Gracias por la memoria
III
Panorama
Si he consagrado tanto espacio a la memoria se debe a que ocupa un
lugar clave. Muchos otros aspectos de las funciones mentales se
aclararían si entendiésemos cómo actúa: cómo las multiformes clases
de recuerdos quedan registradas y, más importante aún, cómo se
recuperan.
Cuando se descubrió que toda la información genética necesaria para
construir un complicado organismo vivo estaba en cifra en la
diminuta estructura de una sola molécula de ácido
desoxirribonucleico (ADN), muchos biólogos moleculares se
consagraron al estudio de la memoria, pensando que también estaría
en clave molecular, y que la solución estaba al doblar la esquina.
Recuerdo muy bien el optimismo de Francis Crick, con quien hablé
sobre ello.
Pero ha transcurrido un cuarto de siglo, y el problema se ha hecho
más oscuro y complejo. Lo que se descubre sin tregua enturbia el
panorama en lugar de aclararlo. Eso resulta especialmente cierto en
cuanto al aspecto eléctrico. Cuando yo estaba en Cambridge,
cualquiera sabía que la memoria era una estructura eléctrica, que
creaban los niveles de umbral de las sinapsis entre las neuronas.
Esta presunta estructura se llamaba engrama o registro mnémico. Pero
ahora empieza a sospecharse que el impulso de una neurona modifica
las características de la membrana o pared celular de la que lo
recibe o altera su metabolismo; tal vez cambie la frecuencia y la
amplitud de la descarga que emite, en lugar dé su umbral de
sensibilidad. Peor aún. Se ha insinuado que el diámetro de los
axones se transforma por alguna razón; se sabe que eso acontece,
pero no por qué. Quizá alteren la velocidad de transmisión, lo cual
también pudiera ser una base de la memoria. La sutileza más reciente
propone que las espinillas que muestran las dendritas por doquiera
son la sede de la memoria, y que se hinchan al ser estimuladas. Eso
explicaría el hecho, recién descubierto, de que algunas conexiones
nerviosas van de dendrita a dendrita (a mí me enseñaron que no era
así). Como hay más espinillas o fibrillas que neuronas, en
proporción de millares, eso ampliaría mucho la base de la retentiva.
En contraste, el científico sueco Holgar Hyden dice que el cambio se
produce no en la estructura atómica de la molécula proteínica, sino
en su forma o conformación, cuando el recuerdo se registra, y cree
haber demostrado la existencia de tal cambio en cerebros de rata. Su
teoría es tan plausible como otra. Hay también la de Lance Whyte
sobre la orientación de las proteínas en el interior del citoplasma
y la creación de circuitos eléctricos en la masa citoplasmática, lo
cual proporciona a la memoria fundamentos más amplios. Por último,
para no alargar la lista, existen las neuroglias, células de sostén
que comprenden los dos tercios de la masa cerebral. Se sabe que
cambian de una manera mal conocida. Hace tiempo que presiento que
son demasiado numerosas y complicadas para proporcionar sólo una
especie de abono en el que las neuronas crecen. Rodean los axones, y
parecen ocupar muy buena situación para enterarse de lo que pasa en
ellos. Al propio tiempo, creo que exageramos la función de los
axones, y que la conducción eléctrica y la difusión química entre
las células vecinas debe de formar parte del cuadro. En suma, opino
que la base de la memoria resultará sumamente complicada, con
diferentes mecanismos que contribuyen a distintos aspectos de esta
facultad de milagrosa sutileza.
Sin embargo, muchos hombres de ciencia sienten más bien optimismo
sobre la posibilidad de un progreso en la comprensión de la memoria.
Si así fuere, sus efectos sociales serían más sorprendentes que los
científicos. Tal pudiéramos tener mejor la memoria si supiéramos su
mecanismo; seríamos capaces de anular recuerdos molestos, crearíamos
otros o los transferiríamos, con las impresiones, de una persona a
otra, e incluso a los animales y viceversa. El profesor Holgar Hyden
ha comentado que la estimulación mnémica llegaría «a cambiar la
estructura de nuestra sociedad».
Otros científicos, en cambio, encuentran lo que concierne a esa
potencia tan desconcertante y contradictorio, que dudan de que jamás
ceda a manipulaciones de esta índole. En efecto, algunos aspectos de
la memoria son muy raros y tal vez nos enfrentemos con algo mucho
más sutil que lo que imaginamos. Se puede condicionar a la mosquita
de las frutas o del vinagre, llamada DROSOPHILA, para que evite la
luz ultravioleta, pero lo extraño está en que sólo el veinte por
ciento de cualquier grupo de ellas responde al condicionamiento, y,
además, la respuesta está distribuida al azar. No se entiende.
