La amenaza que se
cierne sobre el individuo en la sociedad moderna
En todos los tiempos el interrogante del futuro ha preocupado a los
hombres, pero no siempre con la misma intensidad. Históricamente hablando,
son principalmente las épocas de apremio físico, político, económico y
espiritual las que mueven a dirigir la mirada al futuro con ansiosa
esperanza y generan anticipaciones, utopías y visiones apocalípticas. Cabe
citar como ejemplos la era de Augusto, los comienzos de la era cristiana
con sus expectaciones quiliásticas y los cambios que se operaron en el
espíritu occidental a fines del primer milenio cristiano. Vivimos hoy, por
así decirlo, en vísperas del fin del segundo milenio, en una época que nos
sugiere visiones apocalípticas de destrucción en escala mundial. ¿Qué
significa la "Cortina de Hierro" que divide en dos a la humanidad? ¿Qué
será de nuestra cultura, del hombre, en fin, si llegaran a estallar las
bombas de hidrógeno o si Europa se hundiera en las tinieblas espirituales
y morales del absolutismo de Estado?
Nada justifica el que tomemos a la ligera esta amenaza. En todo el mundo
occidental existen ya las minorías subversivas listas para entrar en
acción, y hasta medran a la sombra de nuestro humanismo y nuestro culto
del Derecho; de manera que el único obstáculo a la difusión de sus ideas
es la razón crítica de cierto sector cuerdo y mentalmente estable. No se
debe sobreestimar la fuerza numérica de este sector. Varía ella de un país
a otro, según el temperamento nacional; además, depende regionalmente de
la educación e instrucción pública, y por añadidura está sujeta a la
gravitación de factores de perturbación aguda de índole política y
económica. Tomando como base los plebiscitos, la estimación optimista
sitúa su límite máximo en el 60 % de los votantes, aproximadamente. Mas
también se justifica una estimación algo más pesimista, pues el don de la
razón y del discernimiento no es un atributo ingénito del hombre, y aun
allí donde se da, se muestra incierto e inconstante, por lo común tanto
más cuanto más vastos son los cuerpos políticos. La masa ahoga la
perspicacia y cordura aún posibles en el plano individual y, por
consiguiente, lleva forzosamente a la tiranía doctrinaria y autoritaria en
caso de sufrir un colapso el Estado de Derecho.
La argumentación razonada sólo es factible y fecunda mientras la carga
emocional de una situación dada no rebase un determinado punto crítico; en
cuanto la temperatura afectiva exceda de dicho punto, la razón se torna
inoperante y cede el paso al slogan y al anhelo quimérico, esto es, a una
suerte de estado obsesivo colectivo, el cual, conforme se va acentuando,
degenera en epidemia psíquica. En este estado llegan a imponerse,
entonces, los elementos que bajo el imperio de la razón llevan una
existencia tan sólo tolerada, por asociales. Tales individuos no son en
modo alguno casos raros que sólo se dan en las prisiones y los manicomios;
según mi estimación, sobre cada enfermo mental manifiesto hay lo menos 10
casos latentes, los cuales las más de las veces no salen del estado de
latencia pero cuya manera de pensar y comportamiento, no obstante la
apariencia de normalidad, están sujetos a inconscientes influencias
patológicas y perversas. Es verdad que las estadísticas médicas,
explicablemente, no indican el grado de incidencia de los psicóticos
latentes. Mas aunque su número no sea diez veces mayor que el de los
enfermos mentales manifiestos y los individuos propensos al crimen, lo
relativamente exiguo de su porcentaje dentro del conjunto de la población
queda compensado por la particular peligrosidad de tales personas. Ello es
que su estado mental corresponde al de un grupo colectivamente excitado
que se halle dominado por prejuicios y anhelos afectivos. En un medio
semejante, ellos son los adaptados, y como es natural, se sienten cómodos
en él; por íntima experiencia propia dominan el lenguaje de tales estados
y saben manejarlo. Sus ideas quiméricas, nutridas por resentimientos
fanáticos, apelan a la irracionalidad colectiva y encuentran en ella un
terreno fértil, como que dan expresión a los móviles y resentimientos que
en las personas más normales dormitan bajo el manto de la razón y la
cordura. Es así que, no obstante su número exiguo dentro del conjunto de
la población, constituyen un peligroso foco de infección, toda vez que es
muy limitado el conocimiento que tiene de sí mismo el llamado hombre
normal.
