Visión
catastrófica de la ecología
Programas radiales, películas y grabaciones de televisión, han tematizado
el medio ambiente en términos negativos, acumulando informes y expedientes
que señalan factores de polución, contaminación, exterminio de especies y
agotamiento de recursos. Quizá por eso, muchos consideran que la ecología
consiste en una identificación de factores nocivos que deben ser
expulsados de la convivencia ciudadana.
El pensamiento ecológico queda, de esta manera, convertido en un juicio
maniqueo donde el mal es confinado a las modernas civilizaciones
industriales, que deben ser sometidas a un tratamiento moral por padecer,
como afirma Fierre George, una enfermedad vergonzosa.
Sin negar que la angustia y el temor generados por la crisis
medioambiental tiene un sólido soporte en la realidad, cabe aceptar
también que las imágenes acuñadas para representarla expresan en gran
medida un componente psicológico y afectivo relacionado con el terror que
producen los cambios inesperados. La sociedad humana cruza por un momento
de innovación que pone en entredicho su identidad cultural y biológica,
episodio crítico que con buen olfato periodístico el escritor
norteamericano Alvin Toffler denominó el "Shock
del futuro".
Los cambios acelerados de la sociedad contemporánea, con el concomitante
derrumbe de tradiciones y costumbres consideradas hasta ahora inamovibles
y perennes, pueden ser vividos como una ola desestabiliza-dora que pone en
peligro los fundamentos de la vida humana, generándose añoranzas por un
mundo que se hunde y en el que se cifran los ideales de una hipotética
felicidad perdida.
Paradigma de la época
La ecología y la temática del medio ambiente representan, no cabe duda, un
paradigma de la época. Pero como sucede con todo paradigma, también éste
reúne en su seno tendencias ambiguas y contradictorias, convirtiéndose en
lugar común de la charla cotidiana y la ideología.
No podemos olvidar que cuando los conceptos entran en circulación,
empiezan a sufrir un desgaste similar al de las monedas viejas, en cuya
superficie no es posible distinguir ya, ni la figura del prócer que las
caracterizaba, ni aún menos la inscripción que certifica su cuantía.
Desdibujadas, ya nadie recuerda su significado primero.
Es necesario impedir una salida facilista que convierta la ideología del
medio ambiente en un nuevo factor de consumo, con ocios programados en la
montaña o en los parques recreacionales, con éxodos turísticos costeables
a crédito o actividades apoyadas por un ferviente misticismo de corte
oriental que, al igual que la ecología, aparece también como una ideología
de moda.
La temática ecológica y la información relacionada con el medio ambiente
se han convertido en contenido predilecto de agitación de grupos y clubes
que acuden a la opinión pública para arrastrarla a una cruzada que
esconde, en no pocas ocasiones, una mitología rural que pretende señalar
la pureza del campo y la naturalidad de las costumbres bucólicas como
alternativa frente a la corrupción de la ciudad, la técnica y la
civilización.
Al presentarse nuestra época como un momento de mutación que pone en
entredicho la identidad cultural, e incluso la identidad biológica, son
muchos los que reaccionan con una ideología del terror, pues, para ellos,
el futuro, siempre impredecible, sólo logra perfilarse con las
características de lo monstruoso. Esta vuelta a la naturaleza y al ideal
de la campiña rememora el viejo sueño de una edad de oro sin enfermedad ni
sufrimiento, de hombres vigorosos y costumbres sanas, época que, por
supuesto, sólo ha existido en la nostalgia que se anida en la imaginación
humana.
Al igual que los habitantes de las ciudades son acechados por los peligros
de la radioactividad, la polución, la lluvia ácida y las creaciones
tecnológicas, también durante siglos los grupos humanos que tuvieron o
siguen teniendo su hábitat en bosques o praderas han vivido en intimidad
con el dolor y la muerte, compartiendo sus días con animales venenosos,
endemias y parasitosis.
¿Qué camino tomar?
La simplificación de las propuestas ecológicas y su identificación con una
mirada apocalíptica sucede, tal vez, porque es más fácil convertir la
crisis ecológica en campo de militancia que en motivo de reflexión.
