La información contra
la cultura
Distinciones
La información (palabra muy reciente en el sentido que hoy se le da)
abarca las reseñas y las noticias que nos son suministradas por la prensa,
la radio, la televisión, etc. Se la puede definir como una instrucción
limitada a los acontecimientos actuales.
¿Cuáles son las relaciones entre esta clase de instrucción y la cultura?
Antes de entrar en lo vivo del asunto, nos parece necesario analizar las
diferencias que separan la instrucción en general (y tal como se da hoy en
día) de la verdadera cultura.
¿En qué se distinguen esos dos aspectos del saber?
El diccionario, en este caso, no nos ayuda mucho, ya que las dos
definiciones son casi idénticas; cultura e instrucción significan, una y
otra, adquisición de conocimientos.
Es cierto que, tanto en la instrucción como en la cultura, hay adquisición
de conocimientos. Pero estos conocimientos no se sitúan al mismo nivel del
espíritu. Se puede ser muy cultivado sin ser muy instruido, se puede ser
muy instruido sin ser cultivado. Con más precisión, toda cultura implica
un mínimo de instrucción, pero la recíproca no es verdadera: se puede
tener mucha instrucci6n y no tener ninguna cultura. Se puede ser sabio de
una manera puramente mecánica y por efecto de un adoctrinamiento puramente
externo. Se habla corrientemente de un perro sabio; pero nadie osa hablar
de "un perro cultivado".
La instrucción, en relación a la cultura, es completamente extrínseca, y
no es más que una acumulación de conocimientos; no implica necesariamente
la participación intrínseca. Añadamos que, en la instrucción, el papel
esencial lo tiene la memoria, facultad en gran parte material.
Si no se trata más que de memoria, un aparato registrador cualquiera, un
magnetófono, un disco de fonógrafo poseen esta facultad en su punto más
álgido. Está claro que en este plano un cerebro electrónico tiene mucho
más memoria que un hombre -y por consiguiente más instrucción- puesto que
llega a resolver problemas que exigirían la colaboración de millares de
cerebros humanos.
La cultura es otra cosa. Implica, no solamente el conocimiento del objeto,
sino la participación vital del sujeto. Recordemos que la etimología de la
palabra colere, cultivar, evoca la agricultura: una tierra que se cultiva
colabora a la germinación y crecimiento de los granos. Hay participación
de la tierra en la transformación de los granos en plantas.
La instrucción, como tal, es tan extraña a la vida profunda del hombre que
empleamos la mayor parte de las veces términos materiales para designarla.
Hablamos, por ejemplo, del "bagaje intelectual" que queremos dar a
nuestros hijos, lo que indica muy bien el carácter extrínseco de la
instrucción. En este mismo sentido hablamos de "meter en la cabeza".
Muchos establecimientos escolares no tienen, por otra parte, otro sistema
pedagógico y en ellos la formación humana de los alumnos resulta
sacrificada al "pienso" cerebral.
Aparece así una primera diferencia: la instrucción es extrínseca, la
cultera es intrínseca. En otras palabras, diremos que la instrucción es
impersonal y la cultura personal; es decir, integrada en la propia vida
del individuo.
Hay quizá la misma diferencia entre el hombre instruido y el hombre
cultivado que entre el geógrafo y el explorador. El geógrafo conoce
maravillosamente el mapa y todos los sitios que están marcados en él:
ciudades, montañas, ríos, océanos, etc. El mapa no es más que el calco
abstracto e impersonal de los paisajes terrestres. El explorador ha ido a
los sitios; quizá tiene conocimientos menos extensos que los del geógrafo,
pues no le ha sido posible visitar todos los territorios indicados en el
mapa, pero de todos los sitios que ha recorrido guarda un conocimiento
sabroso, particular y directo, que ha nacido y morirá con él.
La instrucción, como tal, no tiene diferencias de nivel (o se sabe o no se
sabe), mientras que la cultura es susceptible de una profundización
indefinida. Por ejemplo: saber de memoria un verso de Racine. es del campo
de la instrucción, mientras que meditar sobre ese verso y encontrar en él
cada vez nuevas resonancias interiores corresponde a la cultura. El hombre
cultivado es el que establece entre los datos de la instrucción relaciones
personales e inéditas. Esto es lo que hizo decir a Paul Valery que
prefería ser leído siete veces por un solo hombre que una vez por siete
hombres.
