La
problemática de la divulgación de temas psiquiátricos
En un informe sobre un viaje de estudios a los Estados Unidos de América,
escribía el psiquiatra profesor Villinger, de Marburgo, que la tendencia
allí reinante hacia la popularización y la propagación de los resultados
de las investigaciones científicas era para unos una ventaja, pero para
otros, un defecto. Yo querría hacer una propuesta intermedia: la
divulgación puede que sea una ventaja, pero la tendencia a la
popularización la considero un defecto. Mientras que la divulgación de los
conocimientos psicohigiénicos o psicoterapéuticos penetra de forma
efectiva en la gente y resulta útil, no se puede negar que la
popularización de la psicoterapia no es siempre tal psicoterapia, por lo
que no tiene en todos los casos un efecto psicoterapéutico. Antes de pasar
a desarrollar este tema, desearía citar, en relación con la divulgación
científica en general, a alguien cuyo método científico está tan por
encima de cualquier duda como lo está su récord en cuanto a número de
intentos de popularizar su teoría. Me refiero a Albert Einstein, y en
especial a unas palabras suyas, según las cuales el científico sólo puede
elegir entre escribir de una forma comprensible y superficial o de una
forma profunda e incomprensible.
Volviendo al tema concreto de la divulgación de temas psicoterapéuticos,
hay que decir que la incomprensibilidad no es el mayor peligro que amenaza
a los intentos de popularización; es mayor el peligro de las
interpretaciones equivocadas. Así, por ejemplo, el doctor Binger,
responsable de la higiene psíquica en Nueva York, se lamenta de que uno
nunca puede estar seguro de no ser mal interpretado cuando pronuncia una
buena conferencia. Él mismo, por ejemplo, dio en cierta ocasión una
conferencia por radio acerca de la denominada medicina psicosomática, y al
día siguiente recibió una carta en la que alguien le preguntaba que dónde
podía comprar un frasco de esta medicina.
Tengo que admitir que no estoy en modo alguno convencido de que el
conocimiento de una enfermedad cualquiera sea algo saludable. Puedo
imaginarme muy bien, por el contrario, que tenga un efecto perjudicial.
Quisiera mencionar a este respecto la situación que se da, por ejemplo, al
medir la tensión arterial: supongamos que al medírsela a un paciente
observo que la tiene ligeramente alta; si a su inquieta pregunta: «Doctor,
¿cómo tengo la tensión?», contesto que no necesita preocuparse, que no hay
motivo para ello, ¿le estoy mintiendo? Yo creo que no, pues tras mi
tranquilizadora respuesta el enfermo respirará con alivio y dirá: «Gracias
a Dios; temía que me pudiera dar un ataque.» Y tras abandonar sus temores
baja efectivamente su tensión arterial hasta lo normal. Pero, ¿qué habría
sucedido en el caso contrario, si le hubiera dicho la verdad? Habría
exagerado la realidad y no se habría mantenido ligeramente alta la
tensión, sino que el paciente, ahora preocupado y angustiado, habría
reaccionado inmediatamente ante mi manifestación con una notable elevación
de su tensión arterial.
Pensemos, si no, en la divulgación de los resultados de estudios
estadísticos. Si se comprobara estadísticamente que tantos y tantos
maridos engañan a las mujeres —y esto se ha hecho realmente en un
importante trabajo— y se hiciera público, estoy convencido de que no se
mantendría igual el porcentaje de maridos infieles. El hombre medio no
pensaría: «Es un escándalo que la mayoría sea así (como él mismo); a
partir de ahora voy a serle fiel a mi mujer para fortalecer y apoyar a la
minoría de los decentes.» Antes bien, se diría: «Yo no soy un santo y no
tengo por qué ser mejor que los demás.» Y es probable que esta reflexión
influyera en su decisión en la primera tentación que se le presentara.
Todo esto se podría comparar con la conocida tesis del físico Heisenberg
de que la observación de un electrón trae siempre consigo un factor de
influencia. Esto mismo es analógicamente válido también en nuestro
contexto, y yo me atrevería a afirmar que, por ejemplo, la publicación de
una realidad estadística constituye siempre un factor de influencia de
quienes están incluidos en dicha estadística, provocando así una
falsificación de la realidad. En Estados Unidos donde la popularización de
la psicología profunda, del psicoanálisis, ha alcanzado unas dimensiones
que los centroeuropeos apenas pueden imaginar, comienza a verse ahora el
reverso de la moneda. Así, hace poco se podía leer —¡en una revista
médica!— que las denominadas asociaciones libres, en las que se basa el
método de tratamiento psicoanalítico, hace mucho que ya no son «libres», o
por lo menos no tan libres como para que pudieran dar todavía al médico
una información sobre el inconsciente del paciente. Éste sabe ya «por
dónde va» el psicoanalista, y lo conoce debido a los numerosos libros que
tratan el psicoanálisis y otros temas predilectos de los lectores. No se
puede hablar, pues, de naturalidad ni de ausencia de prejuicios.
