Cuatro
ejercicios con el pasado
Según dicen, el tiempo sana las heridas y los sufrimientos. Puede que sea
cierto, pero no importa que nos alarmemos. Pues es perfectamente posible
escudarse contra esta influencia del tiempo y convertir el pasado en una
fuente de amarguras. Al menos cuatro mecanismos ya conocidos de antiguo
están a nuestra disposición.
1. La sublimación del pasado
Con alguna habilidad, hasta el principiante puede también conseguir ver el
pasado a través de un filtro que sólo deje pasar con luz transfigurada lo
bueno y bello. Sólo cuando este truco no funciona, se recuerdan con
realismo vigoroso los años de la pubertad (ni hablar que también los de la
niñez) como época de inseguridad, de dolor universal y de angustia de
futuro, y no se echa de menos ni uno solo de sus días. En cambio, el
aspirante a la vida amarga que esté más dotado, no tendrá seguramente
mayor dificultad en ver su juventud como edad de oro perdida para siempre
y en constituirse de este modo una reserva inagotable de aflicción.
Naturalmente, la edad de oro de la juventud no es más que un ejemplo. Otro
ejemplo podría ser el dolor intenso por la rotura de una relación amorosa.
Resista usted a lo que le insinúen su razón, su memoria y sus amigos bien
intencionados que quieren meterle en su cabeza que dicha relación ya hacía
tiempo que estaba quebrada sin remedio, y que usted mismo se preguntaba
con frecuencia a regañadientes cómo lo haría para salirse de aquel
infierno. Simplemente, no les dé crédito a los que le dicen que la
separación es con mucho un mal menor. Convénzase más bien por enésima vez
de que un «nuevo arreglo» serio y sincero constituiría esta vez el éxito
ideal. (Sin duda, no lo será.) Déjese guiar, además, por la siguiente
reflexión eminentemente lógica: si la pérdida del ser querido es tan
infernalmente dolorosa, qué delicia celestial no será el nuevo encuentro.
Apártese de todos sus amigos, quédese en casa junto al teléfono, a fin de
que, si sonara su hora afortunada, esté usted disponible de inmediato y
del todo.
En caso de que la espera se le haga larga en exceso, entonces la
experiencia humana de tiempos inmemoriables aconseja trabar una nueva
amistad que sea idéntica a la anterior en todos sus detalles (por distinta
que ésta al principio le parezca).
2. La mujer de Lot
Otra ventaja de aferrarse al pasado está en que no deja tiempo de ocuparse
del presente. Si esto se hiciese, podría suceder muy bien que uno, por
pura casualidad, en un viraje de 90 o hasta 180 grados de su ángulo
visual, tuviese que comprobar que el presente no sólo le ofrece
contrariedades suplementarias, sino también alguna que otra
contra-contrariedad; no hablemos de muchas novedades que podrían hacer
tambalear nuestro pesimismo adoptado una vez para siempre. En este punto,
contemplamos con admiración a nuestra maestra ejemplar de la Biblia, la
mujer de Lot —usted lo recuerda, ¿verdad?—. El ángel dijo a Lot y a su
familia: «Escapa, por tu vida. No mires atrás, ni te detengas en toda la
llanura...» Pero su mujer «miró atrás y se convirtió en estatua de sal»
(Gen. 19, 17.26).
3.El vaso de cerveza fatal
Un maestro antiguo del cine cómico americano, W. G. Fields, enseña en su
película, The Fatal Glass of Beer, la ruina espantosa e inevitable de un
joven que no puede resistir ante la tentación de beber su primer vaso de
cerveza. El dedo levantado en señal de advertencia (si bien una risa
reprimida lo hace temblar) no puede pasar inadvertido: el hecho es breve,
el arrepentimiento largo. ¡Y tan largo! (Piénsese en nuestra primera madre
de la Biblia: Eva, y el bocado de manzana...)
Esta fatalidad tiene sus ventajas innegables que hasta ahora, en nuestra
época iluminada, se silenciaron vergonzosamente, pero que ya no se pueden
ocultar por más tiempo: arrepentimiento va, arrepentimiento viene. Para
nuestro tema es mucho más importante el hecho de que, si las consecuencias
irreparables del primer vaso de cerveza no disculpan los vasos que siguen,
sí los determinan. Dicho de otro modo: muy bien, uno carga con la culpa,
entonces debiera uno haberlo sabido mejor, pero ahora ya es demasiado
tarde. Se pecó entonces, ahora se es víctima del propio paso dado en
falso. Naturalmente, esta forma de construcción de desdicha no es la
ideal, puede pasar.
