Victoria
y lucha
El hombre que afirma su YO puede aguardar tranquilo aunque el hado le
contraríe. - H. Wilmans -
No conceden al hombre la felicidad ni las victorias en los Juegos
Olímpicos ni las de los campos de batalla. Tan sólo lo logra quien se
vence a sí mismo. Los combates verdaderos son las tentaciones y las
contrariedades. ¿Fuiste derrotado una, dos, tres, veinte, cien veces?
Sigue combatiendo. Cuando venzas, por fin, tan feliz serás como el que
venció siempre. - Epícteto -
Un ser robusto pero hipnotizado por la sugestión de que no puede
levantarse de la silla en que está sentado, no podrá hacerlo hasta el
término de la sugestión. Una mujer, en cambio , sobreexcitada en sus
nervios por el instinto de conservación en oportunidad de un incendio o de
un naufragio, es muy capaz de cargar a una persona mucho más pesada que
ella.
En los dos casos, la actitud de la mente, la disposición anímica, pero no
el vigor físico, determinan la acción que tiene, empero, el músculo por
instrumento.
De manera que las obras dependientes en parte o en todo de la actitud de
la mente, como son por lo general la totalidad de las que proporcionan al
hombre un éxito feliz, exigen una energía mental mucho mayor y una
disposición anímica más recia.
Todos los que triunfaron en los campos de batalla, en las bregas
comerciales, en las luchas de la industria o en los entreveros incruentos,
pero terribles, contra las pasiones y los vicios, consiguieron vencer
gracias a la actitud mental con que iniciaron la acción.
Desearía persuadir a los jóvenes de la enorme eficacia de la rectitud del
pensamiento en el logro del éxito final. Renovaría íntegramente nuestra
existencia y habría de librarnos de numerosas dolencias y preocupaciones,
el reconocimiento de la personal aptitud para conducir a buen término
empresas nobles, la seguridad de que hemos sido destinados al triunfo, y
la idea firme de que constituye un crimen moral trabar el desarrollo del
plan divino.
Suscitan el debilitamiento de las imprescindibles facultades para el
éxito, y empequeñecen la destreza ejecutiva cuyo resultado son los
fracasos trágicos y la mayoría de la pobreza y de la miseria que aflige a
la "grey" humana, la creencia en imposibilidades, en limitaciones, el
convencimiento de que no nos es posible sobreponernos al medio ambiente,
que tenemos que ser víctimas de las circunstancias.
Es el señorío, el mayorazgo del hombre; mas sin consideraciones renuncia
al mismo, prefiriendo la franqueza y la limitación. Pide pobreza,
esclavitud, miseria, en lugar de abundancia, libertad y dicha.
Mas, ¿cómo podrá nadie evitar la miseria o la pobreza si no piensa y cree
que no puede?
¿Existe alguna gracias a la la cual pueda un hombre cuando cree que no
puede?
¿Conocemos alguna filosofía mediante la cual el hombre se halle en
condiciones de mirar hacia las alturas sin alzar su rostro?
¿Está alguien enterado de la existencia de un medio que conduzca al
triunfo a quien piensa, habla y actúa como un perfecto fracasado?
No puede nadie emprender dos rumbos al mismo tiempo. No es posible la
certeza en la duda. En tanto no tachemos de nuestro léxico los términos
fatalidad, impotencia y duda, no podremos medrar ni progresar. No ha de
sernos posible robustecernos mientras estemos persuadidos de nuestra
debilidad, ni podremos tampoco ser felices en tanto pensemos en nuestras
miserias. El hombre se convierte, tarde o temprano, en lo que piensa.
Es tan imposible ser recio y gozar de buena salud pensando siempre en
debilidades y dolencias, hablando perennemente de quebrantos físicos y de
flaqueza corporal, como aguardar que se robustezcan las facultades de
ejecución dudando siempre de la aptitud para llevar a cabo la empresa
intentada.
No debilita nada tanto la mente, hurtándole toda eficacia para el
pensamiento recto, como la duda constante de la personal aptitud para el
cumplimiento de una obra determinada.
Comienzan por poner en tela de juicio su capacidad para finalizar con
éxito su empresa, la mayoría de los individuos que fracasan en la vida.
Desde el instante mismo en que un joven, al dar los primeros pasos en la
senda de su existencia, alberga dudas en su mente, tiene en su campo a un
enemigo, a un espía que le traicionará en un momento dado. Es la duda de
la misma familia del fracaso y cuando se la ha admitido, sin expulsarla
luego, acarreará la apatía, la indiferencia, la pereza y otros vicios de
la misma y baja índole.