La cultura, pues, se profundiza, mientras que la instrucción no puede más
que extenderse -y, por eso, podemos hablar de una cultura profunda y no de
una instrucción profunda, sino más bien una
instrucción extensa.
La instrucción se refiere a la superficie del saber y la cultura a su
espesor.
Un profesor de filosofía me decía un día estas palabras que iluminan la
diferencia que acabamos de establecer: "los temas que exponemos en clase
de filosofía eran para sus autores realidades vividas; para nosotros,
profesores, no son ya más que ideas, y para nuestros alumnos no son más
que palabras". '
Añadiremos que la instrucción se refiere al número, a la cantidad de
conocimientos. Sucede a menudo que el "equipaje" de un hombre instruido es
a la vez demasiado pesado y demasiado ligero: pesado de memoria y ligero
de reflexión, lleno de palabras y vacío de las realidades designadas por
las palabras. La cultura es el antídoto contra esa enfermedad de la
instrucción que se llama la verborrea.
¿Exactitud o verdad?
Es preciso disipar en este punto la confusión que se mantiene alrededor de
la palabra "primario".
Ser primario no es solamente haber hecho estudios primarios, es más bien
--cualquiera que sea el grado de instrucción- confundir la realidad de las
cosas con las fórmulas por las que las designamos. Es, por ejemplo, el
caso de quienes habiendo alcanzado un cierto grado de ciencia, se imaginan
haber agotado la realidad una vez que la han medido e inventariado en sus
aspectos cuantitativos, y para quienes aquello que llamamos misterio no es
más que una ignorancia provisional.
Víctor Hugo ha definido las pretensiones de ese cientificismo en una
fórmula admirable: "el precio exacto por la verdad". Así, pues, lo exacto
no es más que el aspecto más superficial de la verdad. Desgraciadamente el
lenguaje moderno que traduce los progresos inconscientes del cientificismo
en nuestro pensamiento tiende, cada vez más, a confundir esos dos
términos. Corrientemente decimos: "es exacto" cuando queremos decir: "es
verdad". Pero si ustedes quieren sondear el abismo que separa lo exacto de
lo verdadero, traten de trasponer este lenguaje en ciertos campos del
pensamiento o del sentimiento. Imaginen un creyente diciendo: Dios es la
exactitud, en vez de: Dios es la Verdad; o a una joven respondiendo a un
muchacho que le declara su amor: ¿es exacto que me amas?
Oposición entre instrucción y cultura
En último análisis la cultura se caracteriza por la profundización de la
ignorancia. El hombre cultivado no es el hombre que resuelve -o que cree
resolver- los problemas, es el que, escarbando en esos problemas, ve cómo
se extiende hasta el infinito el misterio que cubren.
Para el espíritu primario no hay misterio, sino solamente problemas, y el
margen de lo desconocido que aún subsiste en la naturaleza será borrado
poco a poco a medida que la ciencia progresa. Pero, para el hombre
cultivado, no hay solamente lo desconocido, sino lo desconocible; y,
cuanto más avanza en el conocimiento de las cosas, ve espesarse el
misterio, de manera que cada vez sabe más que no sabe nada ' pues la
realidad suprema no es accesible a la inteligencia discursiva.
Los cerebros electrónicos resuelven todas las preguntas, pero son
incapaces de poner ninguna. Lo propio de la inteligencia y la cultura es
saber preguntar, más allá de todas las soluciones humanas, el misterio de
la naturaleza y el destino.
La debilidad de la instrucción de los libros radica en que ofrecen a los
hombres soluciones dadas antes de que estén en situación de ponerse
personalmente problemas.
Ustedes conocen el origen de la vocación de Sócrates.
El oráculo divino había proclamado que Sócrates era el más sabio de los
hombres. El se extrañó, pues era consciente de su ignorancia. Pero
persuadido de que el oráculo no podía mentir se dedicó a interrogar a
todos aquellos de quienes se alababa su ciencia, y se dio cuenta de que
aquellos hombres, que creían saber muchas cosas, no sabían nada en
realidad. De ello dedujo que el oráculo había dicho la verdad, puesto que
él, Sócrates, por lo menos sabía que no sabía nada. Esta toma de
conciencia de la ignorancia es esencial a la cultura.
