Las cosas son como son, pero cómo serán
depende de mí
Imagínate sentado en el ribazo de un río caudaloso. La única manera segura
de cruzarlo es utilizar una serie de piedras resbalosas, cubiertas de
musgo, que apenas sobresalen de la veloz corriente. En cuanto comienzas a
cruzar se torna obvio que la mejor manera de pasar a la piedra siguiente
es plantar con firmeza los dos pies en la que tienes abajo. Con ambos pies
bien afirmados, logras un máximo de equilibrio y estabilidad para hacer el
movimiento siguiente. Tu único punto de equilibrio es la roca que tienes
abajo. En ese momento no hay más alternativa ni posibilidades de estar en
otra parte. Si te lamentas por las circunstancias, sólo conseguirás
distraer tu atención de la tarea pendiente: llegar sano y salvo al otro
lado del río. Si te sientes víctima ("¿Por qué yo?" "¿Qué he hecho para
merecer esto?") no harás sino aumentar las probabilidades de terminar
cayendo al agua, casi como para demostrar que eres realmente una víctima
digna de compasión.
Aparta tu atención del punto donde estás y reducirás dramáticamente tus
posibilidades de alcanzar el objetivo, aumentando las de acabar en las
mismas circunstancias que deseabas evitar.
Trata de saltar velozmente de una roca musgosa a la siguiente y, con toda
probabilidad, te encontrarás en el agua, mojado y debatiéndote. Pero si
mantienes tu atención exactamente en el sitio donde estás, deteniéndote
para recobrar el equilibrio después de cada paso, con lentitud, firmeza y
constancia, puedes pasar de piedra en piedra, por muy resbaloso que sea el
camino.
En la vida, afirmar bien los pies es aceptarse uno mismo y aceptar las
circunstancias actuales, por mucho que deseemos ser diferentes o estar en
otro sitio. La renuencia a aceptarlo conduce a la frustración con respecto
a las circunstancias actuales, al enojo por los hechos pasados y los actos
ajenos, a la culpa y los remordimientos por la conducta propia, y a la
pérdida de coraje y confianza en tu capacidad de manejar lo que sucede a
tu alrededor. Reconocer y aceptar las cosas tal como son no equivale a
darse por vencido ni a renunciar al futuro que se desea. No significa que
estés satisfecho ni que te hayas vuelto complaciente. Por el contrario: al
aceptar las cosas como son te pones en situación de ejercer el máximo de
control e influencia sobre el futuro, pues operas desde tu único punto de
poder: el momento actual.
Tu estrategia es concentrarte en el presente. Desde ahora en adelante,
dondequiera te encuentres atrapado en las emociones del pasado, incluidos
el enojo, la culpa y la falta de seguridad, di para tus adentros y hasta
en voz alta: "Las cosas son como son". En los últimos veinticinco años lo
he repetido miles de veces. Cuando te encuentres empantanado en los hechos
negativos del pasado, utiliza esa afirmación para volver a lo actual, una
y otra vez, hasta que ocurra casi automáticamente. En ese punto
descubrirás que el pasado está perdiendo su asidero emocional.
Con el correr del tiempo, mediante la repetición constante de este
procedimiento, perderás toda fijación emocional con el pasado, sin que
importe qué ni cuánto te haya ocurrido.
Recuerda que el pasado ya no es real. Tu única realidad es el momento
actual. Tu pasado es sólo una serie de pensamientos que tanto pudiste
sacar de una película como de tu propia experiencia. Ese caudal de
pensamientos no puede dominar tu vida ni tu futuro, a menos que tú le
permitas ocupar tu mente y distraer tu atención de la
tarea que tienes entre manos. Cuando eso ocurra, recobra el mando de tu
propia mente fijándola de nuevo en el momento actual.
No fue en los libros de psicología donde aprendí la importancia de
descartar el pasado. En mi propia vida, la niñez difícil no era una
teoría, sino una realidad. He compartido con miles de personas lo que me
vi obligado a aprender por experiencia propia, y ellas han podido utilizar
las mismas técnicas y estrategias para liberarse del poder que el pasado
tenía sobre ellos.