Cuando se encuentre alojada en la mente toda esta escoria, se esfumarán
los buenos y sanos propósitos, se desvanecerán los anhelos legítimos y las
aspiraciones nobles, y atraerá a una cantidad considerable de vicios
semejantes.
Vanos serán el deseo de hacer algo digno, los anhelos del progreso y
prosperidad, en tanto alentemos ociosos pensamientos, ideas de fracaso y
de quebranto, agotadoras de las energías de la mente y aniquiladores de la
fuerza de atracción del éxito. Muy pronto se adueñará del ánimo y de las
acciones, la idea del fracaso.
Estaremos perdidos desde el preciso instante en que parlamentemos con la
flaqueza y nos supongamos vencidos. No resta esperanza alguna al hombre
que perdió sus bríos y se negó a la lucha. No se puede ya extraer partido
del mismo. Si existe en el mundo algo despreciable es el hombre que se
considera derrotado, que capitula con la adversidad, expresando: "No
puedo, es inútil, todo se alza en contra mía, me persigue la suerte
adversa".
El pensamiento perpetuo de que estamos derrotados, de que no podremos
reaccionar, que el triunfo y el éxito son para los demás, equivale a
colocarnos de acuerdo con el propio pensamiento, trabando e incluso
anulando toda mejora de condición.
¿Cómo es posible que cambie de suerte quien se pasa la vida hablando de la
nefasta que le persigue? Habremos de ser míseros gusanos de tierra en
tanto creamos que lo somos. Nos veremos imposibilitados de elevarnos más
allá del nivel de nuestro pensamiento y de ser distintos del concepto que
nos hemos forjado de nosotros mismos. Seremos desventurados, miserables y
desdichados, si realmente creemos que lo somos.
En el mundo entero no existen medicinas ni específicos susceptibles de
librarnos de esta condición, mientras sostengamos pensamientos semejantes,
en tanto que la inversión de los mismos provocará la de las condiciones en
el cuerpo, con la misma certeza con que el sol y la lluvia dilatan la
corola del capullo. No existe en esto el mínimo misterio. Se trata de una
cosa rigurosamente científica.
Categóricos en sus afirmaciones son los hombres de pro. Poseen una enorme
capacidad positiva. Tan recia es su facultad de afirmación y el
convencimiento de su aptitud para realizar una cosa, que los opuestos no
les perturban en absoluto. Cuando deciden hacer algo, consideran ya que se
hallarán en cabales condiciones de hacerlo. No admiten dudas ni temores
aunque se burlen de ellos las gentes y los traten de maniáticos. Han sido
tildados de maniáticos y aun de cosas peores, todos los grandes hombres
que contribuyeron al progreso de la humanidad.
Mas los beneficios de la civilización moderna los debemos a la confianza
que en sí mismos depositaron sus campeones, a la fe firmísima de su
misión, que nada consiguió quebrantar. Se compendia en sus biografías la
historia de todos los movimientos tendientes al progreso del mundo.
¿Qué hubiese ocurrido si Copérnico y Galileo hubieran desistido de sus
investigaciones científicas al verse injuriados con los apelativos de
dementes y maníacos? Se basa la moderna astronomía en la seguridad que
tenían ambos de que la Tierra es redonda y se mueve en torno del Sol, en
lugar de moverse este último en derredor de aquélla.
Pensemos en la suerte de América, si hubiese Cristóbal Colón renunciado a
su empresa cuando los soberanos de Europa y las sabias corporaciones le
expulsaban por iluso.
Supongamos que Ciro West Fiel se hubiese rendido a la adversidad al cabo
de doce años de esfuerzos infructuosos para ceñir el océano, cuando un
cable tras otro se partía en el instante de la prueba. Supongamos que
hubiera escuchado los consejos de sus familiares, quienes le auguraban la
pérdida de su fortuna y su muerte en la miseria más negra.
Imaginémonos a Fulton desconcertado y derrotado al leer en un libro que
buque alguno de vapor podría cargar a su bordo el indispensable carbón
para atravesar el Atlántico. Pero ésto no obstante, Fulton vivió lo
bastante para ver que transportaban a Europa, en un buque de vapor, varios
ejemplares de la misma obra que negaba la posibilidad de la travesía del
océano.
Qué seríamos hoy si Alexander Graham Bell hubiera perdido la confianza en
sí mismo al gastar el último centavo en los experimentos de prueba del
teléfono, cuando todo el mundo lo consideraba un loco?