La cultura aparece así como una creación continua, mientras que la
instrucción no es más que un inventario superficial. Y, para subrayar esta
diferencia, volveremos a tomar la distinción, en adelante clásica, de
Gabriel Marcel, entre el problema y el misterio. La instrucción consiste
en resolver problemas que se crean fuera: la cultura en participar
interiormente en un misterio. Añadiremos que la instrucción se refiere al
tener mientras la cultura se une al ser.
He aplicado a la instrucción la palabra "equipaje": se podría aplicar a la
cultura la palabra "alimento". El equipaje concierne únicamente al tener:
nuestro cuerpo no varía según el número y la dimensión de nuestras
maletas, sino que se transforma según la calidad de nuestra alimentación.
Del mismo modo, la verdadera cultura hace cuerpo con el hombre que la
posee: es "tener" asimilado, digerido, y, por ello, se transforma en
"ser".
Es la diferencia que hacía Montaigne entre "la cabeza muy llena y la
cabeza bien hecha". No se asimila nada por embutido o por cebado, sino por
apetito.
La cultura no 'es, pues, solamente un añadido externo; es un alimento que
desarrolla y perfecciona al sujeto que la asimila, y con ello se distingue
perfectamente de la instrucción a la que puede sobrevivir según el célebre
dicho de Eduardo Herriot: "la cultura es lo que queda cuando se ha
olvidado todo". Lo que queda cuando los elementos externos de la
instrucción (hechos, fechas, fórmulas, citas, etc.) se han borrado de
nuestro espíritu, es precisamente esa profundización del ser interior, esa
capacidad de reflexión y de crítica, ese apetito que nos permite recibir y
digerir nuevos alimentos. Pero, para muchos hombres instruidos, se puede
dar la vuelta a la fórmula del antiguo alcalde de Lyon y decir que la
cultura es lo que falta cuando se ha aprendido todo. Es el ejemplo que nos
dan tantos eruditos que saben todo y no entienden nada.
El tipo humano que corresponde a lo que en el siglo XVIII se llama "un
hombre honrado" o el "humanista" de hoy es precisamente el hombre
cultivado en el sentido que acabamos de definir. El hombre en quien el
saber, integrado en una experiencia vivida, es la expresión y la
prolongación de su ser. Y es por el número y la influencia de tales
hombres como se reconoce la verdadera civilización: la que consiste, no
sólo en el dominio de las cosas por la técnica, sino en el florecimiento
de los espíritus y las almas por la sabiduría.
Tratemos ahora de establecer por qué razones esos dos aspectos del saber
se han separado.
En primer lugar porque la instrucción ha tomado, cada vez más, un carácter
utilitario cuyo mayor síntoma es la carrera de los diplomas. Pues, la
Verdad -primer objeto de la inteligencia-, no es un medio sino un fin. Y
en la medida en que se hace de ella un medio, la instrucción degradada se
aleja cada vez más de la cultura.
Después, a causa del carácter impersonal de la
instrucción tal y como se da en tantos establecimientos escolares anónimos
y sobrecargados. La rigidez de los programas que se dirigen a todo el
mundo y a nadie, la dificultad del contacto humano y el diálogo entre el
profesor y el discípulo en clases demasiado llenas contribuyen
-cualesquiera que sean, por otra parte, la competencia y la buena voluntad
de los profesores- a deshumanizar la instrucción y a separarla de la
cultura.
En definitiva, es al buscar "tener" sin ocuparse de. "ser" al buscar el
objeto del conocimiento sin tener en cuenta al sujeto que conoce como se
ha ahondado el foso entre la instrucción y la cultura. Se ha sembrado sin
preparar el terreno, se ha distribuido el alimento intelectual sin
cuidarse del estado de las entrañas de los convidados. Y, sin embargo,
parece que la primera condición para una buena digestión es hacer
coincidir el hambre con la alimentación...
No se sabe cómo poner de acuerdo el saber nuevo con el saber anterior, el
saber abstracto con el saber experimental. Se olvida que el cerebro del
niño que va a la escuela no es cera virgen: posee ya todo un capital
interior de sensaciones y conocimientos que el educador no tiene derecho a
descuidar. Y el arte de la educación consiste en unir, con ejemplos bien
elegidos, la fórmula de los libros a la experiencia vital, el saber
fundado en la idea al conocimiento que procede de la imagen. El educador
debe ampliar y rectificar la experiencia del niño: jamás debe desconocerla
o negarla.