Por lo común, se confunde el "conocimiento de sí mismo" con el
conocimiento que tiene uno de su yo consciente. Quien tiene conciencia de
su yo da por sobreentendido que se conoce. Sin embargo, ello es que el yo
sólo conoce sus propios contenidos, ignorando en cambio lo inconsciente y
sus contenidos. El hombre toma como pauta de su conocimiento de sí mismo
lo que su medio social sabe, término medio, de sí mismo, y no la efectiva
realidad psíquica, que en su mayor parte le es desconocida. En esto, la
psiquis se comporta de la misma manera que el cuerpo con respecto a sus
estructuras fisiológica y anatómica, de las que el profano igualmente sabe
bien poco. A pesar de que vive dentro y a través de ellas, en su mayor
parte las ignora y se requieren conocimientos científicos especiales para
llevar a la conciencia siquiera lo que de ellas puede saberse, cuanto más
lo que hoy por hoy aún no puede saberse.
Lo que comúnmente se llama "conocimiento de sí mismo" es, pues, un
conocimiento las más de las veces dependiente de factores sociales y
limitado de lo que ocurre en la psiquis humana. Encuentra uno en él, por
una parte, un frecuente prejuicio de que esto y lo otro no ocurre "entre
nosotros", o en "nuestra familia", o en nuestro medio inmediato o mediato,
y por otra, con igual frecuencia, suposiciones ilusorias acerca de
propiedades presuntamente existentes que están destinadas a encubrir la
realidad de los hechos.
He aquí una vasta esfera de lo inconsciente que se halla al margen de la
crítica y control de la conciencia y en la cual estamos a merced de toda
clase de influencias y de infecciones psíquicas. Como de cualquier
peligro, también del de la infección psíquica sólo podemos defendernos si
sabemos qué nos ataca, y cómo, dónde y cuándo. Ahora bien, dado que el
conocimiento de sí mismo es familiaridad con una realidad individual,
precisamente en este respecto una teoría es de escasa utilidad. Pues
cuanto más pretenda tener validez general, tanto menos puede responder a
una realidad individual. Una teoría empíricamente fundada es
necesariamente de carácter estadístico, esto es, establece un promedio
ideal que borra todas las excepciones en sentido de más y de menos y pone
en su lugar un término medio abstracto. Este valor medio es válido, sí,
pero posiblemente ni se dé de hecho. Ello no obstante, figura en la teoría
como un hecho fundamental incontrovertible. En cuanto a las excepciones,
en uno y otro sentido, pese a no ser menos reales, ni aparecen en el
resultado final, puesto que se compensan entre sí. Por ejemplo, suponiendo
que en un guijarral se procediera a determinar el peso de todos los
guijarros y se obtuviera un valor medio de, digamos, 145 gramos, esto
indicaría bien poco acerca de las características efectivas del guijarral.
Quien sobre la base de este dato creyera que cualquier guijarro que
recogiese debe pesar 145 gramos, estaría tal vez muy equivocado; hasta
pudiera ocurrir que, por más que buscase, no encontrara un solo guijarro
que pesase exactamente 145 gramos.
El método estadístico proporciona el promedio ideal de una situación dada,
pero no provee un cuadro de su realidad empírica. Aun cuando da un aspecto
incontrovertible de la realidad, es susceptible de deformar la verdad
efectiva, hasta el punto de desvirtuarla por completo. Esto último reza
muy particularmente para la teoría de base estadística. Los hechos se
caracterizan por su individualidad. Forzando la definición, pudiera
decirse que el cuadro efectivo en cierto modo se compone en un todo de
excepciones a la regla y que por ende la característica primordial de la
realidad absoluta es la irregularidad.