Regresó Jerónimo Savonarola a Florencia con la humildad de un hijo de
Santo Domingo, ignorado por todos, luego de haber logrado triunfos
estruendosos predicando en Brescia. No solamente veía por doquiera el
pecado y la mundanalidad, sino la relajación de la casta sacerdotal y de
los gobernantes, que pensaban únicamente en el goce licencioso de las
riquezas.
Se propuso desde el primer momento realzar el nivel moral de esas gentes,
exponiendo a todo el mundo, con su verba elocuente y cálido, lo villano de
la conducta aquella. Intentaron sobornarle, pero el intento se hizo trizas
contra la austeridad moral del celoso apóstol de la verdadera vida
cristiana. Jamás perdió de vista su ideal.
Por ese entonces gobernaba en Florencia el príncipe Lorenzo de Médicis, y
el solio pontificio era ocupado por el mundano papa Alejandro VI, muy
inclinado a la ostentación y al lujo. Savonarola, empero, no se intimidó,
y consiguió, con sus publicaciones, derrocar el despotismo de los Médicis,
llegando su influencia a ser tan poderosa, que las gentes no sólo
procedieron a la enmienda de su conducta pecaminosa, sino que hicieron un
público "autodafé" con sus lujosos atavíos.
Mas las vicisitudes políticas entronizaron nuevamente el caciquismo de los
Médicis, y como se negase Savonarola a prestar obediencia a la orden que
le vedaba predicar, pereció víctima de sus perseguidores, elevando su
ideal a un nivel en mucho superior a la vulgaridad, y favoreciendo con su
valiente y abnegado proceder el advenimiento de la Reforma.
Cuando James Wolfe compareció ante una comisión del Parlamento de Gran
Bretaña, para que le notificara su designación como jefe de la expedición
de Quebec, le inquirieron si se consideraba con fuerzas suficientes para
poner feliz término a la campaña.
Wolfe respondió con intenso entusiasmo, golpeando la mesa con su espada y
blandiéndola en la sala en una actitud tan arrogante de egoísmo y
vanagloria, que la comisión, disgustada ante ese espectáculo,
arrepintiéndose de haberlo designado.
Mas cuando el joven general, que contaba tan sólo 32 años de edad, vióse
al mando de sus tropas, la confianza que tenía en sí mismo le llevó a la
formidable victoria lograda en las planicies de Abraham contra el ejército
francés, dirigidas por el marqués de Montcalm.
Napoleón en la guerra, en la diplomacia Bismarck, el gran Hugo en la
literatura, y tantos hombres célebres que no sería posible designar aquí
tuvieron una fe tan inquebrantable de sí mismos, que provocaron las burlas
y la hostilidad, como les ocurre con frecuencia a todos los que intentan
grandes empresas.
Porque es una indispensable cualidad para la realización de cualquier
hazaña, la propia confianza. La confianza que tuvieron en sí mismos
multiplicó la personal eficacia de estos hombres. ¿Qué otra cualidad
podríamos reconocer en la actuación de un Wesles, de un Savonarola o de un
Lutero?
Sin esta fe sublime, sin esta confianza en su misión, ¿Qué otra cualidad
podríamos reconocer en la actuación de un Wesles, de un Savonarola o de un
Lutero?
Sin esta fe sublime, sin esta confianza en su misión, ¿hubiera podido
Juana de Arco, la débil doncella de Orléans, llevar al ejército de Francia
a la Victoria.
Sin esta energía espiritual, ¿habría dominado a millares de racios
soldadotes, como si se tratase de criaturas?
La confianza divina que poseía en sí misma, multiplicaba su poder al punto
de que la obedecía el mismo rey.
Cuando amenazaba la guerra civil a los Estados Unidos, el en apariencia
insignificante Lincoln manifestó a algunos políticos que si era proclamado
candidato a la presidencia de la República contaría con probabilidades de
resultar electo y que gobernaría bien.
Reflexionemos en la confianza firmísima que debía tener en sí mismo ese
hombre nacido en una cabaña, sin beneficiarse con casi ninguna de las
ventajas que proporcionan la cultura y la educación.
Pensemos en la confianza sublime de Grant, cuando le aseguró a Lincoln que
se creía capaz de terminar la guerra civil a pesar de que dos años antes
había sido un comerciante al menudeo de poca monta, apenas conocido fuera
de los límites de su vecindad. Y terminó la guerra, no obstante las agrias
censuras de que le hacían objeto las gentes, como nunca las soportó hombre
alguno de esta tierra.
¿Qué serían hoy los Estados Unidos, si Lincoln y Grant hubieran perdido la
confianza en sí mismos al verse tan furiosamente atacados por los órganos
de la prensa?
