no todas lo hacen. Primero, la
retentiva se halla distribuida, como lo prueba la carnicería de
ratas efectuada por Lashley. Y la mejor pista que tenemos es el
paralelo holográfico. Podemos tener casi la certeza de que los
recuerdos no se registran con la sencillez de una cinta
magnetofónica, sino que lo hacen como si fuera un vasto cañamazo o
patrón en el que anidan patrones más pequeños cada vez, de modo algo
reminiscente de algunos de los magníficos grabados de Escher. (El
holograma, desde luego, sólo es un paralelo: más precisamente hay
una transformación de Fourier.)
En segundo lugar, que se enlaza con lo anterior, la memoria tiene
una estructura jerárquica que se basa en varias puestas seguidas en
cifra o clave; o, si se prefiere, en repetidas transformaciones.
En tercer lugar, estoy convencido de que la memoria tiene una base
común con el conocimiento. Se recuerda lo que se piensa y no se
recuerda lo que no se ha pensado (quizá tanto inconsciente como
conscientemente). Sería un derroche que el cerebro tuviera dos
sistemas distintos y, aunque haya sido miniaturizado hasta el
extremo que maravilla, dudo de que la evolución hubiese elegido una
solución tan ruinosa. Hay, en realidad, una íntima correlación entre
la capacidad memorística de una persona y su inteligencia.
En cuarto lugar, hay que dar cabida a un componente hereditario.
Sabemos que los animales, ante todo los pájaros y los insectos,
heredan complejas memorias del género «cómo hacer». Hay una hormiga
que se empareda en la celda que ha excavado, y tiene crías que no
han estado en contacto con otras hormigas, a pesar de lo cual
construyen nidos complicados. El cuclillo, errado en el nido de
padres —involuntariamente— adoptivos, jamás ha visto a un cuclillo
hembra, pero, así que aprende a volar, parte a la busca de ella.
Ésta debe de haber sido la forma primigenia de memoria (a menos que
incluyamos los reflejos) y apunta a información cifrada en los
genes, o de manera más probable en el citoplasma de la célula, pues
nada se gana clasificando la información, lo cual es la misión de
los genes. Las memorias más sutiles de imágenes, ideas y palabras se
habrán desarrollado a partir de la primitiva o, quizá, le hayan sido
superimpuestas. Sea como fuere, el mecanismo de transmisión ha de
existir aún o haber sido remodelado, como a menudo sucede en la
evolución. (Y, al revés, las memorias de animales se aproximan a la
humana: la investigación de los delfines, por ejemplo, ha probado
que su memoria reciente tiene un ámbito para los sonidos casi
idéntico al del hombre.)
En fin, cualquier teoría de la retentiva ha de explicar cómo nos
acordamos cosas. Resulta relativamente fácil pensar cómo se almacena
la información; encontrarla cuesta más, como sabe todo el que
disponga de un sistema de archivo. (Y, repito, deben explicarse la
recuperación y el reconocimiento.)
La teoría de la memoria generalmente admitida se basa en los cambios
de la sinapsis, que, como dijimos, es el punto de unión del axón de
una neurona y el cuerpo o las dendritas de otra. Se sostiene que,
cuando una pulsación llega a una sinapsis, se modifica el umbral,
para que, en la ocasión siguiente, la pulsación surta más efecto. Si
eso no ocurre, el umbral recupera su nivel antiguo. De esta manera,
el patrón de los impulsos en el cerebro cambia sin cesar en
respuesta a la experiencia. Se repite el comportamiento que obtiene
una recompensa, y la transmisión nerviosa mejorada lo evoca cada vez
con mayor facilidad y rapidez.
En este modelo, la transmisión eléctrica corresponde a la memoria
reciente, y se presume que alguna clase de reverberación continúa
durante los quince o treinta segundos que persiste. Se piensa que la
formación de la memoria de largo plazo incluye la producción de
sustancias químicas, casi con seguridad miembros del amplio grupo de
las proteínas. El científico sueco Holgay Heydé, en una serie de
bellos y precisos experimentos, ha probado que hay cambios químicos
en el cerebro de las ratas adiestradas.
¿Sirven esas sustancias sólo como porteros, que regulan las
sinapsis, o llevan en sí la información almacenada?