Mis padres se casaron en Chicago, en 1937. Un par de años después se
mudaron a la pequeña ciudad de Decatur, Illinois, a unos trescientos
kilómetros de allí, donde mi padre aprovechó sus habilidades de vendedor
para instalar una empresa de remodelación de viviendas, que se
especializaba en tejados, revestimientos y, más adelante, en un producto
nuevo llamado Perma Stone. Como sabía administrar una empresa y rodearse
de las personas adecuadas, no pasó mucho tiempo sin que la pequeña C. J.
Company, instalada a duras penas, lograra un éxito descomunal para las
posibilidades de una ciudad pueblerina. Pronto mis padres eran socios de
todos los clubes adecuados y formaban parte de la elite de Decatur;
entonces compraron una encantadora casa de tres plantas y tres
dormitorios, en el elegante sector oeste de la ciudad. En esa década, la
de 1940, nacimos mi hermano y yo; nos criamos con todas las ventajas:
criadas, niñeras, dos autos nuevos, una buena escuela e increíbles
vacaciones que duraban semanas enteras y hasta meses.
Según todas las apariencias, mis padres tenían todo lo que una pareja
podía desear. Pero por bien que supieran manejar su vida social y
empresaria, resultó obvio que nadie les había enseñado a vivir la
existencia personal. Con cada éxito comercial se iban separando más y más;
mi madre pasaba todo el día en el club campestre, donde perdía grandes
sumas de dinero en las máquinas tragamonedas; mi padre se ausentaba cada
vez más de casa, con un desfile de mujeres, según decían algunos, o en
excursiones de caza, según otros; en verdad, combinaba las dos cosas. Las
discusiones se fueron haciendo más violentas, pues los dos bebían mucho.
Cuando menos una vez por semana, mamá llamaba a la policía para que
arrestaran a mi padre, pero como el jefe del destacamento era amigo de él
y socio en varias empresas de juego, nunca lo retenían por mucho tiempo,
con lo que ella se enfurecía aún más. Debido a esos problemas personales y
a que mi padre dedicaba más tiempo a beber con sus socios que a las
ventas, la empresa empezó a declinar rápidamente.
Una noche, tras la pelea definitiva, mi padre atravesó una puerta de
vidrio con el puño y se fue, sangrando profusamente sobre la alfombra. En
adelante lo veríamos una vez al año, generalmente para Acción de Gracias y
a veces en Navidad, ocasiones en que mi madre le permitía visitar a sus
hijos, pero sólo por un par de horas.
El horrible divorcio se concretó en 1953; en el mutuo acuerdo, él dejó la
empresa en manos de mi madre, diciéndole que esperaba verla en la calle.
En aquellos tiempos los hombres no aceptaban de buen grado las órdenes de
una mujer, mucho menos si se trataba de albañiles y de una mujer tan
exigente y autoritaria como mi madre. Un año después la empresa estaba en
quiebra.
En un intento de salvarla, mis padres ya habían gastado todo el dinero
reservado para que mi hermano y yo fuéramos a la universidad. A medida que
las cosas empeoraban, mi madre usó también lo que se retenía a los
empleados para pagar impuestos. Cuando por fin se presentó la Dirección
Impositiva, el recurso se acabó.
Tuve mi primer encuentro con la Dirección Impositiva cuando unas personas
se presentaron en nuestra casa de South Westlawn, con un camión de
mudanzas, y se llevaron todo lo que poseíamos, incluyendo los muebles, las
ropas finas de mi madre, mi tren eléctrico y hasta mi piano.
Lo único que pasaron por alto fue las bicicletas, guardadas en un cuarto
debajo de la casa. Todo se vendió en subasta pública y mi madre jamás se
recobró de tanta humillación y bochorno. Cuando también se vendió la casa,
los tribunales se apoderaron del dinero para pagar lo adeudado. Nosotros
tres nos vimos obligados a ocupar una vieja casa de madera, maltrecha y
húmeda, que más adelante se vendió en subasta pública por sólo dos mil
dólares.
