El conocimiento de sí mismo
A la cuestión de la experiencia religiosa sólo hay respuesta positiva si
el hombre está dispuesto a satisfacer el requisito de riguroso autoexamen
y autoconocimiento. Si cumple este propósito, que está al alcance de su
voluntad, además de descubrir muchas verdades sobre sí mismo ganará una
ventaja psicológica: logrará poner seria atención y tomar un vivo interés
en sí mismo. Con lo que, en cierto modo, firmará ante sí propio una
declaración de la dignidad humana y dará al menos el primer paso hacia la
aproximación al fundamento de su conciencia, el inconsciente, que es la
fuente de experiencia religiosa que por lo pronto se nos ofrece. Esto no
significa en absoluto que el llamado inconsciente sea cuasi idéntico con
Dios o tome su lugar; es el medio en el cual, para nosotros, parece
originarse la experiencia religiosa. La causa remota de tal experiencia
está fuera del alcance de la capacidad cognoscitiva del ser humano. El
conocimiento de Dios es un problema trascendental.
El hombre religioso tiene una ventaja en lo que respecta a la respuesta al
interrogante suspendido sobre el hombre presente: tiene al menos una clara
idea de que el fundamento de su existencia subjetiva es la relación con
"Dios". Escribo la palabra "Dios" así, entre comillas, para indicar que se
trata de una representación antropomorfa, cuya dinámica y simbolismo se
dan por conducto de la psiquis inconsciente. Cada cual puede siquiera
aproximarse al lugar de origen de tal experiencia, crea o no en Dios. Sin
esta aproximación, sólo en muy contados casos sobreviene la conversión
milagrosa, cuyo prototipo es la experiencia de San Pablo en el camino de
Damasco. La existencia de experiencias religiosas ya no necesita ser
probada. Mas será siempre dudoso si lo que la metafísica y la teología
humanas llaman Dios, o dioses, es efectivamente la raíz de tales
experiencias. En rigor, esta pregunta está de más, quedando contestada por
la numinosidad subjetivamente sobrecogedora de la experiencia; la persona
que la tiene está exaltada, anonadada, y por lo tanto no está en
condiciones de hacerse ociosas reflexiones metafísicas o gnoseológicas al
respecto. Ante la plena certeza que está en la evidencia de la
experiencia, huelgan las pruebas antropomorfas.
En vista de la general ignorancia y prevención en materia psicológica, es
una verdadera desgracia que la única experiencia en que se funda la
existencia individual parezca originarse justo en un medio librado al
prejuicio general. Una vez más se oye expresar la duda: "¿Acaso de Nazaret
puede salir cosa buena?" El inconsciente, cuando no pasa por una especie
de pozo negro situado debajo de la conciencia, es considerado, cuando
menos, como "naturaleza meramente animal". En realidad, empero, es por
definición de extensión y naturaleza inciertas, de manera que ni la
sobreestimación ni la subestimación tienen objeto, debiendo desecharse
como prejuicios. De cualquier forma, tales juicios resultan cómicos en
boca de cristianos cuyo señor mismo nació sobre la paja de un establo, en
medio de animales domésticos. Sería más a tono con el gusto prevaleciente
que hubiera venido al mundo en el Templo. Análogamente, el hombre-masa
profano espera la experiencia numinosa en la concentración monstre, que es
un fondo mucho más imponente que el alma individual humana. Y tan nefasta
ilusión hasta es compartida por cristianos de orientación clerical. El
papel, establecido por la psicología, que corresponde a los procesos
inconscientes en la génesis de la experiencia religiosa es en extremo
impopular, en el sector de la Derecha no menos que en el de la Izquierda.
La primera entiende que lo decisivo es la revelación histórica, deparada
al hombre desde fuera, y la segunda sostiene que el hombre carece de toda
función religiosa, como no sea la fe en la doctrina del Partido, en la
cual sí debe creerse incondicionalmente. Agrégase a ello que los distintos
credos afirman cosas muy diversas, no obstante lo cual cada uno pretende
ser el depositario de la verdad absoluta. Pero hoy día el mundo es uno y
las distancias va no se miden por semanas y meses, sino por horas. Los
pueblos exóticos ya no son seres raros que contemplamos pasmados en el
museo etnológico; se han tornado en vecinos nuestros y lo que antaño fue
especialidad del etnólogo se convierte en problema político, social y
psicológico de nuestra época. Ya incluso las distintas esferas ideológicas
comienzan a compenetrarse, y no está muy lejano el día en que también en
este terreno se planteará la cuestión de la coexistencia pacífica. Ahora
bien, el acercamiento mutuo habrá menester una íntima comprensión del
punto de vista contrario. La compenetración que esto requiere tendrá
consecuencias en ambos bandos. Indudablemente la historia pasará por
encima de los que se empeñan en resistir esta evolución inevitable, por
muy deseable y psicológicamente necesario que sea preservar lo esencial y
bueno de la propia tradición. A pesar de todas las diferencias, terminará
por imponerse la unidad de la humanidad. La doctrina marxista se sitúa en
esta perspectiva histórica, mientras que el Occidente democrático cree
todavía arreglárselas con la técnica y con la ayuda económico-financiera.
