¿Para qué sirve la conciencia en el
aprendizaje? Del Comandante Data, su zombi y otras películas
¿Es posible aprender sin darse cuenta? ¿Qué
diferencias hay entre ese aprendizaje y el que ocupa nuestro tiempo
y esfuerzo cuando intentamos aprender un idioma o comprender las
relaciones entre varios conceptos? La historia del debate acerca del
aprendizaje implícito sirve de base para una discusión en torno a la
función de la conciencia en los procesos cognitivos.
Cada vez que hacemos algo aprendemos acerca de esa
acción, aunque no lo pretendamos o no nos demos cuenta. Desde que en
1967 Arthur Reber se refirió a este fenómeno con la etiqueta de
“aprendizaje implícito”, la historia de la investigación en este
campo se puede describir como la sucesión de veinte años de sequía
en los que casi nadie habló del fenómeno, y otros veinte de
polvareda en los que todo el mundo ha discutido acerca de su
existencia. Ahora que el revuelo empieza a disiparse, se presenta un
panorama marcado por la proliferación de estudios que analizan su
papel en contextos aplicados, observan su deterioro en pacientes,
desarrollan modelos computacionales de su funcionamiento, o
establecen relaciones con otros procesos cognitivos. No obstante, el
fenómeno apunta a una pregunta central en torno al papel de la
conciencia en el aprendizaje. Si el aprendizaje implícito se produce
sin intención ni esfuerzo, y sin que los aprendices sean conscientes
de estar aprendiendo, ¿para qué sirve un mecanismo análogo, pero más
costoso, de aprendizaje explícito? ¿Para qué sirve la conciencia?
Cleeremans y Jiménez (2002) discutieron las posibles respuestas a
esta pregunta con ayuda de algunas de sus caricaturas. El Comandante
Data, un androide de la saga de Star Trek cuyo cerebro positrónico
era completamente transparente para sí mismo, encarna los principios
de la perspectiva cognitiva simbólica, que defiende la idea de que
todo aprendizaje se produce inicialmente de manera declarativa o
consciente, aunque luego es susceptible de automatizarse (Anderson,
1983). Su oponente era el zombi filosófico popularizado por Chalmers
(1996), que es capaz de replicar cualquiera de las capacidades de un
sistema consciente, con la única salvedad de que su interior sería
perfectamente opaco para sí mismo, es decir, sin experimentar nada
conscientemente.
En contraste con estas dos posiciones, en las que la conciencia
acompaña a todos o a ninguno de los procesos relevantes, pero no
añade nada a su funcionamiento, las “teorías del espacio de trabajo
global” le otorgan un papel mucho más importante en la difusión de
la información, situándola en el centro de un teatro metafórico (Baars,
1997). La información consciente constituye la principal
representación que tiene lugar dentro de ese escenario, por lo que
produce efectos generales sobre toda la audiencia, a diferencia de
los efectos locales que resultan de procesos internos a cada uno de
los módulos de procesamiento (sobre la idea de módulo, véase
Martínez Manrique, 2008). En contra de la idea de un “teatro
cartesiano” que sitúa como director de todos esos procesos a un
espectador privilegiado, estas teorías diluyen la responsabilidad de
control en un funcionamiento cooperativo, asumiendo que la
“performance” integra las demandas y aportaciones de toda la
compañía. Así, estas teorías han supuesto una cierta
“democratización” de la cognición, y son más consistentes con las
teorías actuales del aprendizaje, que asocian los efectos implícitos
con procesos de “sintonización fina” del sistema, mientras que los
procesos explícitos se corresponden con efectos globales de cambio,
dirigidos por las metas del sistema, y mantenidos durante suficiente
tiempo como para dar lugar a modificaciones en el estado de
conciencia.
Aún cuando se acepte este papel de la conciencia en la producción de
diferentes tipos de aprendizaje, desde el campo de la cognición
motora se ha cuestionado su rol en la dirección de la acción. Los
procesos de percepción-acción son demasiado rápidos para que puedan
desarrollarse bajo la supervisión de la conciencia. Por ejemplo,
Körding y Wolpert (2004), mostraron que los tenistas usan
estrategias probabilísticas complejas en condiciones poco propicias
para llevar a cabo los cálculos necesarios conscientemente. De un
modo más general, Gray (2004) planteaba que la percepción consciente
es demasiado lenta para determinar nuestra acción, no sólo cuando un
tenista resta un servicio enviado a 240 kilómetros por hora, sino
incluso para decidir sobre acciones tan discretas como mover un
dedo. Como demostró Libet (1985), la conciencia de la intención
precede al movimiento, pero los potenciales de preparación preceden
a su vez a la intención consciente de realizar la acción. Así pues,
si el cerebro ya estaba preparando la acción antes de darse cuenta
de su intención de hacerlo, ¿qué función desempeña la conciencia en
ese continuo?
Gray propuso una intrigante respuesta que otorga a la conciencia el
papel de supervisor de resultados. Así pues, el valor funcional de
la conciencia no sería el de controlar el despliegue de la acción,
sino más bien el de detectar discrepancias entre los planes globales
y sus resultados. En este sentido, la dirección de la acción sería
consecuencia de procesos no conscientes, y la conciencia jugaría un
papel de evaluador ex post facto del resultado. En último término,
quizá nuestra creencia de que controlamos nuestras acciones sea una
ilusión benigna que nos ayuda a mantenernos pendientes de nuestros
actos, de un modo similar a como la creencia de Federer de que
inicia su resto al hacerse consciente del servicio de Roddick es una
ilusión que le permite seguir prestando atención, y aprendiendo de
manera automática a colocar la raqueta en el lugar apropiado, en los
escasos 400 ms que la pelota tarda en pasar silbando a su derecha.
Luis Jiménez
Dept. de Psicología Social, Básica y
Metodología, Universidad de Santiago de Compostela, España
Referencias
Anderson, J.R. (1983). The architecture of
cognition. Cambridge: Harvard University Press.
Baars, B.J. (1997). In the Theater of Consciousness: The Workspace
of the Mind. NY: Oxford University Press.
Cleeremans, A. & Jiménez, L. (2002). Implicit learning and
consciousness: A graded, dynamic perspective. En: R.M. French and A.
Cleeremans. (Eds.) Implicit Learning and Consciousness: An empirical,
philosophical and computational consensus in the making. Hove:
Psychology Press.
Chalmers, D. (1996). The conscious mind: In search of a fundamental
theory. Oxford: Oxford University Press.
Gray, J. (2004). Consciousness: Creeping up on the hard problem.
Oxford: Oxford University Press.
Körding, K.P. & Wolpert, D. (2004). Bayesian integration in
sensorimotor learning. Nature, 427, 244-247.
Libet, B. (1985). Unconscious cerebral initiative and the role of
conscious will in voluntary action. Behavioral and Brain Sciences,
8, 529-566.
Reber, A. S. (1967). Implicit learning of artificial grammars.
Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior, 6, 855-863.
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