No resisto al placer de citar este texto de Maurice Barrés que he
descubierto recientemente y que se refiere precisamente a nuestro asunto.
Hablando de las almas de los niños, clama: "Pasando por esas almas, que no
carga ninguna memoria, las imágenes del universo vuelven a tomar una
inocencia y una juventud divina. Si la serenidad en la acción caracteriza
a los dioses, es la serenidad en la agitación lo que caracteriza a los
niños. Se apasionan conservando el frescor de la ingenuidad. Esos pequeños
inocentes tienen siempre el justo acento; sus voces, sus gestos, todo su
cuerpo tan frágil se mueve con cadencia. Se trata de alimentar esta
disposición natural, de emplearla sin deformarla, de sustituir poco a poco
la propensión instintiva por un destino determinado, de hacer entrar esa
propensión individual en la sinfonía social".
"Qué desgracia, qué pérdida irreparable si un niño que crece -sale de su
propia verdad, si cambia su canto natural por un canto aprendido: si se
hace un ser artificial, un hombre-mentira".
"Se encuentra uno muchos hombres-mentira en la vida, jamás dicen lo que
verdaderamente sienten; piensan, o más bien creen pensar, cosas que le son
extrañas, que han caído desde fuera en el fondo de su conciencia. Esos
hombres-mentira pueden ser escritores, pues hay pocos libros en los que se
pueda distinguir una verdadera sensibilidad. Son muy numerosos en la vida
mundana a la que hacen insoportable; los salones están llenos de hombres y
mujeres que se atribuyen de buena fe gustos y aversiones que jamás han
sido los suyos".
Todo el abismo que separa la instrucción de la cultura lo encontramos
expresamente en estas frases de Simone Weil:
"Se cree ordinariamente que un aldeano de hoy, alumno de la escuela
primaria, sabe más que Pitágoras porque repite dócilmente que la tierra
gira alrededor del sol. Pero, en realidad, no mira ya las estrellas. Ese
sol del que se le habla en clase no tiene, para él, ninguna relación con
el que ve.
Lo que hoy se llama instruir las masas es tomar esta cultura moderna,
elaborada en un medio tan cerrado, tan tarado, tan indiferente a la
verdad, en suprimir todo lo que aún puede contener de oro puro, operación
que se llama vulgarización, y en embutir lo que resulta tal cual en la
memoria de los desgraciados que desean aprender, igual que se da alpiste a
los pájaros".
La información que deforma
Pasemos ahora a la información propiamente dicha, es decir, a la
instrucción referente al acontecimiento cotidiano. Volvemos a encontramos
con todos los defectos que hemos analizado precedentemente- y llevados a
su suprema expresión por la potencia y universalidad de los medios de
difusión.
Es preciso afirmar, en primer lugar, que la falta de cultura basta para
esterilizar los datos de la información. La relación de un suceso, tomado
en sí mismo, no significa nada si este suceso no está conectado con un
conjunto de conocimientos que permiten situarlo y valorarlo. "No hay
grandes acontecimientos más que para los espíritus pequeños" decía Valery.
El hombre sin cultura, paseado por la información en el laberinto de los
sucesos, carece de hilo conductor para situarse en esa turbamulta de
noticias que la prensa y la radio vierten, sobre él todos los días. Un
tornado en Arkansas ¿qué sentido puede tener para el que desconoce la
geografía de los Estados Unidos? El hambre en la India no es más que un
hecho sin peso y sin raíces para el que ignora las condiciones
sociológicas, demográficas, políticas que hacen del hambre un fenómeno
endémico en los países de Oriente. El viaje del Papa a Jerusalén o a
Bombay no es verdaderamente un acontecimiento más que para aquel que sabe
lo que representa la religión católica: si no, sea el que sea el tamaño de
los titulares y la cantidad de imágenes visuales o sonoras, este
acontecimiento no tiene mayor importancia real que otros mil
acontecimientos anunciados con el mismo bombo. He visto hombres que
miraban con el mismo interés superficial y la misma profunda indiferencia
las imágenes del viaje de Pablo VI a Bombay y las de la estancia de
Brigitte Bardot en Méjico. La información presupone la cultura; no puede,
en ningún grado, reemplazarla.