Siempre es más sencillo lanzar desde la tribuna un anatema, que
preguntarse por las condiciones culturales que hicieron posible la
aparición de la situación que nos acongoja. Lo que debe quedar claro no es
tanto la necesidad de una "vida más natural", alejada de la sociedad de
consumo, con ejercicios matutinos de yoga y dieta a base de soya, sino que
la crisis ambiental y ecológica nos obliga a tomar conciencia de nuestra
pertenencia a la naturaleza, de la que nos habíamos creído independientes
y desligados. Superando la arrogancia, es necesario reconocer que vivimos
en un ambiente finito, de recursos limitados, que eventualmente puede ser
destruido por la acción humana. Las dificultades generadas en la
interacción con otras especies vivientes nos colocan en una situación de
peligro para la vida, que nos obliga a buscar nuevas estrategias de
convivencia.
Por uno de sus lados la crisis ecológica se revela con características
negativas, como contaminación del ecosistema y alteración de los factores
y cadenas que aseguran el funcionamiento de la biosfera. Este fenómeno,
conocido genéricamente como polución, hace referencia a las acciones
humanas o efectos derivados de ellas que terminan destruyendo las
condiciones indispensables para la existencia de la vida. La polución es
un valor límite que se ha ido descubriendo por sus efectos negativos y que
señala el punto a partir del cual las aguas, el aire, el suelo o los
alimentos, se tornan inhóspitos para la reproducción de las cadenas
vitales. Por otro lado, la reflexión sobre el medio ambiente se nos revela
como parte de una crisis de la racionalidad humana, señalando los límites
de las ¡deas de desarrollo y progreso, así como el fin del optimismo que
propugnaba la confianza ciega en las bondades de la ciencia y la
tecnología. Lo que inicial-mente se presentó como simple contaminación del
medio ambiente en sus constituyentes físico-químicos, vino a revelar de
contragolpe una crisis del pensamiento occidental, de nuestras categorías
valorativas y del mundo de nuestras relaciones interpersonales.
La racionalidad ilustrada, que se había concedido a sí misma las
características de autónoma e infinita, ha tenido que reconocerse
dependiente y limitada. Este descubrimiento genera una fractura en la
imagen que el ser humano tiene de sí mismo, siendo por tanto motivo de
lamentos y extravíos. Si bien es explicable que se produzcan trastornos
culturales al vernos obligados los seres humanos a introducir cambios
acelerados en nuestros patrones de vida y sistemas de creencias, no
pensamos que la salvación esté en defender a capa y espada una cierta
identidad cultural y biológica o en regresar a claves simbólicas perdidas
en la noche de los tiempos, cuyo abandono y trasgresión pueden ubicarse
como causa directa de nuestros males. Vivimos un período de transición
cuya singularidad no puede quedar atrapada en reminiscencias pastoriles
que siguen perpetuando la miseria del patriarcado. ¿Qué es entonces lo
peculiar del enfoque ecológico? ¿Será acaso mirar al ser humano y la
naturaleza como un todo? ¿O reeditar viejos principios de la cultura cuyas
prescripciones jamás debieron ser violadas? ¿No será propender por una
ética de la responsabilidad personal que tenga como marco filosófico una
reivindicación del ser frente al tener? ¿O mirar a la persona, la
naturaleza viviente y los ciclos cosmológicos, como fenómenos sometidos a
leyes soberanas, a cuyo dictado la soberbia humana no se ha querido
someter? ¿Será acaso la aclimatación de un renacimiento religioso que
asigna nuevos lugares al deseo y al valor, alimentándose de antiguas
cosmogonías orientales e indoamericanas? ¿O, como sugiere el noruego Arne
Naess, pasar de una ecología superficial a una ecología profunda,
semejante a una biocibernética propicia para convertirse en una nueva
cosmovisión del hombre occidental?