El psicólogo J. A. Deutsch ha advertido: «Mucha gente parece creer
que se ha emprendido la carrera para el descubrimiento de las bases
fisiológicas de la memoria y que, en cierto sentido, la consecución
de esa meta significará una hazaña similar a la de descifrar... el
código genético. Pero la comprensión del proceso fisiológico o
bioquímico ni siquiera empezará a ayudarnos a entender los
principales problemas de la memoria: la organización de los
recuerdos almacenados, de suerte que, al ver la cara de un amigo,
obtenemos la información conveniente y la reconocemos en unos pocos
centenares de milisegundos.»
Hay otra teoría de la memoria que no he citado hasta ahora, pues es
muy distinta y sólo la defiende una persona: Heinz von Foerster, a
quien fui a ver a Urbana (Illinois).
En esencia, sienta dos puntos. El primero es que resulta a menudo
más rápido almacenar datos y calcular los resultados que interesan
que tratar de almacenar todos los resultados que puedan necesitar.
Si, por ejemplo, se quisiera almacenar el producto de cualquier
número entre uno y diez billones multiplicado por cualquier otro
entre uno y diez billones, se necesitaría un libro con páginas de 21
X 27,5 cm y de más de nueve billones de kilómetros de grosor. Un
bibliotecario que viajase a la velocidad de la luz tardaría un
promedio de doce horas en consultar cualquier resultado. Por lo
tanto, resulta más práctico calcular la cifra que interese con una
computadora pequeña o grande. Desde luego, lo que recordamos son
cifras aisladas, y creo que Von Foerster propone que concibamos el
recuerdo descompuesto en unidades elementales, las cuales se reúnen
en el momento de la demanda, más que almacenado en la forma
original, o que se asemeja a ella. Ya se propuso esas unidades con
anterioridad, con el nombre de «mnemones», pero nadie ha ido más
allá.
El segundo punto de Von Foerster también es radical. Propone que la
cuestión es olvidar y no recordar. Sospecha que recordar tiene que
ver con la inhibición, con la supresión de respuestas indeseadas,
con la negativa de facilitarlas. Esto me atrae, porque, por razones
ya expuestas, creo que el aspecto inhibitivo de la actividad
cerebral apenas se ha tenido en cuenta. Esta teoría daría color a la
creencia popular de que «jamás olvidamos». Von Foerster muestra, con
la ayuda de matemáticas bastante elevadas, que un sistema de redes
sobrepuestas cumpliría la misión de modo análogo al de las
computadoras.
Esta teoría flaquea en que, si tenemos muestras frecuentes de que la
gente pierde la memoria, no hay casos de individuos que empiecen a
recordar en exceso, a no ser quizá que nos refiramos a los
esquizofrénicos. El caso de Veniaminov, ya referido, parece único.
Jorge Luis Borges escribió un relato sobre un hombre que recordaba
exactamente cuanto había visto. «Sabía las formas de las nubes
australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas
en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo
había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo
levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho... Una
circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo,
son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a
Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de
ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable
ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio...»
Este hombre murió a poco bajo el peso de su retentiva universal. Por
eso acaso sea bueno que olvidemos con la eficacia con que lo
hacemos.
Pero todas estas teorías se hallan limitadas en un aspecto. Incluso
si sirviesen para explicar cómo produce el cerebro patrones de
conducta que nos ayudan a sobrevivir, fracasan con estrépito cuando
se ha de aclarar cómo se experimentan los impulsos eléctricos y las
moléculas proteínicas, y cómo
La memoria amiga trae la luz
De días pretéritos en mi derredor,
Las sonrisas, las lágrimas,
De años juveniles,
Las palabras de amor entonces dichas
Los ojos que brillaban
Ahora apagados y ausentes,
Los jocundos corazones ahora rotos.
George Moore apresa bellamente con estas palabras el
contenido emocional de la memoria, faceta sobre la cual los
neurólogos callan como tumbas.
Aun cuando no he agotado ni por asomo este arduo tema, espero que ha
quedado de manifiesto que nos hallamos muy lejos de entender la
retentiva humana.
Gordon Rattray Taylor, El cerebro y la mente, 1979
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