Razones de la deformación
Lo que es más grave, es que, en la inmensa mayoría de los casos, la
información, que no es nada sin la cultura, actúe en sentido inverso a las
exigencias de la cultura. Y esto por las siguientes razones:
1) Por su anonimato. Se dirige a todo el mundo y a nadie, ignora el
diálogo: el que escribe o habla se dirige a interlocutores invisibles y
mudos: la influencia es en sentido único y funde todos los espíritus en el
mismo molde. Kierkegaard se inquietaba ya con el solo pensamiento de que
miles de individuos leen cada mañana el mismo periódico. Con lo que hacía
eco a Platón cuando éste decía que la palabra escrita y puesta al alcance
de todos, sin cambio vivo entre informador e informado, haría proliferar
"la raza aburrida y charlatana de los falsos sabios, de los sabios de
ilusiones". Además, el anonimato, la impersonalidad de la información
arrastran casi fatalmente su degradación. Pues el común denominador de una
multitud no se sitúa jamás en un nivel superior ni siquiera medio, y, por
consiguiente, aquel que busca la eficacia y el éxito es llevado sin
remedio a reducir al mínimo las exigencias intelectuales y morales de su
oficio. Es un hecho, que se puede comprobar cada día, que la calidad de un
periódico está en razón inversa a su tirada. "De lo que se trata es de que
nos entienda la portera de casa" he oído decir al responsable de una
emisión televisada. Así, el anonimato crea el divorcio entre la
información y la educación.
2) Por su masa. El número de las informaciones es tal (el menor
ciudadano de cualquier país es advertido de todo lo que pasa en el
universo) que el espíritu es incapaz de asimilarlas y simplificarlas: al
multiplicarse tienden a confundirse o a anularse unas a otras. El que
mucho abarca poco aprieta. Si pudiéramos ver en el cerebro del lector o
auditor medio, encontraríamos, en vez de un saber estructurado, un potaje
informe y movido de hechos e imágenes. La no asimilación crea, como en la
diabetes, una eliminación masiva y rápida: todo pasa y nada se fija en
esos espíritus fatigados en superficie e inactivos en profundidad. Lo que
no excluye el apetito: el hambre es más fuerte cuando la asimilación es
más débil. El hombre que tiene necesidad de su periódico cada mañana,
tanto o más que de su desayuno, que, si no lo tiene, se muestra inquieto y
desasosegado como un insecto privado de sus antenas, es siempre el que
menos se alimenta de su periódico: esa necesidad es del grado del prurito
y no de la nutrición. Y, como en las picazones, la necesidad es tanto más
imperiosa y más continua cuanto su satisfacción no es ningún placer.
3) Por su movilidad. No sólo se nos da a comer demasiado, sino que
no se nos da tiempo para digerirlo. Las noticias se anulan unas a otras,
tanto por su sucesión como por su número. Ya no estamos en la escuela,
sino en un cine, en el que se asiste simultáneamente a la proyección de
varias películas. Con ello se produce la erosión de la memoria viva -de
esa facultad de meditar, en la que Nietzsche veía la condición esencial de
la inteligencia y de la cultura auténtica-. Todo se sucede sin dejar
rastros; no hay tiempo de acordarse de nada: las informaciones, en lugar
de infiltrarse en nosotros, deslizan por la periferia de nuestro ser, como
una lluvia demasiado abundante sobre la superficie de la tierra. Así se
elabora el tipo de hombre de la instantánea o de lo discontinuo (Max
Picard) que la ausencia de raíces vuelve dócil a todos los impulsos del
suceso o de la opinión. De ahí procede el increíble servilismo de las
muchedumbres con respecto a los ídolos del día (artistas, políticos,
corrientes de pensamiento) y la no menos increíble rapidez con la que esos
ídolos pasan sin dejar rastro. ¿Quién se acuerda de las estrellas, de los
campeones, de los entusiasmos colectivos de ayer? La moda -con todo lo que
esa palabra lleva de consentimiento unánime y duración efímera- es el
producto específico de la información moderna: se lanza un artista o un
pensador como una especialidad farmacéutica o un producto de belleza- y
esa pompa de jabón, hinchada en un tiempo récord, se desvanece tan
rápidamente como se ha formado.
