Acerca del deseo compulsivo
Nadie puede agotar el fuego suministrándole más leña en lugar de permitir
que se consuma y cese por falta de combustible. El deseo compulsivo no
tiene fin, porque entronca con el pensamiento y el ego, cuya voracidad es
ilimitada. El deseo es inherente a la vida. No se debe reprimir (porque lo
que echas por la puerta te entra por la ventana, como reza un adagio),
pero sí se puede aprender a suprimir conscientemente, transformar, derivar
o controlar con lucidez. Se trata de una respuesta o reacción más o menos
intensa hacia todo aquello que place o produce disfrute; es una
inclinación a la sensación grata, del mismo modo que la aversión es una
resistencia u odio a lo que displace, es decir, a la sensación
desagradable.
El deseo es una energía muy poderosa, que cursa física, mental, emocional
o espiritualmente. El problema no es en sí mismo el deseo natural, sino el
apego y los deseos artificiales o imaginarios. El deseo crea un movimiento
hacia lo que codificamos y sentimos como agradable, pero no nos basta con
disfrutado, sino que queremos mantenerlo, intensificado, perpetuado, y,
por medio del pensamiento, comenzamos a generar una adicción que nos hace;
depender y entrar en servidumbre con respecto al objeto del deseo, sea
éste una situación, un objeto o una persona. Surgen el afán de posesividad
y el aferramiento y, subsiguientemente, el miedo a perder el objeto del
deseo.
No es cierto que el deseo se gaste como unos zapatos nuevos. Deseo
mecánico, voraz, incontrolado, lleva a más deseo mecánico, voraz e
incontrolado. La persona deja de desear para ser arrastrada por sus
deseos. El deseo compulsivo siempre crea ansiedad; el que ansía no tiene
paz. La sociedad que sólo valora la producción material siempre está
engendrando deseos artificiales en el individuo para despertar sus
instintos de hacer y acumular, pero nunca su sabiduría de ser. Sobre el
deseo los maestros orientales dijeron: «Es como un tigre. Hay que aprender
a cabalgar sobre él, porque si te descabalga te engulle».
Cuando uno es víctima de muchos deseos compulsivos no puede aspirar a un
estado de sosiego. La energía vital siempre está proyectada hacia los
supuestos objetos del deseo. Si se obtienen, pueden resultar tediosos; si
no se consiguen, despiertan mucha frustración. El apego se puede convertir
en un veneno. La persona lúcida y entrenada sabrá cuándo satisfacer sus
deseos y cuándo suprimidos conscientemente o derivados hacia una causa más
importante. Así no habrá menos, sino más disfrute, pero desde el desapego
y la conciencia, sin obsesiones ni compulsiones. El deseo puede ser
neuróticamente vehemente o saludablemente sosegado.
El control sobre los sentidos, incluida la mente, colabora en el dominio
sobre el deseo, la disolución del apego y la trascendencia de la
compulsividad. Este control nunca debe ser represivo, sino consciente, y
consiste en estar más vigilante de nuestras propias energías de deseo y
nuestras tendencias ego céntricas al aferramiento y la posesividad. La
represión no es la supresión consciente del deseo, sino que se le inhibe
incluso a pesar de uno mismo -y muchas veces inconscientemente-, ya sea
por códigos, filtros socioculturales, miedos, falsa moral o esquemas
familiares o sociales.
La supresión consciente es hacer uso de la volición para contener un deseo
cuando uno considera que su satisfacción puede resultar perjudicial para
alguien. El deseo en sí mismo es una fuerza que se canaliza en uno u otro
sentido según proceda, pero siempre que se haya desarrollado la suficiente
sabiduría y el dominio para hacerla.
La superación del deseo vehemente y compulsivo, que siempre genera
aferramiento y apego, exige el desarrollo del sentimiento de la nobleza,
el entendimiento vivencial de la transitoriedad, el recordatorio de
nuestra finitud, la autoobservación acertada para saber si se trata de
deseos naturales o artificiales, la ecuanimidad y firmeza de mente (para
que no se deje obsesionar por apegos y aversiones) y la comprensión clara.
El apego puede llegar a convertirse en una verdadera enfermedad, y «sólo
cuando nos cansamos de nuestra enfermedad, dejamos de estar enfermos»
(Tao- TeChing).
Debemos reflexionar sobre la siguiente sentencia del Dhammarada: «No
identificarse con lo agradable ni identificarse con lo desagradable; no
mirar a lo que es placentero ni a lo que es displacentero, porque en ambos
lados hay dolor». Para los sabios de Oriente, el conflicto y el
sufrimiento innecesarios no tienen nunca lugar para el que no hace
diferencia entre lo anhelado y lo no anhelado. Entonces la vida comienza a
vivirse en toda su totalidad y es, de continuo, el libro más sabio en el
que poder inspiramos.
Ramiro Calle, El libro de la serenidad
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