La
voz interior
Muchas inquietudes son privadas y opcionales. Supongamos que me interesan
los trenes de vapor. En tal caso, el hecho de que en cierto lugar pasaran
los trenes tendría su peso para mí. Desde mi punto de vista, sería una
buena razón para ir a ese lugar. En cambio, no tiene por qué tener la
menor importancia para ti. Y tampoco tiene por qué importarme a mí si a ti
te interesan o no los trenes. Incluso podría alegrarme de ello, ya que la
vista es mucho mejor si hay poca gente.
Sin embargo, hay otras inquietudes que esperamos encontrar en las demás
personas. Es decir, que una de nuestras inquietudes es que las demás
personas se preocupen por ciertas cosas. Hay cosas que esperamos que
influyan en sus decisiones y actitudes: el hecho de que ciertas acciones
puedan defraudar a otras personas, o que signifiquen la ruptura de una
promesa, o bien que constituyan un comportamiento deshonesto o
manipulador, entre otras muchas. Del mismo modo, esperamos que ciertas
acciones causen un cierto pesar en las demás personas. Nos sorprendería e
incluso nos dejaría perplejos que no fuera así. Esto nos lleva al terreno
tradicional de la ética. ¿Cuáles son las inquietudes que podemos esperar
de los demás?
Podemos distinguir dos formas posibles de abordar esta cuestión. La
primera consiste en preguntar cuáles son las inquietudes que definen una
vida ideal. ¿Cómo debemos vivir? Las diferentes tradiciones éticas han
respondido a esta pregunta de maneras distintas. La vida ideal de un héroe
homérico está llena de inquietudes en torno a su honor, su condición y su
éxito en la batalla. La vida ideal para un santo cristiano está repleta de
inquietudes que incluyen el amor a Dios, la supresión del orgullo y un
conjunto de ideales sobre el amor fraternal. Según el confucianismo, la
vida ideal contiene una importante dosis de respeto por los códigos
tradicionales. Todos estos ideales pueden materializarse de una u otra
forma o pueden ser pintados con unos colores más o menos atractivos. Y,
sin embargo, hay algo en ellos que nos sigue resultando incómodo, aunque
sólo sea porque tenemos escasos motivos para pensar que existe algo
parecido a la vida ideal. Desde el momento en que personas distintas
tienen gustos e intereses distintos, y que las diferentes culturas
alientan inquietudes distintas, parece razonable pensar que toda "vida
ideal" estará fuertemente contextualizada: ideal para determinada persona
en determinadas circunstancias, pero no mucho más. Ni siquiera los
ingredientes de una buena vida, por no hablar de una vida "ideal",
resultan tan evidentes. Algunos componentes esenciales suscitan poca
controversia. La mayoría de la gente incluiría la salud (y los medios
necesarios para asegurarla), la felicidad (en su sentido auténtico: no la
que resulta de vivir en un paraíso de bobos), los logros (de nuevo en el
buen sentido: no la realización de vanas o estúpidas ambiciones), la
dignidad, los amigos, el amor, la familia. Más allá de este tipo de cosas,
asuntos como la riqueza o el tiempo libre podrían ser controvertidos, e
incluso algunas variedades de los componentes esenciales podrían ser
vistas antes como un castigo que como una bendición. Ciertas personas
podrían haber disfrutado de una vida mejor si, pongamos por caso, no
hubieran sido bendecidas con una salud de hierro que les hiciera incapaces
de sentir compasión ante las debilidades de los demás.
Sin embargo, si interpretamos la pregunta por las inquietudes que debemos
esperar de los demás en otro sentido, parece que podemos llegar a
conclusiones más estrictas. De acuerdo con esta interpretación, se trata
de preguntar por los límites justos de la conducta. Y es en este sentido
en el que podemos decir que cuando no respondemos a las expectativas,
hemos hecho algo mal. No hemos estado a la altura y, por lo tanto, nos
hemos hecho merecedores de diversos tipos de reproches. La gente espera de
las demás personas que sean honestas, cooperativas, sensibles a las
necesidades del otro, justas, bienintencionadas y otras cosas por el
estilo, y si fallamos en alguno de estos apartados se puede decir que no
hemos estado a la altura y es posible que seamos censurados. Las otras
personas tienen quejas acerca de nosotros; les preocupa que seamos de esta
manera.
Alguien podría sentirse irritado por todo esto. Tal vez le quitar/a
importancia a la opinión negativa de los demás. ¿Por qué le tendría que
inquietar? ¿Por qué no ser un espíritu libre, alegremente despreocupado de
lo que piense el mundo? En algunos casos hay algo admirable en esta
actitud: el visionario y el santo pueden parecer despreocupados de la
opinión del mundo mientras se esfuerzan por cambiarlo, quizás para bien.