4) Por la ausencia de elección y jerarquía entre los sucesos que
transmite. La verdadera cultura es escalonada y selectiva: por el
contrario, en cierta información todo está al mismo nivel: lo que vale la
pena de ser conocido y lo que nada se perdería por no conocerlo. Abran un
periódico muy extendido: -encontrarán en él con el mismo lujo de titulares
atrayentes y fotografías evocativas un reportaje sobre la vida de los
monjes o sobre un gran escritor que acaba de morir; otro sobre los amores
o el divorcio de una artista y, un poco más lejos, la narración ilustrada
de un crimen crapuloso. Piensa uno en la predicción de Mistral de un
tiempo en el que "todas las hierbas se confundirán en una sola ensalada"
-y cada uno puede elegir, en esta mezcla, el elemento rico en colores y
sin sustancia que mejor le va a su curiosidad ávida de falsos misterios.
5) Hemos dicho que la verdadera cultura implica la Jerarquía y la unidad
del saber. La información obedece a la ley opuesta: la de la mezcla.
El único valor que reconoce y que orienta su elección es el éxito
material: lo verdadero y lo falso, el bien y el mal ya no son criterios;
lo que importa es responder a los gustos de la multitud. No se trata de
aclarar la inteligencia ni de elevar el alma, sino de distraer el espíritu
y excitar las pasiones. De ahí la complacencia de esta información con
respecto a las curiosidades y apetitos más bajos, y esta puja constante en
la busca de lo "sensacional" e "inédito" aun al precio de la exageración y
la mentira. Es preciso que la oferta corresponda a la demanda, y aun que
la prevenga y la suscite, lo que lleva a deformar, a exagerar, a
-solicitar los sucesos, y hasta a inventarlos en todas sus partes.
Boorstin ha analizado notablemente esta explotación del "pseudo suceso"
por los informadores de la prensa y radio. De un hecho auténtico, no se
retiene más que el lado superficial, se evoca todo lo que podría deducirse
de ese hecho, se le interpreta en función de los deseos o angustias de la
muchedumbre (la información es la gran responsable de las neurosis
colectivas); se crean "suspenses" imaginarios como en el cine; la desnudez
del suceso desaparece bajo el velo de los comentarios. Y si el suceso
espectacular, el más provocativo (que es casi siempre el menos importante)
no basta, se le fabrica -apañándose una salida con el empleo del
condicional: "El presidente X habría dicho...", "Tal observación
astronómica sería el signo de una supercivilización, distante cinco
millones de años-luz", etc. El relevo de los platos voladores está
asegurado.
Una información tal juega el papel de un narcótico con relación al
pensamiento y de excitante con relación a la imaginación: duerme nuestra
conciencia para entregarnos mejor a los mecanismos del sueño. Es muy
significativo, por otra parte, comprobar que este abuso de la puja por "lo
inédito" "lo extraordinario" y "lo formidable" lleva en línea recta a la
inanidad y al aplastamiento. "Todo lo que es
exagerado es insignificante" decía Talleyrand. ¿Qué menos inédito y más
banal en efecto que esas revelaciones ruidosas, esos "secretos" esas
"confidencias", divulgadas en millones de ejemplares, esa explotación del
escándalo que gravita alrededor del erotismo y del crimen -dos realidades
psicológicas muy pobres y que no pueden revelamos otra cosa más que su
nada-, "el aburrido espectáculo del pecado inmortal" como decía Baudelaire?
En esto, como en todo, la inflación provoca la devaluación, y el
aburrimiento se agrava con todos los esfuerzos que se hacen para huir de
él. El uso de los tóxicos los hace necesarios sin sustituir a los
alimentos.
6) Finalmente, la información se opone más
radicalmente a la verdadera cultura en el sentido de que es el
instrumento ideal de las potencias financieras y políticas que se sirven
de ella para arruinar nuestra libertad interna. No necesitamos sino
recordar aquí lo que se ha dicho sobre la violación de las muchedumbres,
las técnicas de envilecimiento, la puesta en forma de la humanidad. La
propaganda es la más eficaz de las tiranías, pues deja a sus víctimas la
ilusión de la libertad; el martilleo publicitario sustituye la reflexión
por el reflejo; el hombre consciente y libre puede reaccionar siempre
contra la presión exterior, la marioneta obedece espontánea e
infaliblemente a las manos que agitan sus cuerdas. El proceso de
degradación de lo vivo en mecánico, analizado anteriormente por Bergson,
se realiza aquí a fondo.