Estas reflexiones deben tenerse en cuenta cuando se trata de una teoría
que ha de servir de pauta para el conocimiento de sí mismo. No existe, no
puede existir, un conocimiento de sí mismo basado en supuestos teóricos,
por cuanto el objeto del conocimiento es un individuo, esto es, una
relativa excepción e irregularidad. Por consiguiente, no es lo general y
regular, sino por el contrario lo peculiar lo que caracteriza al
individuo. Éste no debe ser entendido como una unidad más, sino como
particularidad única, qué en definitiva no puede ser ni comparada ni
conocida. Al hombre, no sólo es posible sino que es preciso describirlo
como unidad estadística; de lo contrario, nada general podría enunciarse
acerca de él. Para tal fin hay que considerarlo cómo una unidad
comparable; lo cual da origen a una antropología y, respectivamente,
psicología de validez general, que describen un hombre medio, abstracto,
carente de rasgos individuales. Sin embargo, precisamente estos últimos
son de capital importancia para la comprensión del individuo. Así, pues,
quien quiera comprender al individuo debe poder dejar de lado todo el
conocimiento científico relativo al hombre medio y renunciar a toda
teoría, para posibilitar un enfoque nuevo y libre de conceptos
preestablecidos. La tarea de comprender sólo puede emprenderse vacua et
liberamente, mientras que el conocimiento del hombre requiere toda clase
de saber acerca del hombre en general.
Ya se trate de comprender al prójimo o de conocerse a sí mismo, en uno y
otro caso uno debe dejar de lado todos los supuestos teóricos, consciente
de que eventualmente pasará por encima del conocimiento científico. Dado
que éste no sólo goza de la estimación general, sino, mucho más, es
reputado la única autoridad espiritual por el hombre moderno, la
comprensión del individuo presupone, en cierto modo, el crimen de lesa
majestad, esto es, el desentendimiento del conocimiento científico. Este
renunciamiento entraña un sacrificio que no debe ser subestimado; como que
la actitud científica no puede desprenderse como si tal cosa de su sentido
de la responsabilidad. Y si el psicólogo es médico que quiere no sólo
clasificar científicamente a su paciente, sino también comprenderlo en su
aspecto humano, se debate eventualmente en el dilema de un choque de
deberes entre las dos actitudes opuestas y recíprocamente excluyentes: el
conocimiento, de un lado, y la comprensión, del otro. Este conflicto no
puede ser resuelto adoptando una y desechando la otra, sino únicamente por
la dualidad del pensamiento: hacer lo uno y no dejar de hacer lo otro.
Toda vez que el valor fundamental del conocimiento es el sinvalor
específico de la comprensión, el juicio emergente corre peligro de ser una
paradoja. Téngase presente, de un lado, que para el juicio científico el
individuo no es sino una unidad que se repite infinidad de veces y por lo
tanto podría lo mismo designarse en forma abstracta con una letra, y del
otro, que para la comprensión es precisamente el individuo único el objeto
primordial, el único objeto real, de la investigación, al margen de todas
las leyes y regularidades en que se concentra el interés de la ciencia.
Esta contradicción será un problema sobre todo para el médico, quien de un
lado está equipado con las verdades de orden estadístico de su formación
científica, y del otro, afronta la tarea de tratar a un enfermo que,
particularmente en caso de algún mal psíquico, requiere comprensión
individual. Cuanto más el tratamiento se ajuste a un esquema general, en
tanto mayor grado provocará resistencias justificadas de parte del enfermo
y conspirará contra su curación. Es así que el psicoterapista se ve
obligado a tomar en cuenta la individualidad del paciente como hecho
esencial y de ajustar a ella su método de tratamiento. En el campo de la
medicina está hoy generalizado el concepto de que la tarea del médico
consiste en tratar al hombre enfermo, y no una enfermedad abstracta que
cualquiera puede padecer.