Necesidad de una ecosofía
Parece ser una constante de la intelección humana su énfasis en nombrar y
conceptualizar lo ausente, convirtiendo en objeto de pensamiento aquello
que hemos perdido. Por haber constatado que no éramos soberanos ni
autónomos, que nuestra acción es limitada y finita la razón, el mundo
contemporáneo ha logrado poner sobre el tapete los temas del medio
ambiente y la interdependencia ecológica.
Hasta el presente los ecosistemas artificiales humanos se han construido,
dentro de la tradición occidental, en oposición a los ecosistemas
naturales, confrontación que alcanzó un punto límite al considerarse que
los fenómenos humanos, y en especial la voluntad, gozaban de un estatuto
por completo diferente a las leyes de la naturaleza. Fue esta concepción
la que tipificó aquella conocida oposición entre naturaleza y cultura. Hoy
la voluntad y la autonomía, otrora facultades soberanas de la conciencia,
aparecen vulneradas. No son más que un espejismo de arrogancia. En lugar
de oponerse al mundo que nos rodea, la conciencia, el pensamiento y la
cultura, se nos revelan como micromundos inscritos dentro de un ecosistema
natural mucho más amplio, con el cual están en constante interdependencia.
"Yo he sido cauchero; yo soy cauchero; y lo que hizo mi mano contra los
árboles puede hacerlo también contra los hombres", escribió con pesadumbre
José Eustasio Rivera en La Vorágine, recordando que la destrucción de la
naturaleza es la otra cara de lo que sucede al interior de las relaciones
humanas. La exigencia de productividad a ultranza que caracteriza al
capitalismo contemporáneo se aplica también, con igual fuerza y violencia,
a la vida interpersonal. El mismo modelo de pensamiento que produce la
destrucción de la naturaleza, que atenta contra la variabilidad de las
especies y contamina nuestras fuentes nutricias, es causante de una amplia
gama de violencias interhumanas, desde aquellas violencias con sangre que
tienen su más cabal expresión en el genocidio y la guerra, hasta las más
sutiles violencias psicológicas o violencias sin sangre que se despliegan
en la intimidad.
Por eso es necesario avanzar en la desarticulación de las compulsiones
culturales ligadas al ecocidio, cadenas de repetitividad que a la vez que
nos confieren identidad nos condenan al desastre. Han quedado en cuestión
tanto el criterio de productividad a ultranza como la racionalidad
capitalista que toma por única bandera el crecimiento económico. Seguir
separando competencias entre una racionalidad instrumental, destinada al
dominio de las cosas, y una ética interhumana, orientada hacia las
personas, es favorecer una disociación peligrosa, pues finalmente, quien
manipula y violenta a la naturaleza termina también destruyendo al mundo
interhumano.
Siendo la economía y la política ecosistemas culturales cuya racionalidad
ha sido afectada por la crisis, es indudable que el discurso ecológico no
puede ser algo distinto a una ética de la acción humana que involucra, en
conjunto, tanto a los seres vivientes como al planeta tierra. Su esfera de
acción son los sistemas simbólicos, valorativos y estéticos, que
constituyen y reglamentan la vida cotidiana de las personas, modulando
tanto los juegos de poder como el ejercicio técnico y productivo que
realizamos sobre la naturaleza.
Creemos, por eso, en la necesidad de abrirnos a una ecosofía, sabiduría de
las interacciones cotidianas que es a la vez ética y estética, intelectual
y sensorial, técnica y política, contextual y singular. Sabiduría -o sofía.
como dirían los griegos-, que definiera muy bien Aristóteles en su Etica a
Nicómaco como una capacidad para encontrar la ocasión propicia - kairos -
para la acción, siendo capaces, además, de actuar siempre según una lógica
del justo medio. Sabiduría que integra el saber de la naturaleza con el
saber de la cultura, a fin de regular las interacciones humanas y nuestros
ejercicios de poder. Sabiduría que tiene como eje central la defensa de la
irrepetible singularidad de los seres vivos y el cuidado de sus redes de
interdependencia.