El comunismo no ha dejado de comprender la enorme importancia del elemento
ideológico y de la universalidad de los principios fundamentales. Los
pueblos exóticos comparten con nosotros el peligro de debilitamiento
ideológico v son tan vulnerables como nosotros por este lado.
La subestimación del factor psicológico tal vez tenga consecuencias
fatales. Ya es hora, pues, de acabar con nuestro atraso en este respecto.
Por lo pronto, empero, las cosas seguirán como hasta ahora, pues el
ineludible postulado del conocimiento de sí mismo es en extremo impopular;
se le antoja a la gente ingratamente idealista, huele a sermón moralista y
se ocupa de la sombra psicológica de la cual, si no se la niega del todo,
nadie quiere saber nada. Fuerza es calificar de casi sobrehumana la tarea
planteada a nuestra época; exige máxima responsabilidad, si no ha de
producirse otra trahison des clercs. Incumbe sobre todo a los dirigentes y
a los influyentes que tienen la inteligencia suficiente para apreciar
cabalmente la situación del mundo actual. De ellos podría esperarse un
examen de conciencia. Pero como a más de la apreciación intelectual es
menester la correspondiente conclusión moral, desgraciadamente no hay
motivos para ser optimista. Sabido es que la naturaleza no es tan pródiga
como para añadir a la agudeza mental los dones del corazón. Por lo común,
donde se da aquélla faltan éstos, y las más de las veces el
perfeccionamiento de una facultad determinada se ha operado a expensas de
todas las demás. De ahí que sea un aspecto particularmente penoso la
desproporción que se suele comprobar entre la inteligencia y el
sentimiento, en general reñidos entre sí. No tiene sentido formular como
postulado moral la tarea que nos ponen nuestra época y nuestro mundo.
Cuando más, se puede exponer la situación psicológica existente tan
claramente que hasta los miopes la pueden ver y expresar las palabras y
las nociones que aun los duros de oído están en condiciones de oír. Cabe
cifrar las esperanzas en el hecho de que existen gentes sensatas y hombres
de buena voluntad, razón por la cual uno no debe cansarse de exponer una y
otra vez los pensamientos y los conceptos que hacen falta. Al fin y al
cabo, alguna vez ha de ser la verdad la que se difunda, y no siempre sólo
la mentira popular. Con lo que antecede, deseo hacer ver a mis lectores la
principal dificultad que les espera: el horror en que últimamente los
Estados dictatoriales han sumido a la humanidad no es sino la culminación
de todas las enormidades cometidas por nuestros antepasados cercanos y
lejanos. Además de las atrocidades y matanzas entre pueblos cristianos que
abundan en la historia europea, el hombre europeo por añadidura es
responsable de lo que sus regímenes coloniales han hecho a los pueblos
exóticos. En este respecto pesa sobre nosotros una abrumadora carga de
culpa. La maldad que se manifiesta en el hombre e indudablemente está
alojada en él es de máximas proporciones. Hasta el extremo de que la
Iglesia, al hablar de pecado original originado en la relativamente leve
falta de Adán, se diría que incurre en un eufemismo. El caso es mucho más
grave, y no es juzgado con el debido rigor. Al entender que el hombre es
lo que su conciencia sabe de sí misma, la gente se cree anodina, añadiendo
así la ignorancia a la maldad. No puede ella negar que han sucedido y
siguen sucediendo cosas horribles, pero son siempre los otros quienes las
cometen. Y las fechorías cometidas en el pasado cercano o lejano se hunden
rápida y caritativamente en el mar del olvido, permitiendo el retorno de
esa especie de desenfadada ensoñación que se denomina "estado normal". Sin
embargo, con este estado de cosas forma chocante contraste el hecho de que
nada pertenece definitivamente al pasado ni nada se restablece. La maldad,
la culpa, la profunda turbación de la conciencia y el negro presentimiento
están ante los ojos que no se cierran a la realidad. Aquello ha sido la
obra de hombres; yo soy un hombre, participando de la naturaleza humana,
luego soy un cómplice y llevo dentro de mí, intacta e inextirpable, la
capacidad y propensión para hacer en cualquier momento cosa semejante. Aun
cuando desde el punto de vista estrictamente jurídico no estuvimos y por