Intentemos, pues, afinarla. ¿Qué pasa en el caso de que no haya habido
participación alguna de parte nuestra en el suceso original?, ¿en el caso
de que nadie pueda acusarnos de cooperación? Sin duda, entonces somos
puras víctimas. ¡Y que intente alguien sacudirnos de nuestro status de
víctima o esperar que adoptemos medidas en contra! Lo que nos hayan podido
causar Dios, el mundo, el destino, la naturaleza, los cromosomas y las
hormonas, la sociedad, los padres, los parientes o, sobre todo, los
amigos, es tan grave que la simple insinuación de que quizás podríamos
intentar poner algún remedio a la situación, ya sería una ofensa. Y por si
fuera poco, desprovista de todo rigor científico. Cualquier manual de
psicología nos abre los ojos, para que nos percatemos de que la
personalidad ya viene determinada por unos factores del pasado,
principalmente situados en la más tierna infancia. Y hasta los niños saben
que los sucesos, una vez hechos, ya no se pueden deshacer nunca más. De
aquí -dicho sea de paso- la enorme seriedad (y duración) de los
tratamientos psicológicos especializados. ¿Adonde iríamos a parar, si
fuera en aumento el número de los convencidos de que su situación es
desesperada, pero no seria? Basta mirar la advertencia ejemplar que nos
ofrece Austria al mantener como himno nacional la canción placentera que
la oficialidad insiste en negar: «O du lieber Augustin, alies ist hin»
(Agustín querido, todo está perdido).
Si alguna que otra vez -no es fácil que pase-, el mismo curso
independiente de las cosas compensa, sin intervención nuestra, por el
trauma o fallo del pasado y nos da gratuitamente lo que deseamos, el
experto en el arte de amargarse la vida no se desalienta ni mucho menos.
La fórmula «ahora ya es demasiado tarde, ahora ya no quiero», le permite
permanecer inaccesible en su torre de marfil de indignación y evitar así
que, lamiéndose las heridas infligidas en el pasado, éstas vayan a curar.
Pero el non plus ultra, que naturalmente es cosa de genios, consiste en
responsabilizar el pasado incluso del bien, y sacar de ahí un capital a
cuenta de la desdicha presente. Un ejemplo insuperable de esta variante
del tema es la sentencia, que ha pasado a la historia, de un marinero
veneciano después que marcharon los Habsburgo de Venecia: «¡Malditos
austríacos que nos han enseñado a comer tres veces al día!»
4. La llave perdida o «más de lo mismo»
Un borracho está buscando con afán bajo un farol. Se acerca un policía y
le pregunta qué ha perdido. El hombre responde: «Mi llave.» Ahora son dos
los que buscan. Al fin, el policía pregunta al hombre si está seguro de
haber perdido la llave precisamente aquí. Éste responde: «No, aquí no,
sino allí detrás, pero allí está demasiado oscuro.»
¿Le parece a usted absurda la historieta? Si es así, busque usted también
fuera de lugar. La ventaja de una tal búsqueda está en que no conduce a
nada, si no es a más de lo mismo, es decir, nada.
En estas pocas y simples palabras, más de lo mismo, se esconde una de las
recetas de catástrofes más eficaces que jamás se hayan formado sobre
nuestro planeta en el curso de millones de años y que han llevado especies
enteras de seres vivientes a la extinción. Se trata de un ejercicio con el
pasado que ya conocieron nuestros antepasados en el reino animal antes del
sexto día de la creación.
A diferencia del mecanismo anterior que atribuye la causa y la culpa a la
fuerza mayor de unos sucesos pasados, este ejercicio cuarto se basa en el
aferrarse tercamente a unas adaptaciones o soluciones que alguna vez
fueron suficientes, eficaces o quizás las únicas posibles. El problema de
toda adaptación a unas circunstancias determinadas no es otro que éstas
cambian. Entonces es cuando empieza el ejercicio. Está claro que ningún
ser viviente puede comportarse con desorden -es decir, hoy así y mañana de
un modo totalmente distinto- en su medio ambiente. La necesidad vital de
adaptarse conduce inevitablemente a la formación de unos modelos de
conducta que tienen como objetivo conseguir una supervivencia lo más
eficaz y libre de dolor posible. Pero, en cambio, por unos motivos todavía
enigmáticos a los mismos investigadores de la conducta, animales y hombres
tienden a conservar estas adaptaciones óptimas en unas circunstancias
dadas, como si fueran las únicas posibles para siempre. Ello acarrea una
obcecación doble: primero, que con el paso del tiempo la adaptación
referida deja de ser la mejor posible, y segundo, que junto a ella siempre
hubo toda una serie de soluciones distintas, o al menos ahora las hay.
Esta doble obcecación tiene dos consecuencias: primera, convierte la
solución intentada en progresivamente más difícil; y segunda, lleva el
peso creciente del mal a la única consecuencia lógica aparentemente
posible, esto es, a la convicción de no haber hecho todavía bastante para
la solución del mal. Es decir, se aplica más cantidad de la misma
«solución» y se cosecha precisamente más cantidad de la misma miseria.
La importancia de este mecanismo para nuestro propósito es evidente. Sin
necesidad de recursos especializados, el principiante puede aplicarlo; en
realidad está tan difundido que ya desde los días de Freud va ofreciendo
buenos ingresos a generaciones de especialistas; de todos modos queremos
observar, de paso, que ellos no lo llaman «receta del más de lo mismo»,
sino neurosis. Pero lo importante no es el nombre, sino el efecto. Éste
está garantizado, mientras el aspirante a la vida desdichada se atienda a
dos normas sencillas: primera, no hay más que una sola, posible,
permitida, razonable y lógica solución del problema, y si estos esfuerzos
no consiguen el éxito, ello sólo indica que uno no se ha esforzado
bastante. Segunda norma, el supuesto mismo de que sólo hay una solución no
puede ponerse nunca en duda; sólo está permitido ir tanteando en la
aplicación de este supuesto fundamental.
Paul Watzlawik, "El arte de amargarse la vida".
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