Duda
escéptica
La duda en sí misma es una excelente aliada y nos ayuda a seguir
investigando y dudando para seguir investigando. Es constructiva cuando
nos invita a ir hacia delante, pero muy destructiva cuando nos frena en el
proceso o incluso nos paraliza o desalienta por completo, pudiendo incluso
conducirnos a la desmoralización y la inacción desertizante.
La duda escéptica es la duda sistemática. No aporta ningún tipo de energía
ni motivación, ni invita a proseguir e indagar, sino que frena el proceso
de vida hacia dentro y hacia afuera y puede producir una paralización
grave en el desarrollo de madurez de la persona.
Dudar inteligentemente es un estímulo para proseguir; dudar por dudar es
terquedad y atonía. La duda escéptica impide la confianza y la auto
confianza, debilita y desorienta, produce indecisión neurótica y no
reflexión creativa, embota la mente en lugar de hacerla vivaz y diligente.
Todos los grandes maestros del espíritu han prevenido contra esta duda
sistemática o escéptica que sustrae las mejores energías del individuo y
puede dejarle inerme. Si la duda invita a investigar, practicar y
desarrollarse, bienvenida sea; si exhorta a tener confianza en uno mismo,
sea para bien; pero esa duda atormentadora y paralizante que es la
sistemática o escéptica no es estimulante, sino que se convierte en un
impedimento y además oscurece la percepción y la conciencia, porque tan
esquema o modelo es la creencia sistemática como la duda igualmente
sistemática. Una nos lleva a un extremo y no hay ecuanimidad en la visión,
y la otra nos lleva al otro extremo y produce el mismo defecto de visión.
La duda es una energía preciosa cuando moviliza energías para seguir
buscando y mejorando; es una traba cuando se convierte en grillete que
atenaza la mente y la estanca. La duda sistemática detendría al
explorador, al científico, al investigador en cualquier ámbito y, por
supuesto, al buscador espiritual.
Cuando se duda escépticamente, se duda del fin y de los medios y se pierde
la confianza en la enseñanza, en sus medios hábiles y en la propia
capacidad de perfeccionamiento. Al dudar sistemáticamente no se emprende
ninguna disciplina y uno se niega a sí mismo la confianza necesaria en los
propios recursos internos o factores de iluminación para seguir madurando.
Nos impide hallar refugio en la enseñanza y en nosotros mismos; nos impide
entregarnos en la relación afectuosa o a una disciplina de cualquier
orden; nos impide, en suma, la entrega incondicional y total. Nos vuelve
desconfiados, parciales, débiles, dubitativos, vacilantes e impotentes.
Nos puede conducir a la apatía y la desidia y a no poder desarrollar con
éxito ninguna empresa, sea mundana o supramundana. Frustra la dedicación,
la motivación, el entusiasmo y la vitalidad.
Llevada la duda al terreno psicológico o espiritual, hace a la persona
mostrarse incrédula por sistema con respecto a las posibilidades de crecer
interiormente, madurar y resultar más afable y cooperante con las otras
criaturas. Así, la persona no persevera en ningún entrenamiento y si no
hay alguna asiduidad es imposible avanzar ni una sola pulgada. Pero lo
mismo cabe decir para cualquier actividad emprendida, porque si la persona
duda de que pueda aprender a dibujar o a tocar un instrumento, no
persistirá en el adiestramiento; asimismo, si duda sistemáticamente del
instructor, nunca pondrá a prueba sus enseñanzas ni les dará un voto de
confianza; si duda de su capacidad de conocerse y mejorar, hallar paz y
claridad, nunca tratará de perfeccionarse.
Por todo ello, la duda puede resultar muy peligrosa cuando se torna, en
lugar de creativa y aliento para seguir indagando, destructiva.
El antídoto de la duda escéptica es la confianza en uno mismo y las
creencias bien fundadas en la propia capacidad de seguir un aprendizaje y
mejorar; es también la comprensión de que una persona con paciencia y
dedicación puede aprender una actividad artística, cultural, técnica,
deportiva, social o espiritual.
La duda debe ocupar un lugar, pero no empantanar la comprensión ni
colapsar las energías. Nos debe inducir a probar, ensayar y experimentar
por nosotros mismos. Si nos alienta, es muy positiva; si nos fragmenta y
debilita, es muy nociva. Cuando es inteligente e instructiva, es visión
cabal; cuando se manifiesta como insuperable incertidumbre, vacilación o
división, es visión ofuscada.
Cuando hay confianza en uno mismo, surgen aliados y recursos internos muy
positivos. Recordemos la siguiente historia:
El rey había convocado un concurso para reunir a los mejores nadadores de
diferentes reinos. El día del concurso amaneció tempestuoso y ventoso,
pero ya no hubo lugar para suspender el concurso. Las aguas del río fluían
violentas y arrolladoras. Los mejores nadadores dieron comienzo a la
carrera. Nadaban con habilidad, pero las condiciones eran muy difíciles.
Uno de ellos estuvo a punto de morir en un remolino y abandonó la
competición; otro se golpeó con una roca y dejó la prueba; otro se
enganchó en unas ramas y desistió de seguir en el concurso, y así
sucesivamente todos iban abandonando... pero había uno que proseguía
nadando hacia la meta. Su sagacidad era prodigiosa. Nadaba con
extraordinaria soltura, sabiendo cuándo dejarse llevar por la arrolladora
corriente, cuándo decantarse a uno u otro lado, cuándo bucear o dejarse ir
por la superficie de las tumultuosas aguas. Todos estaban sorprendidos por
su magnífica manera de nadar, por su fantástica proeza. Y por fin llegó a
la meta, sólo él, consagrándose como campeón indiscutible. Entonces el
monarca le hizo llamar, le felicitó y luego le preguntó:
—¿Quién te ha enseñado a nadar así, apuesto joven?
—¡Oh, señor! —exclamó el muchacho—. Yo no sé nadar.
—Pero ¿no eres uno de los nadadores del concurso?
—¡Ah, no, señor! Soy pastor e iba llevando el rebaño junto al río, di un
traspiés y me vi sumergido en las aguas. Entonces sentí que ellas no
tenían por qué vencerme y me comporté como lo hago con mis ovejas: a veces
soy suave, otras firme; a veces las dejo hacer y otras las controlo. Así
fui dejándome llevar por las aguas y confiando en mí. Realmente es muy
fácil eso de nadar; así que no sé por qué, señor, me dais este saquito de
monedas de oro.
Ramiro Calle, Las zonas oscuras de tu mente
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