Lo que aquí expongo con referencia a la medicina, no es sino un caso
particular del problema general de la educación y la ilustración. Una
ilustración basada en los datos de las ciencias naturales reposa
esencialmente en verdades de orden estadístico y conocimientos abstractos,
quiere decir que proporciona una concepción irrealista, racional, del
mundo, en la cual el caso individual, en cuanto mero fenómeno marginal,
queda relegado. Sin embargo, el individuo, en cuanto ente irracional,
representa propiamente la realidad, esto es, el hombre concreto, en
oposición al irreal hombre ideal o normal al que se refieren los datos
científicos. Agrégase a ello que en particular las ciencias naturales
tienden a presentar sus resultados de investigación como si se hubiesen
producido sin la intervención de la psiquis. (Una excepción a esta regla
es la física moderna con su concepto de que lo observado no es
independiente del observador.) Así, pues, las ciencias naturales también
en este aspecto proporcionan una concepción del mundo de la que aparece
excluida la psiquis humana, real, en contraste con las humanidades.
Bajo la influencia del enfoque básico condicionado por las ciencias
naturales, no ya la psiquis, sino el hombre individual, y aun el acaecer
individual todo, están sujetos a un proceso de nivelación y deformación
que distorsiona la imagen real, trocándola en idea media. No debe
subestimarse la efectividad psicológica de la concepción estadística del
mundo: a lo individual substituye ella unidades anónimas que se acumulan
en grupos multitudinarios. De esta manera, el lugar del ser individual
concreto es tomado por los nombres de organizaciones y en el nivel más
alto por el concepto abstracto del Estado como principio de la realidad
política. Como consecuencia inevitable de ello, la responsabilidad moral
del individuo cede el paso a la razón de Estado. La diferenciación moral y
espiritual de la persona es reemplazada por la previsión social y la
elevación del nivel de vida. Meta y sentido de la vida individual (¡que es
la única vida real¡) ya no residen en el desenvolvimiento individual, sino
en la razón de Estado impuesta al hombre desde fuera, esto es, en la
realización de un concepto abstracto que tiende a absorber la vida toda.
El individuo se ve despojado en creciente escala de la decisión y
orientación moral de su vida, a cambio de lo cual es administrado,
alimentado, vestido, instruido, alojado en correspondientes unidades de
vivienda y entretenido como unidad social, sirviendo para ello de pauta
ideal el bienestar y contento de la masa. Los administradores son, a su
vez, unidades sociales, diferenciándose de los administrados sólo en que
son representantes especializados de la doctrina de Estado. Ésta no
necesita personalidades con criterio propio; necesita exclusivamente
especialistas, que fuera de su especialidad no sirven. Es la razón de
Estado la que decide qué debe enseñarse y estudiarse.
La doctrina de Estado, que se presenta omnipotente, es a su vez
administrada, en nombre de la razón de Estado, por los jerarcas máximos
que concentran en sus manos todo el poder. Quien por elección o por
usurpación llega a las más altas posiciones ya no se halla sujeto a
ninguna instancia superior, pues es la razón de Estado personificada y
puede, dentro de las posibilidades dadas, proceder a su antojo. Puede
decir con Luis XIV: "L' état c'est moí"("El estado soy Yo"). Es, pues, el
único individuo, o cuando menos uno de los pocos individuos, que podría
hacer uso de su individualidad si aún supiese distinguir entre sí y la
doctrina de Estado. Lo más probable es que sea esclavo de su propia
ficción. Ahora bien, semejante unilateralidad psicológicamente siempre
queda compensada por inconscientes tendencias subversivas. La esclavitud y
la rebelión son términos correlativos y van inseparablemente unidas. Es
así que un desmedido afán de mantenerse en el poder y un acentuado recelo
penetran todo el organismo, de arriba abajo. Además, una masa compensa
automáticamente su caótica amorfia en la persona de un "conductor", quien
forzosamente cae en una inflación de su yo consciente, de lo cual
proporciona la historia numerosos ejemplos.
