De la soledad serena  

 

La realidad del ser humano se ha venido a plantear como el mundo que lo rodea y, en consecuencia, todo su sentir, pensar y obrar están vertidos hacia el exterior. El mundo de los objetos, de las posesiones, de las relaciones interpersonales, del trabajo o de la vida social ha adquirido una importancia absoluta en la definición del éxito o fracaso de una persona, si no es que de su esencia misma. En consecuencia se cree que la resolución de la problemática existencial se obtiene mediante la razón y la palabra, con lo cual una gran cantidad de energía se disipa en hablar y escuchar. Empujado por esta tendencia cada vez más generalizada, el ser humano actual ve en la soledad un vacío sin sentido o angustioso y tiene cada vez menos posibilidades de percibir la riqueza y plenitud que hay en ella. No hay nada tan característico del hombre moderno como la incapacidad de tomarse tiempo para sí mismo y distanciarse de la actividad externa a la que pertenecen no sólo la vida cotidiana sino aún el tiempo libre igualmente programado. Ha quedado en el olvido lo que ha sido subrayado con mayor ahínco en las más diversas enseñanzas y tradiciones humanas de sabiduría: el hecho de que en lo más íntimo de sí mismo es donde radica la definición y la confianza primordiales del ser humano. En efecto, no se llega a lo más íntimo de la existencia cuando se habla sino cuando se calla.

Al recogerse en sí mismo el ser humano se abre a su interioridad y en ella encuentra el arduo camino de la serenidad. Pero sintonizar el silencio no es fácil: hay que defenderse del estrépito del mundo exterior, encontrar un espacio de soledad y cultivar contra la corriente el aislamiento y la meditación. La meditación ha sido objeto de una gran curiosidad reciente, no siempre lúcida.

Meditar significa dar un paso de una dimensión a otra, de la dimensión del mundo externo de los acontecimientos que saturan nuestra vida a la de nuestros fundamentos que dan a la primera su profundidad y sentido. Este paso sólo puede ser dado en la soledad, y es en ella, paradójicamente, en donde se supera la enajenación. "Sólo en soledad", nos dice Unamuno, ese gran solitario, "nos encontramos; y al encontrarnos encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos". Es en la soledad donde el ser humano puede explorar los confines de su existencia, y gracias a la meditación puede confrontar lo que le es más decisivo. Pero la soledad y la meditación no ofrecen la tranquilidad y el sosiego más que como objetivos finales. Son un camino en el que se abre la posibilidad de que surjan y se resuelvan los recuerdos más dolorosos y las dudas más acuciantes, un espacio en el que las preocupaciones más centrales hallan su propia mecánica y verdadero metabolismo. Es así que la meditación ofrece una ayuda —posiblemente definitiva— en las cuestiones más difíciles de la existencia.

En efecto, es en la soledad y en la meditación donde la persona puede ampliar su conciencia y pasar del olvido de su propio ser a la exploración de su esencia. El ensanchamiento de la conciencia es lo que permite penetrar al mundo de la interioridad humana, ya que la conciencia actúa como una luz, como una antorcha que ilumina el abismo en el que nos adentramos. La práctica de la atención diligente, que es la base de todas las técnicas de meditación y que sólo es posible empezar a cultivar n la soledad, es la luz en sí de la conciencia y nos permite, poco a poco y penosamente, adiestraría y dirigirla. Y acontece entonces que, en la medida en que profundiza en el encuentro con su base primordial, la persona encuentra una sensación de seguridad a la que no tiene acceso en su vida mundana habitual.

Sin embargo, como toda experiencia humana, la meditación tiene limitaciones y múltiples dificultades. En primer lugar no hay una satisfacción inmediata de los anhelos de paz y serenidad. Es difícil y se necesita mucho esfuerzo para llegar a conocer los numerosos grados y espacios de la interioridad. Hay muchos momentos de desolación, de sequedad y de simple resistencia. Es necesario empezar con lo más difícil: enfrentar el estrépito del mundo interno, el ajetreo del pensamiento, los intensos movimientos de la emoción, los muros de la duda y el aburrimiento. Ya en el inicio de cualquier práctica de meditación nos percatamos de que nuestra vida interior se encuentra en un estado de desorden sorprendente y lastimoso. No pensamos deliberadamente, sino que nos invaden pensamientos, nos penetra una corriente de sentimientos, asociaciones, impresiones, atracciones, impulsos y rechazos de toda clase. Y es ahí mismo donde empieza el trabajo de la meditación.

Notamos que es necesario acabar con el desorden, pero nos damos cuenta de que es una tarea titánica. El ejercicio meditativo empieza entonces desde abajo, con la iluminación consciente de las funciones más elementales, como la respiración, la deambulación o la postura. Esto supone ya grandes dificultades y el proceso es lento y trabajoso. Cualquier método de autoconocimiento que ofrezca un atajo resulta sospechoso. La meditación es un proceso orgánico de crecimiento y maduración que no se puede hacer de prisa. No hay calendarios ni se pueden programar los avances. A cada quien se le dan las herramientas y las técnicas para usarlas. El progreso dependerá de su tenacidad y pericia.

A pesar de las dificultades, quien ha probado el camino de interiorización persiste en él porque se ha dado cuenta de que es un proceso por el que obtiene un conocimiento y una solución auténticos de su predicamento existencial, porque con su práctica sistemática encuentra cierta seguridad que apunta, crecientemente, hacia una más permanente. Persiste porque, en definitiva, cambia su actitud al adiestrarse en la serenidad. Con todo esto podemos decir que la práctica prolongada de la meditación en retiros y en la vida diaria produce dos frutos que vienen a ser a la larga uno solo: la serenidad y la sabiduría. La serenidad implica cierto dominio de sí que le permite a la persona una relación más adecuada con el mundo de cosas que la rodean y apremian. Ejercitarse en una práctica meditativa bien estructurada y probada pone a la persona en mejores posibilidades de reflexionar y seleccionar. La serenidad, por su parte, nos adentra en el arte de observar y escuchar para asimilar, con lo cual es posible vivir más plena y adecuadamente. La serenidad no es propiamente una emoción o un sentimiento, es una actitud que, al tiempo que amplifica la intensidad de la experiencia, mantiene una distancia de ella.

Es en la soledad y aprendiendo a callar que podemos contener este mundo y respetar el ajeno pero, sobre todo, abrir un espacio interior para que se pueda dar otra experiencia, la que está más allá de las palabras y en la que se encuentra la clave de la plenitud.

José Luis Díaz, El ábaco, la lira y la rosa. Las regiones del conocimiento


 

 

 

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