Los generales que precedieron a Grant en el mando, no tuvieron tanta
confianza como él en su aptitud. Dominó Grant por completo la situación,
porque no alentaba la mínima duda en la victoria final. Sabía que
derrotaría a los enemigos en tanto contase con tropas y pudiese aprovechar
la ocasión. Sus antecesores en el mundo, que experimentaban siempre
recelos y dudas, ganaban tan sólo batallas particulares.
Esta vivísima fe en una justa, permitió a Andrew Jackson infligir una
tremenda derrota, con un puñado de hombres, a un ejército de aguerridos
soldados británicos en Nueva Orléans.
Esta confianza concedió al general Taylor, con cinco mil hombres, la
victoria en la batalla de Buenavista, librada contra el general mejicano
Santa Ana, quien disponía de veinte mil.
La firme confianza, la esperanza de conseguir el ansiado propósito, es una
fuerza creadora que genera, fructifica y produce en acción, en tanto la
desconfianza destruye y aniquila.
Una fe muy firme sin sombra de duda ni de incertidumbre, aumenta de
maravillosa manera el poder de concentración, porque elimina todos los
motivos susceptibles de distraer el ánimo del punto al cual se aplica con
todas las facultades de la mente y todos los sentidos del cuerpo, para
efectuar una empresa determinada, haciendo posibles los progresivos
impulsos sin vaivenes ni desvíos derrochadores de mental energía.
Reformadores, descubridores, científicos, guerreros, inventores, poseyeron
todos este espíritu de afirmación invencible, en tanto que si analizamos
las causas del fracaso, advertiremos cómo la principal de las mismas es la
ausencia de fe de los fracasados, que no tuvieron en sí la confianza
característica de los favorecidos por el éxito o la fortuna.
La confianza limitada, la fe profunda en nosotros mismos, aunque frise en
ciertas ocasiones en la osadía, son absolutamente necesarias para la
realización de toda empresa elevada.
La fe en sí mismo ayuda a los hombres inferiores a conseguir resultados
superiores, gracias a la eliminación del temor, de la duda y de los seres
humanos.
No puede la mente actuar vigorosamente ante la duda. Irremediablemente se
reflejan en la acción las fluctuaciones mentales.
Tiene que haber seguridad, pues de lo contrario no habrá eficacia.
El ser ignorante pero absolutamente seguro de que hará lo que intenta,
suele hacer pasar vergüenzas al universitario diplomado cuya mayor cultura
y su perspectivas más amplias se hallan contrariadas por la sensibilidad
excesiva que amengua la confianza en sí mismo, y cuyas decisiones flaquean
debido a la perpetua ponderación de contrapuestas consideraciones que
imposibilitan el convencimiento.
Es posible que carezca de delicadeza de sentimientos el ignorante con
firme y vigorosa confianza en sí mismo, pero se evita, en cambio, las
preocupaciones y angustias de ánimo que suelen padecer los románticos y
escrupulosos por demás, porque la energía mental del iletrado se halla
virgen aún, sin que las teorías partidistas la hayan unilateralizado, ni
amedrentado el reconocimiento de lo mucho que todavía le queda por
conocer. Cuando vacila y retrocede el erudito, sigue el ignorante
avanzando impávido.
El debilitamiento de la propia confianza y el aumento de la timidez, es
muchas veces una lamentable consecuencia de la cultura superficial.
Conocí a muchos jóvenes que iniciaron los estudios secundarios con una
ilimitada confianza en sus aptitudes y facultades, con una recia fuerza de
afirmación; pero los mismos, al recibirse, habían perdido estas óptimas
prendas de carácter, las cuales habían sido substituidas por la timidez y
el retraimiento de toda afirmación, que echan a perder de tan lamentable
manera las facultades ejecutivas del hombre.
Los hombres muy eruditos son, por lo general, retraídos, tímidos y poco o
nada aptos para la acción. En lugar de afirmarla, niegan y esfuman su
personalidad.
La modestia, la paciencia, la tolerancia, constituyen cualidades en
extremo estimables cuando se hallan en su verdadero lugar, pero resultan
perjudiciales si no se subordinan a una propia confianza vigorosa y a la
afirmación audaz.
Las virtudes que podríamos denominar de resignación y de conformidad,
podrán tener un valor cuantioso para el perfeccionamiento puramente moral
de carácter, desde el ángulo confesionalmente religioso, pero no son las
que convienen al hombre práctico que intenta alcanzar el éxito material,
aunque sea sin perjuicio del prójimo.
Deberán mantenerse incólumes en cualquier contingencia, las facultades de
acometividad y de ejecución, o de lo contrario la vida quedará truncada.
Orison Swett Maden, Energía Mental
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