Sabiduría ambiental
Podría parecer excesivo exigirle a un ciudadano contemporáneo buscar con
ahínco la sabiduría, porque hoy nos conformamos con menos. Basta con
poseer un poco de información, utilizable según las certeras reglas del
cálculo, para creer que bordeamos los límites de la realización
profesional. La ambición ha sido reemplazada por la codicia. Ya no
deseamos un nuevo horizonte; nos basta una nueva cuenta bancaria.
Haber extendido el campo de lo contable a costa de arrasar el mundo de lo
sensible, conduce a una ceguera existencial que tiene como efectos
secundarios analfabetismo emocional, torpeza y sufrimiento. No obstante
saber de las operaciones básicas -sumar, restar, multiplicar y dividir- y
ser capaces de funcionar según el lenguaje binario que resume la vida en
oposiciones irreductibles -blanco o negro, positivo o negativo-, no
podemos negar que algo fundamental se nos escapa. Algo que otras
generaciones o culturas han considerado de central importancia, llamándolo
"tacto", prudencia o sabiduría. Términos propicios para evocar un saber
ambiental que nos permite movernos entre las contradicciones sin terminar
aplastados por ellas, como el velero que en medio del mar canaliza en su
provecho la fuerza desatada de vientos peligrosos y encontrados.
Mientras la información prescinde de los afectos, la sabiduría sabe cruzar
con habilidad datos y sentimientos. Saber contextual y apasionado,
conocimiento aterrizado donde lo abstracto y lo anecdótico se integran de
cara siempre al mundo de lo sensible, la sabiduría es un conocimiento
propio de la vida cotidiana que integra la ética y la estética,
haciéndolas solidarias de la ciencia y la política. Saber que integra el
chisme al razonamiento, y el humor a la pedagogía.
Dimensión de esa epistemología de lo local en que pusiera sus mejores
esperanzas Gregory Bateson, la educación ambiental se presenta como
educación contextual y coloquial, tierna y sensible, que sabe resquebrajar
la rígida dinámica del aula sin perder por eso la pasión por el saber
exacto ni el ejercicio crítico y distintivo del conocimiento.
De espaldas a la sabiduría, la escuela tradicional parece haber pactado
con el monocultivo. Lo importante en ella es la uniformidad y no la
diversidad, por lo que el estudiante se torna incapaz de responder a lo
azaroso, a lo caótico y relacional de un bosque, una calle, un centro
comercial o un encuentro amoroso. Preparado para atender sólo a la voz del
profesor en el espacio artificial del aula, el pupilo se muestra incapaz
para aprender y decidir de cara a la interacción y al riesgo, a ese juego
de retos y atracciones que es la vida diaria.
Como nos ha enseñado Gustavo Wilches-Chaux, la ecosofía exige
apasionamiento para relacionar lo conocido con lo desconocido, de igual
manera que para el enamorado un nuevo objeto adquiere significado cuando
logra traerle mensajes de su amada, y humor para relativizar lo ya
explicado y conquistado, vacunándonos contra la rigidez y el dogmatismo al
reconocer una verdad incompleta que busca un nuevo encuadre, un nuevo
horizonte para relacionarse y confrontarse.
Relacionar y relativizar son los componentes básicos de una
experimentación vital que abona el terreno del espíritu para tomar
decisiones sobre la calidad ambiental de nuestros ecosistemas. Calidad
ambiental que debe extenderse, además, a nuestro mundo interpersonal,
afectado de tal manera por el eficientismo y la funcionalización, que
hemos caído en un analfabetismo sensorial y afectivo que nos impide
avanzar hacia los horizontes de una sana convivencia.
Sin desconocer el deseo analítico de precisión, que no quiere confundirse
con la instrumentalización utilitaria y burda, la educación ambiental
adquiere los visos de una exploración empírica de la vida que sabe
respetar lo misterioso y sagrado que en ella se alberga. La ecosofía es un
nuevo ritual que aspira, con pleno derecho, a la condición de gramática
vivencial, que se esmera en el cuidado de la singularidad, a la vez que
fomenta las redes de interdependencia.
Luis Carlos Restrepo, Ecología humana. Una estrategia de intervención
cultural
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