Mi madre, incapaz de soportar esas pérdidas, se hizo alcohólica. En los
veinte años siguientes bebió todo un litro de licor cada noche, hasta
morir de alcoholismo cuando aún era relativamente joven. Aun así, por la
mañana lograba despejarse y, por fin, consiguió trabajo como tenedora de
libros; el sueldo era bajo y ella gastaba la mitad en licor y cigarrillos.
Aunque sólo pagábamos sesenta dólares mensuales por el alquiler del
basurero en que vivíamos, no quedaba mucho para comprar comida.
El alcohol sacó a relucir en ella la ira, el odio y la violencia
contenidos. Odiaba a todo el mundo, a la vida, a su ex marido. Cuando
estaba ebria también me odiaba a mí porque, según decía a gritos: "Me
recuerdas al hijo de puta de tu padre. ¡Eres igual a él!". Todas las
noches gritaba a todo pulmón a lo largo de dos horas, hasta que perdía el
sentido y todo volvía al silencio hasta la noche siguiente. Mi hermano y
yo teníamos prohibida cualquier mención de su vicio. Tras haber perdido
cuanto teníamos, a nuestro padre y también a mamá, no teníamos a quién
recurrir.
En el curso de dos años, los nocturnos ataques verbales de mi madre
cobraron la dimensión adicional de la violencia física; no tardó en romper
todo lo que había rompible en la casa. Cuando mi hermano y yo nos
encerrábamos bajo llave en nuestro cuarto, para escapar de ella, apuñalaba
la puerta con una cuchilla de carnicero, hasta dejarla hecha astillas. En
el principio de mi adolescencia descubrí que, para evitar la violencia, lo
mejor era pasar parte de la noche en el salón de billares o dondequiera
pudiese demorarme algunas horas. Cuando llegaba a casa, como castigo por
mi ausencia, encontraba todas mis pertenencias en el patio delantero,
desde la ropa hasta los textos escolares. Si estaba lloviendo todo se
embarraba. No había escapatoria. A los trece años, con seis dólares y
medio en el bolsillo para el pasaje de tren, huí a Chicago, a casa de mi
tía. Ella me envió a casa. Nadie escuchaba. Nadie quería hacerse cargo de
la situación. Dos o tres noches por semana, alguno de los vecinos llamaba
a la policía, pero esta no parecía capaz de hacer nada, salvo registrar
otra denuncia por perturbación del orden público. Nuestra familia era la
burla de todo el vecindario.
Con el correr del tiempo las cosas fueron empeorando. Una noche, en la
cocina, mi madre tuvo un ataque de ira y me arrojó una cuchilla de dos
kilos, mientras yo estaba de espaldas. Sentí el viento de su paso: se
enterró dos centímetros en la pared, muy cerca de mi cabeza. Ella estaba
furiosa porque mi hermano y yo habíamos vaciado su botella en el desagüe,
en un vano intento de impedirle beber. No volvimos a hacerlo. Nuestro
único televisor estaba en la sala; si yo quería ver televisión, debía
sentarme a menos de un metro de la pantalla, para poder oír pese a los
alaridos de mi madre; conservé esa costumbre hasta los cuarenta años, y
aun hoy nadie entiende por qué subo tanto el volumen del televisor.
Aprendí a guardar silencio durante todas sus griterías nocturnas, pues
decir algo sólo servía para empeorar las cosas. Pero hacia los quince años
ya no podía pasar la noche en casa. Mi madre había tomado la costumbre de
arrojar cuanto tuviera a mano desde su sofá, a unos tres metros del sitio
donde yo solía sentarme. Tenía la cabeza y la cara llenas de moretones; un
par de veces se me rompieron las gafas por girar la cabeza en el peor
momento. En una de las casas contiguas vivía un policía. El y su esposa
sugirieron que, para ayudar a mi madre, era preciso internarla en una
institución. Pero cuando me presenté en la sede de tribunales para
averiguar los procedimientos, no pude llevarlo a cabo. ¿Y si estaba mal,
si cometía un error? ¿Cómo viviría con los remordimientos?