El conjunto de esos factores tiende a hacer de la información la
caricatura y el sustitutivo, yo diría incluso la degeneración
hipertrófica, de la verdadera cultura. Está claro que el hombre moderno,
sobrecargado e intoxicado por una masa caótica de informaciones
incontroladas e inasimiladas, vive cada vez más en una especie de sueño
aun estando despierto. El papel creciente que juegan las imágenes en esta
información le sumerge, en efecto, en un universo que no tiene mayor
consistencia que un sueño. Boorstin, a quien ya hemos citado, analiza
admirablemente esta sustitución de la imagen -quiero decir la imagen
fabricada, estilizada con vistas al rendimiento publicitario-, en vez de
la realidad de los sucesos y los seres. La ficción reemplaza a la realidad
y la elimina. El éxito de la palabra "espectacular" (otro neologismo
revelador) muestra bien de qué se trata: estamos en el espectáculo -en un
espectáculo en el que las peripecias y los personajes están preparados y
disfrazados para causarnos sensación y seducirnos-. Y para invitarnos a un
"compromiso" (otra palabra de moda...) tan ilusorio como los papeles que
se desarrollan en la escena. El "gran teatro del mundo" se convierte así
en un teatro de marionetas; la imagen domina sin discusión como en los
sueños; ya no tenemos, según el abate Baley, que interpretar los signos,
sino tan sólo que obedecer a las señales.
Resistir a la información malsana
Para concluir, nos limitaremos a recordar algunos medios de resistencia a
la información malsana.
El problema aparece en los planos individual y social.
Se trata, en primer lugar, de tener en nosotros un filtro gracias al cual
seamos capaces de eliminar las informaciones inútiles, rectificar las
informaciones tendenciosas o, en la duda, poner en suspenso nuestro
juicio. La cultura juega aquí un papel esencial: un hombre cultivado sabe
guardar sus distancias con respecto a los acontecimientos y propagandas
que los explotan; los toma y los elimina como un organismo vivo; tiene en
sí suficiente verdad para olfatear y rechazar la mentira, y, si es
cristiano, tiene bastante fe para estar exento de credulidad. Pues es un
hecho experimentado que la credulidad es el destino de los hombres sin fe:
"Cuando ya no se cree en Dios -dice Chesterton- no es por no creer en
nada, sino por creer en cualquier cosa". El autómata social que los
americanos llaman "yesman" (hombres-si) encarna ese tipo humano que, a
falta de densidad interior y raíces, obedece como una brizna de paja a
todos los soplos de la opinión. En una época como la nuestra, la primera
palabra de la sabiduría es saber decir no.
Pero ningún individuo puede bastarse por sí mismo, y la cultura, como la
fe, necesita un basamento social. Importa, pues, ante todo, para hacer
frente a las potencias anónimas que dirigen la
opinión, crear islotes de resistencia, grupos humanos cuyos miembros estén
concretamente unidos unos a otros por la misma fe y el mismo ideal, que
constituyan a la vez barreras contra la mentira y hogares de difusión de
la verdad. En el interior de la ciudad tecnocrática y totalitaria (el gran
animal de Platón) que reina por la fuerza y el gesto (Pascal), tenemos que
restaurar la ciudad fraterna en que circulan la verdad y el amor. La
ciudad de los hombres libres y asociados en tanto que libres -un medio
social portador de valores eternos que están por encima de lo social-, una
ciudad temporal que, en lugar de aplastar a los individuos con su peso
ídolo, sea un lugar de paso hacia la ciudad de Dios.
Marchar... ¿hacia dónde?
Este es el camino que debemos seguir. Se habla mucho hoy día de un mundo,
una sociedad, en marcha. Y se nos invita por todos lados a no estorbar
esta evolución, a asociarnos a este movimiento. "La Iglesia en marcha en
un mundo en marcha" he leído recientemente, escrito por la pluma de una
personalidad católica, como la expresión del ideal más alto que se nos
puede proponer. Lo único que falta es que se les olvida decirnos a donde
vamos. El fin no cuenta, basta con el movimiento. En lo
que nos concierne, no nos negamos a marchar, pero no podemos creer en la
virtud infalible del movimiento como tal. Quizá no es por casualidad que
en el lenguaje popular francés el verbo marchar es sinónimo de engañar.
Rechazamos marchar sobre todos los caminos y tras todos los rebaños. No
marcharemos sino a condición de conocer el objetivo y de que este objetivo
sea la verdad y el bien. Si no, y esta palabra toma todo su peso de
sabiduría y prudencia en el mundo en que vivimos, no echaremos a andar.
Gustave Thilbon
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