ende no participamos, en razón de nuestra condición humana somos
criminales potenciales. En rigor de verdad, si no fuimos arrastrados a la
infernal vorágine fue, simplemente, por falta de oportunidad. Nadie está
fuera de la tenebrosa sombra colectiva de la humanidad. Ya date la
fechoría de muchas generaciones atrás o sea de reciente data, ella es
síntoma de una disposición que existe en todos los tiempos y en todas
partes. De manera, pues, que se hace bien en tener "imaginación en el
mal", pues sólo el ignorante puede a la larga pasar por alto las bases de
su propia naturaleza. La cual ignorancia hasta es el medio más eficaz para
convertirlo en instrumento del mal. Así como al que está atacado del
cólera y a quienes se hallan en contacto con él de nada les sirve no tener
conciencia de lo contagiosa que es esta enfermedad, no nos sirve de nada
ser anodinos e ingenuos. Por el contrario, nos induce a proyectar en "los
otros" la maldad ignorada en nosotros mismos. Esta actitud tiene el efecto
de fortalecer grandemente la posición del bando contrario, por cuanto
junto con la proyección de la maldad pasa a éste también el miedo que, de
mal grado y en secreto por cierto, tenemos a nuestra propia maldad,
multiplicando el peso de su amenaza. Además, la pérdida del
autoconocimiento trae consigo la incapacidad para manejar la maldad. En
este punto hasta tropezamos con un prejuicio fundamental de la tradición
cristiana, que entorpece grandemente nuestra política: que se debe rehuir
el mal, en lo posible abstenerse de tocarlo ni de mencionarlo siquiera;
pues es, a la vez, lo "adverso", lo tabú y temido. La actitud apotropeica
ante el mal y el rehuirlo (aunque sólo en apariencia) responden a una
propensión, existente ya en el nombre primitivo, a evitar el mal, a no
admitirlo y, de ser posible, a expulsarlo a través de alguna frontera, a
manera del chivo emisario del Antiguo Testamento que ha de llevar el mal
al desierto. Si ya no hay más remedio que admitir que el mal, ajeno a la
voluntad del hombre, está alojado en la naturaleza humana, entra en la
escena psicológica como contrario del bien e igual suyo. Esta admisión
conduce directamente a una dualidad psíquica, la cual está preformada y
anticipada inconscientemente en la escisión política del mundo y en la
disociación, más inconsciente aún, del hombre moderno mismo. Esta dualidad
no es el resultado de la admisión; nos encontramos ya escindidos. Sería
insoportable la idea de ser personalmente responsable de tamaña
culpabilidad; por eso se prefiere localizar el mal en determinados
criminales o grupos de tales, creerse personalmente inocente e ignorar la
potencialidad general para el mal. Mas a la larga no podrá mantenerse este
juego, pues la experiencia demuestra que la raíz del mal está en el
hombre; a menos que en consonancia con la concepción cristiana del mundo
se postule un principio metafísico del mal. Esta concepción comporta la
gran ventaja de librar la conciencia humana de una responsabilidad
abrumadora y endosarla al diablo, en apreciación psicológicamente correcta
del hecho de que el hombre, mucho más que el hacedor de su constitución
psíquica, es su víctima. Considerando que el mal producido por nuestra
época eclipsa todo el que jamás haya afligido a la humanidad, uno no puede
por menos de preguntarse cómo es que, no obstante tanto progreso en los
campos de la administración de justicia, la medicina y la técnica, pese a
tanta preocupación por la vida y la salud, han sido inventadas terribles
armas destructivas que pueden fácilmente causar la desaparición de la
humanidad.
Nadie va a afirmar que los representantes de la física moderna son todos
unos criminales porque sus trabajos han conducido al perfeccionamiento de
la bomba de hidrógeno, fruto especial del ingenio humano. El inmenso
esfuerzo mental requerido por el desarrollo de la física nuclear ha sido
la obra de hombres que se dedicaron a su tarea con máximo denuedo y
abnegación, y, por tanto, también en consideración a su magna realización
moral habrían merecido ser los autores de un invento útil y beneficioso
para la humanidad. Aunque el inicial encaminarse a un invento eminente sea
un deliberado acto de voluntad, como en todo desempeña también aquí un
papel importante la inspiración espontánea, vale decir, la intuición.