El lector medio conoce los principales complejos. Lo que no sabe es que
tales complejos, los conflictos o las denominadas vivencias traumáticas,
es decir, los trastornos mentales, al fin y al cabo no influyen en la
aparición de las neurosis tanto como él imagina. Para demostrar esto me
gustaría mencionar sólo que en cierta ocasión le encargué a una doctora de
mi departamento que, al azar, sin hacer una selección, les preguntara a
los diez últimos casos de neurosis que estaban en tratamiento ambulatorio
varias cosas acerca de sus vivencias que podían resultar patológicas. A
continuación se hizo lo mismo con otros diez pacientes, elegidos al azar,
que se encontraban en nuestro departamento por padecer una enfermedad
nerviosa orgánica, con el sorprendente resultado de que estas personas,
que estaban mentalmente sanas, no sólo habían tenido vivencias similares
(también de igual gravedad) que las diez primeras, sino que las habían
tenido en una proporción incluso mayor, aunque pudieron superarlas sin
contraer una enfermedad neurótica.
Así pues, no existe razón alguna para el fatalismo. Una actitud de este
tipo ante las vivencias pasadas, incluso ante las más graves, sería un
síntoma neurótico. Pues es un rasgo típico de los neuróticos el hecho de
disculparse de sus complejos o de su carácter y actuar como si hubiera que
aceptarlo todo. En el neurótico lo típico es eso: lo que constata en sí
mismo, con eso se compromete siempre; lo que encuentra en sí mismo, con
eso se conforma siempre. Si habla, por ejemplo, de su falta de voluntad,
olvida no sólo que donde hay un deseo hay también un camino, sino también
que donde hay un objetivo allí hay también un deseo. Cuando un neurótico
habla sólo de los rasgos de su personalidad, de su carácter, se está
disculpando también de ese carácter. Pero, ¿cómo puede salvar su destino
alguien que lo considera ya decidido?
Por eso tenemos que oponernos al fatalismo neurótico, y también a una
forma de popularizar los resultados de la investigación psiquiátrica que
sólo puede crear daños. ¡Cuántos pacientes nos encontramos cuya enfermedad
neurótica ha surgido porque reaccionan ante cualquier trastorno nervioso,
en sí leve, con el temor de que pueda ser un síntoma o un pródromo, es
decir, un indicio o señal de enfermedades graves! Y al profano en la
materia se le presentan motivos para sufrir estos temores en una
divulgación médica o psiquiátrica popular, que no lleva más allá de unos
peligrosos conocimientos superficiales.
Hoy en día, cuando el buen tono del periodismo exige utilizar términos
psiquiátricos, el cine no se puede quedar atrás, y trata por ello el
psicoanálisis, casos de esquizofrenia y de pérdida de la memoria; trata,
por lo menos, lo que se imagina que es el psicoanálisis. Pero así sólo se
crean temores innecesarios. Es probable que una mujer que haya visto la
película The cobweb se pregunte: « ¿No me amamantó también mi madre algún
día demasiado tarde? ¿No pisó también mi padre mi muñeca alguna vez?» En
pocas palabras, « ¿no he sufrido yo en mi infancia los mismos daños
mentales que la protagonista de la película? No lo sé; pero ella tampoco
lo sabía antes de que se lo dijera el psicoanalista.» Así, esta mujer
saldrá del cine con miedo de acabar también ella en una telaraña, en una
cama enrejada. Estos temores son, en general, obsesivos, y precisamente el
que tiene tendencia a sufrir tales obsesiones está inmunizado contra los
trastornos mentales auténticos.
No es éste el lugar apropiado para criticar los aspectos artísticos de una
película; pero hay que decir que no toda, pero sí una parte de la
información psiquiátrica que ofrece la película The cobweb es falsa. Y no
digamos nada de esas películas que llegan hasta presentar, por ejemplo, el
suicidio, unido a la eutanasia, como último recurso. Semper aliquid haeret,
siempre queda algo adherido, y esto pesa siempre en la balanza de una
decisión. Sería de desear que los responsables de la producción de una
película se dieran cuenta de que cada metro que filman influye sobre la
psique de las masas, y cada proyección de una película, se quiera o no, es
una receta de psicología para el público. Que nadie se excuse diciendo que
algo como la producción cinematográfica y literaria actual son sólo
síntomas, simples signos de la enfermedad de nuestro tiempo, pues está en
nuestras manos el preocuparnos de que tanto el cine como los libros, la
prensa y la radio, en pocas palabras, todo lo que influye en las masas, no
siga siendo un síntoma, sino que se convierta en un remedio.
Víktor E. Frankl
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