Pero la pregunta es: ¿por qué nos estamos ganando la mala opinión de los
demás? Si nos la estamos ganando, por ejemplo, porque nos importa un
pepino respetar las promesas o no tenemos reparo en meter mano al dinero
ajeno, entonces será difícil librarnos de su censura. Actuar de este modo
-ser capaces de mirarles a los ojos y decirles que no vemos de qué se
quejan- requiere no sólo una falta total de respeto por las promesas o por
la honestidad, sino también una falta total de reconocimiento hacia las
inquietudes de los demás en lo que respecta a estas cosas. Entre la gente
corriente, raras veces se encuentra un grado tal de insensibilidad. Una
cosa es el típico rufián que espeta: "No me importa si te he hecho daño al
romper mi palabra o al robar tus bienes". Pero otra muy distinta es
alcanzar la cota extraordinaria de villanía que supone decir: "Ni siquiera
reconozco que te puedas quejar". Suele ser más fácil decir esto a modo de
desafío arrogante que sentirse cómodo en esta actitud, aunque también es
cierto que la moralidad sexual promueve en ciertas ocasiones que la
persona culpable de la mala acción sea incapaz de ver el motivo -lo cual
no hace más que empeorar las cosas-. Una sociedad donde la gente fuera
incapaz de reconocer en ningún caso las quejas de los demás sería una
sociedad sin ética, aunque por la misma razón sería difícil reconocerla
como sociedad.
Los pensadores han intentado articular estas ideas de varias maneras
distintas. "Interiorizar" un conjunto de valores es algo muy parecido a
interiorizar la mirada o la voz de los demás. Reconocer que tienen derecho
a quejarse de nosotros equivale a ver que uno mismo ha fallado a ojos de
los demás, e interiorizar su voz significa que uno mismo cargue con esta
idea. El malestar se traduce en autorreproches o en sentimientos como la
vergüenza y la culpabilidad. Muchos sistemas éticos se basan en alguna
versión de la conocida Regla de Oro: "Trata a las demás personas tal como
desearías que te trataran a ti". Algunos pensadores insisten en la
emergencia de un "punto de vista común"; otros, en la simpatía o empatía
que permite que la forma en que nos ven las demás personas resuene en
nuestra forma de vernos a nosotros mismos. Hume ofrece un espléndido
ejemplo para mostrar la facilidad y la naturalidad con la que incorporamos
la visión de los demás a nuestras inquietudes: "Una persona puede sentirse
ofendida si se le dice que le huele el aliento, a pesar de que ello no le
cause la menor molestia física".2 Nos vemos a nosotros mismos desde el
punto de vista de los demás y el resultado puede provocarnos malestar o
satisfacción.
Podemos describir este aspecto de nuestra psicología en términos de una
adopción de las razones del otro. Si tienes un piano sobre el pie, una de
tus inquietudes será cambiarlo de sitio lo antes posible. Si yo soy
consciente de esta situación, lo natural será que comparta esa inquietud,
y en caso contrario estaría faltando a las expectativas. No ocupo el mismo
lugar en la situación, ya que el piano no me hace daño a mí, sino a ti.
Pero de mí se espera que simpatice contigo, que adopte tu inquietud, que
ayude, y que trate tu problema como si también fuera el mío. Lo que para
ti es una razón para actuar, para mí es una razón para ayudar. A algunos
filósofos morales les gusta pensar que en estos casos existe algún tipo de
imperativo de la razón. Piensan que habría algo defectuoso en mi
racionalidad, o en mi forma de entender las cosas, si no adoptara tu
inquietud y la convirtiera en mía. Yo no aconsejo esta manera de verlo. La
persona que se muestra indiferente ante esta situación es mala, sin duda.
Y puede haber cosas que no funcionen en su razonamiento, o en su manera de
entender el mundo. Puede tratarse de un psicópata, incapaz de comprender
la realidad de los demás. O tal vez realice un análisis deficiente de la
situación y piense que lo que en realidad nos conviene es sufrir. Pero el
caso más común es que el otro desvíe la mirada, o bien pase por otro lado,
y no hay razón para pensar que haya ningún problema en su forma de
entender el mundo o de razonar acerca de él. Es duro de corazón, no de
mollera. Lo primero es tan malo como lo segundo, o incluso peor. Y cuando
situamos el defecto en el lugar adecuado, vemos que no necesita tanto
mejorar la estructura de sus razonamientos como la educación de sus
sentimientos.
Simón Blackburn, "Pensar. Una incitación a la filosofía"
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