Dicho en otros términos, el inconsciente coopera v con frecuencia se le
deben aportes decisivos. De manera, pues, que el esfuerzo consciente no es
el único responsable del resultado, sino que en algún punto interviene el
inconsciente con sus objetivos y designios difíciles de advertir. Cuando
él pone un arma en las manos de alguien, es que apunta a algún acto de
violencia. La ciencia aspira primordialmente al conocimiento de la verdad,
y cuando a raíz de este afán surge un inmenso peligro, se tiene la
impresión de estar no tanto ante un designio, sino más bien ante una
fatalidad. No es que el hombre moderno sea más malo que el antiguo o el
primitivo, pongamos por caso; lo que pasa es que dispone de medios mucho
más eficaces para poner en evidencia su maldad. Mientras que su conciencia
se ha ensanchado y diferenciado, su condición moral no ha evolucionado.
Tal es el gran problema que se plantea al mundo actual. La sola razón ya
no basta.
Estaría, ciertamente, dentro del alcance de la razón abstenerse, por lo
peligrosos, de experimentos de consecuencias infernales como son los de
desintegración del átomo; pero resulta que en todas partes ella es atajada
por el miedo a la maldad que no se advierte en el propio ser pero se está
tanto más pronto a denunciar en los demás, a sabiendas de que el empleo
del arma nuclear podría acarrear el fin de nuestro mundo actual. Aun
cuando el miedo a la destrucción universal quizá nos salvará de lo peor,
la eventualidad de tal catástrofe permanecerá suspendida cual lóbrego
nubarrón sobre nuestra existencia mientras no se logre tender un puente
sobre el abismo psíquico y político abierto en el mundo, un puente no
menos seguro que la existencia de la bomba de hidrógeno. Si pudiese
desarrollarse una conciencia general de que todo cuanto separa proviene de
la escisión determinada por los antagonismos del alma humana, se sabría
qué hacer para poner remedio. Pero si los impulsos del alma individual, en
sí insignificantes, y aun mínimos y personalísimos, siguen tan
inconscientes e ignorados como hasta ahora, adquieren por multiplicación
proporciones inmensas y generan agrupamientos de factores de poder y
movimientos de masas que escapan a todo control racional y ya no pueden
ser usados por nadie para ningún buen fin. De manera que todos los
esfuerzos directos tendientes en esa dirección son, de hecho, puro
espejismo, cuyas primeras víctimas son los que los realizan.
Lo decisivo está en el hombre que no sabe la respuesta a su dualidad. Este
abismo en cierto modo se ha abierto de golpe ante él a raíz de los
acontecimientos más recientes de la historia mundial, después de haber
vivido la humanidad durante muchos siglos sumida en un estado mental que
daba por sobreentendido que un único dios había creado al hombre, como
minúscula unidad, a su imagen. Todavía hoy, prácticamente, no se tiene
conciencia de que cada cual es una pieza constitutiva del edificio de los
organismos políticos de gravitación mundial y, por ende, participa
causalmente en su conflicto. De un lado, uno se sabe un ser individual más
o menos insignificante y se considera la víctima de potencias que no puede
controlar, y del otro, lleva dentro de sí a una peligrosa sombra,
antagonista suyo que invisiblemente anda complicado en las siniestras
maquinaciones de los monstruos políticos. Es propio de los entes políticos
ver el mal siempre en los demás, del mismo modo que el individuo tiene una
propensión punto menos que extirpable a quitarse de encima lo que no sabe,
ni quiere saber, de sí mismo cargándolo sobre el prójimo. Nada disocia y
desgarra tanto a la sociedad como esta pereza y falta de responsabilidad
moral, y nada hay que promueva tanto el acercamiento y la comprensión como
el retiro de las recíprocas proyecciones. Esta rectificación necesaria
requiere autocrítica, pues no se le puede mandar al otro que reconozca sus
proyecciones, por cuanto, igual que uno mismo, no se percata de ellas como
tales. Sólo puede darse cuenta del prejuicio y de la ilusión quien sobre
la base de un saber psicológico general esté pronto a dudar de la
exactitud absoluta de sus pareceres y a confrontarlos cuidadosa y
concienzudamente con los hechos objetivos. Cosa curiosa, la "autocrítica"
es concepto corriente en los Estados de orientación marxista; pero en
contraste con nuestra noción está allí supeditada a la razón de Estado,
vale decir, debe estar al servicio del Estado, no al servicio de la verdad
y de la justicia en las relaciones interhumanas. La conversión del
individuo en hombre-masa no responde en absoluto al fin de promover la
mutua comprensión y los tratos de los hombres; al contrario, su objetivo
es la atomización, esto es, la soledad interior del individuo. Cuantos
menos puntos de contacto tengan los individuos, tanta mayor solidez
adquiere la organización estatal, y viceversa.