Cuando mi madre descubrió lo que había hecho se puso aún peor. Había
noches en que mi hermano y yo, ya más crecidos y fuertes, debíamos
llevarla a su dormitorio y atarla con cuerdas a la cama, para impedir que
se hiciera daño, nos lo hiciera a nosotros o siguiera destruyendo la casa.
Y todo el mundo seguía dándonos la espalda: nuestros parientes, que vivían
fuera de la ciudad; nuestro padre, que también era ya un alcohólico
desahuciado, y hasta el consejero escolar con quien cierta vez traté de
hablar. La respuesta era siempre la misma: "Haz caso a tus padres y todo
saldrá bien".
Puesto que no podía hacer mis deberes y trasnochaba fuera de casa, en esos
años mis calificaciones habían descendido como una pesa de cinco kilos.
Nada en mi vida parecía marchar bien. Me sentía amargado, furioso y lleno
de remordimientos, pero al mismo tiempo me preguntaba si, de algún modo,
esa vida era en parte responsabilidad mía. Luchaba contra esa situación
traumática convirtiéndome en un ser emocionalmente estéril, que no
reaccionaba, no sentía ni se interesaba por nada.
Ese es el pasado con que comencé y que pudo haberme marcado
emocionalmente, si yo hubiera continuado pensando en él por el resto de mi
vida. Pude haber utilizado esos primeros años como excusa para fracasar.
Pero hacia la época en que terminé la secundaria y me fui de casa, ya
había descubierto que mi pasado no tenía poder sobre mí, salvo el que yo
le concediera al revivir mentalmente las cosas horrendas que habían durado
años enteros. Comprendí que podía utilizar todo lo soportado para
fortalecerme y no para incapacitarme.
Agradezco mi difícil niñez, pues lo que en ella aprendí ayudó a brindarme
inspiración y fortaleza para edificar la vida increíble que ahora llevo. Y
tú puedes hacer lo mismo, cualquiera sea la situación en que te encuentres
en un momento dado de la vida. Descarta la carga emocional del pasado.
Cuando lo hagas, los actos que realices y las decisiones que tomes serán
elecciones conscientes, que no brotarán de tu situación pasada sino de tu
situación presente y de la que desees disfrutar en el futuro.
Usa las pérdidas y los fracasos del pasado como motivo para actuar, no
para la inacción. Si has experimentado en la vida un fracaso o una pérdida
de cualquier índole, siempre se impone actuar. Pero cuando más hace falta
actuar, suele suceder que uno tienda a demorarse y hasta a darse por
vencido. Para avanzar hacia el éxito debes hacer lo opuesto a tu primera
inclinación y hasta lo opuesto a lo que esperen quienes te rodean.
Una vez que estás abajo, poco importa cómo llegaste allí. Pero si te
quedas mascullando, es seguro que allí te quedarás, ahogándote en la
miseria emocional creada por ti mismo. A ti te corresponde elegir y
efectuar los cambios que te
beneficien, en vez de perjudicarte. Afirma para tus adentros, una y otra
vez: "Las cosas son como son". Luego entra en acción para que sean como tú
quieres.
Si te ha fallado un negocio, si perdiste el empleo o tus pertenencias, si
ha muerto un ser amado, no permitas que tu mente siga reviviendo el
pasado. No puedes hacer nada para cambiar o modificar lo que ya ocurrió.
Pero sí puedes cambiar tu modo de pensar al respecto. Deja que el pasado
se vaya y hazte cargo del presente. Tú eliges: víctima o vencedor. Víctima
de tu pasado o vencedor sobre tu futuro. Puedes elegir una cosa o la otra,
pero si tu meta es triunfar, tu única opción es deshacerte del pasado.
"Las cosas son como son", de acuerdo. Pero cómo serán en el futuro, eso
depende de mí."
Charles Givens
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