La idea de la base química de la memoria recibe apoyo de
experimentos como los de D. J. Albert, quien adiestró a ratas de
cerebro dividido, retiró la mitad entrenada, extrajo la proteína, la
inoculó en la otra mitad y descubrió que aprendían con mayor rapidez
a hacer lo mismo. La dificultad reside en saber qué implican esos
experimentos.
Puede probarse que cierta sustancia química está en el cerebro que
ha aprendido algo, pero ¿cómo se sabe que no es el producto de
desecho de la actividad mental? ¿O que es un estimulante de ella?
Demostrar que encierra el registro de un recuerdo es otro cantar.
Hay una sola serie de experimentos que soportan la idea de moléculas
específicas de memoria en una especie mamífera. Georges Ungar, de
Houston (Tejas), enseñó a ratas a que evitasen la oscuridad, que
suelen preferir, propinándoles choques eléctricos cada vez que iban
a la parte oscura de la jaula. Así entrenó a cuatro mil en dos años.
Las mató después, majó sus cerebros e inyectó el líquido en el
cerebro de otras. Y evitaron los rincones sombríos. Inoculado en
ratones, los animalitos huyeron de la negrura; y lo mismo los peces
de colores. Tras largos análisis químicos, Ungar y sus colegas
identificaron no una proteína, sino una pequeña molécula, un
péptido, como origen del fenómeno y la llamaron escotofobina. Antes,
James McConnell, en Ann Arbor (Michigan), había conseguido un efecto
análogo en gusanos platelmintos, a los que obligó a rehuir la luz.
Llegó incluso a afirmar que devoraban a sus compañeros para adquirir
su memoria, al menos en lo que atañía a la luz indeseable.
Con todo, el experimento de Ungar sólo se cumple cuando se adiestra
a las ratas con descargas eléctricas, e incluso entonces, sólo la
mitad de las veces y el efecto se esfuma a los cinco días. En los
experimentos en que podían encender una luz si querían, los animales
no lo hicieron.
Su alumno, Allan Jatobson, afirmó cosas más asombrosas que nadie
consiguió repetir. La idea cayó en descrédito hasta que Ungar
publicó su trabajo. Varios laboratorios brincaron al furgón de cola
y obtuvieron resultados indicativos de que sucedía algo raro, pero
fueron tan inconsistentes que el escepticismo se impuso de nuevo
poco a poco.
La inconsistencia no me parece razón de peso para rechazar la base
química de la memoria, porque esas moléculas, si existen, serán
frágiles y quizá se estropeen o desactiven durante el proceso de
extracción; o tal vez no lleguen al lugar adecuado cuando se
inyecten en otro cerebro. Lo que más me preocupa es que el miedo a
la oscuridad sea una clase especialísima de memoria. Tal vez la «escotofobina»
sólo lleve el mensaje de «¡Desagradable!» (Ungar llamó en origen a
su trabajo: «Transferencia del miedo aprendido.») Eso, en sí,
resultaría muy interesante; pero dista muchísimo de acordarse cómo
se monta en bicicleta, para no referirnos a cómo resolver ecuaciones
de cuarto grado, o cuál es el aspecto de nuestra madre.
No justifica de manera convincente la memoria de la clase
«experiencia vivida de nuevo». S. E. Jelliffe, eminente neurólogo y
psicoanalista, tenía un cliente afecto de la enfermedad del sueño
cuya crisis le acometió en el instante de coger una pelota de
cricket: le sacaron del campo con el brazo derecho tendido y la
pelota en la mano crispada. «Más tarde, siempre que tenía un acceso,
se iniciaba con la repetición de momento tan cómico.»
«Creía que había vuelto a 1919, una tarde de julio de calor anormal,
que el partido seguía en aquel sábado, que Trevelyan había acabado
de acertar un probable "seis", que la pelota iba hacia él y que
debía atraparla... ¡Ahora mismo!». Este fenómeno, explica Sacks, al
describir de nuevo el caso, «respalda la noción de que nuestras
memorias, o seres, son una "colección de momentos"». La frase es de
Proust, y T. S. Eliot probablemente estaría de acuerdo. «La historia
es un diseño de momentos intemporales», dijo. Todo ello debilita las
teorías químicas de la memoria.
(Continuará en Gracias por la Memoria III)
Gordon Rattray Taylor, El cerebro y la mente, 1979
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