Indudablemente, también en el mundo democrático la distancia entre hombre
y hombre es mucho mayor de lo que conviene al bien público, y sobre todo
mucho mayor de lo que conviene al alma humana. Es verdad que se dan
múltiples intentos de eliminar los antagonismos más patentes y estorbosos
por el esfuerzo idealista de tales o cuales, mediante un llamado al
idealismo, al entusiasmo y a la conciencia; característicamente, empero,
se omite la indispensable autocrítica, esto es, la pregunta: ¿Quién es el
que formula la demanda idealista? ¿No será uno que salta su propia sombra
para embarcarse con afán en un programa idealista que le promete una
conveniente coartada frente a aquélla? ¿No habrá mucha expectativa
exterior y ética aparente que encubren engañosamente un muy diferente e
inconfesable mundo interior? Se quisiera antes tener la seguridad de que
el predicador de idealismo es él mismo ideal, para que en sus palabras y
en sus acciones haya más substancia que apariencia. Mas es imposible ser
ideal, de manera que el postulado suele quedar sin cumplir. Como en
general se tiene buen olfato para esas cosas, los idealismos predicados o
puestos en escena las más de las veces suenan a hueco y sólo son
aceptables si lo contrario es admitido también. Sin este contrapeso, el
idealismo rebasa los alcances del hombre; su duro rigor le resta
verosimilitud, y concluye por degenerar, aunque bienintencionadamente, en
bluf. Mas el "blufar", aturdir, configura ilegítimo asalto y sometimiento
que nunca conduce a nada bueno.
El conocimiento de la sombra trae consigo la modestia necesaria para
reconocer la imperfección. Ocurre que precisamente este reconocimiento
consciente es menester cuando se trata de establecer relaciones
interhumanas. Éstas no se basan en diferenciación y perfección, que hacen
hincapié en la disimilitud o provocan el antagonismo, sino por el
contrario en lo imperfecto, lo débil, lo necesitado de ayuda y apoyo, que
es razón y motivo de la dependencia. Lo perfecto no necesita del prójimo,
pero sí lo débil, que busca arrimo y por consiguiente no opone al otro
nada que lo empuje a una posición subordinada y menos lo humille por
superioridad moral. Esto último ocurre harto fácilmente allí donde
elevados ideales se destaquen demasiado en primer plano.
Reflexiones de esta índole no deben considerarse como sentimentalismos
superfluos. La cuestión de las relaciones interhumanas y de la íntima
trabazón de nuestra sociedad es de candente actualidad en vista de la
atomización del hombre-masa meramente hacinado cuyas relaciones personales
están minadas por el recelo general. Donde rigen el desamparo ante la ley,
la estricta vigilancia policial y el terror, los hombres se convierten en
entes aislados entre sí; tal es precisamente el fin y propósito del Estado
dictatorial, el cual se apoya en la máxima acumulación posible de
impotentes unidades sociales. Frente a este peligro, la sociedad libre ha
menester un aglutinante de naturaleza afectiva, esto es, un principio tal
como por ejemplo el de caritas, la caridad cristiana. Sin embargo, el amor
al prójimo es precisamente lo más afectado por la falta de comprensión que
determinan las proyecciones. Es, pues, de vital importancia para la
sociedad libre ocuparse por perspicacia psicológica de la cuestión de las
relaciones interhumanas, toda vez que éstas son el fundamento de su
trabazón propiamente dicha y, por ende, de su fuerza. Donde termina el
amor, comienzan el poder, el atropello y el terror.
Con estas reflexiones no quiero formular un llamado al idealismo, sino tan
sólo crear la conciencia de la situación psicológica. No sé cuál de los
dos es más precario, si el idealismo de la gente o su comprensión; sí sé
que el determinar cambios psíquicos más o menos duraderos es ante todo una
cuestión de tiempo. De ahí que la comprensión paulatina se me antoja de
efectos más durables que la llama instantánea pero efímera del idealismo.
C. G. Jung, Presente y Futuro
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