Tal evolución es lógica, inevitable, desde el momento en que el individuo
se transforma en hombre-masa y, así, caduca. Aparte de las aglomeraciones
de grandes masas humanas, donde el individuo de cualquier forma
desaparece, uno de los principales factores del advenimiento del
hombre-masa es el racionalismo derivado de las ciencias naturales, el cual
despoja la vida individual de sus bases y, por ende, de su dignidad; pues
como unidad social el hombre ha perdido su individualidad, convirtiéndose
en un número abstracto en las estadísticas de una organización. Ya no
puede desempeñar otro papel que el de unidad intercambiable e
infinitesimal. Visto desde fuera, y racionalmente, lo es, en efecto; y
desde este ángulo de enfoque es francamente ridículo hablar aún del valor
y sentido del individuo, más aún, ya no se concibe apenas cómo pudo otrora
llegarse a asignar a la vida humana individual una dignidad, cuando tan
palmariamente carece de tal.
Considerado desde este punto de vista, el individuo es, en efecto, un ente
por demás insignificante; difícilmente podrá nadie sostener lo contrario.
El que el individuo se crea importante a sí mismo, o a sus familiares, o a
determinadas personas apreciadas de su relación, sólo sirve para hacerle
ver la subjetividad un tanto cómica de su creencia. Pues ¿qué son los
pocos frente a los diez mil, los cien mil, el millón? Esto me trae a la
memoria el argumento de un amigo pensativo junto con quien cierta vez me
encontraba en una multitud de decenas de miles; de repente me dijo: "Aquí
tienes la prueba más concluyente en contra del concepto de inmortalidad:
¡todos esos pretenden ser inmortales!".
Cuanto más vasta es la multitud, tanto más insignificante es el hombre
individual. Mas cuando el individuo, abrumado por su insignificancia y
futilidad, pierde el sentido de su vida, el cual de ninguna manera se
circunscribe al bienestar general y a la elevación del nivel de vida, ya
va camino de la esclavitud de Estado y, sin saberlo ni quererlo, le allana
el camino. Quien sólo mire para fuera, sólo se fije en los números
grandes, no tiene con qué defenderse del testimonio de sus sentidos y de
su razón. Pues bien, esto es precisamente lo que todo el mundo está
haciendo: se está fascinado por las verdades estadísticas y los números
grandes y se es aleccionado día a día sobre la futilidad e impotencia del
hombre individual, que no representa ni personifica ninguna organización
multitudinaria. A la inversa, el individuo que surge en el escenario
mundial proyectando lejos su figura y cuya voz se percibe en un ámbito
vasto se les aparece a las masas huérfanas de sentido crítico como uno que
evidentemente está sustentado por un cierto movimiento multitudinario, por
la opinión pública, y más que nada por eso es aceptado o combatido. Como
en ello suele predominar la sugestión colectiva, no se pone en claro si su
mensaje es un acto propio, del que responde personalmente, o si actúa
meramente como megáfono de una opinión colectiva.
Bajo estas circunstancias, es natural que vaya cundiendo una creciente
inseguridad del juicio individual y que como consecuencia de ello la
responsabilidad sea colectivizada en lo posible, esto es, desplazada del
individuo a una corporación. De esta manera, el individuo se convierte más
y más en una función de la sociedad, la que por su parte asume la función
de órgano de las manifestaciones vitales, cuando en el fondo no es sino
una idea, lo mismo que el Estado. Una y otro son hechos objeto de una
hipóstasis, esto es, son independizados. Precisamente el Estado se
transforma, así, en una especie de ser viviente, del que todo se espera.
En realidad, empero, sólo es un camuflaje de los individuos que saben
manejar sus hilos. De esta suerte, la prístina convención del Estado de
Derecho degenera en la situación de un tipo de sociedad primitivo: el
comunismo de una tribu primitiva sujeta a la autocracia de un cacique o a
una oligarquía.
C. G. Jung, Presente y futuro
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