El mito y la sociedad
1. El que cambia de forma
NO HAY un sistema final para la interpretación de los mitos y nunca habrá
tal cosa. La mitología es como el dios Proteo, “el veraz anciano de los
mares”. El dios “probará de convertirse en todos los seres que se
arrastran por la tierra, y en agua, y en ardentísimo fuego.”
El viajero de la vida que quiera recibir enseñanzas de Proteo debe
“sujetarlo aunque desee e intente escaparse” y finalmente aparecerá en la
forma que le es propia. Pero este astuto dios nunca descubre, ni siquiera
ante el más hábil interrogador, el contenido íntegro de su sabiduría.
Contestará a la pregunta que se le haga y la respuesta será grande o
trivial, según lo que se le haya preguntado. “Cuando el sol, siguiendo su
curso, llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto
por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro.
Enseguida se acuesta en honda gruta y a su alrededor se ponen a dormir,
todas juntas, las focas de natátiles pies, hijas de la hermosa Halosidne,
que salen del espumoso mar exhalando el acerbo olor del mar profundísimo.”
El rey guerrero griego Menelao, guiado y ayudado por una hija de este
viejo padre del mar a sus salvajes lares, e instruido por ella de cómo
lograr la respuesta del dios, deseaba sólo preguntar el secreto de sus
dificultades personales y el paradero de sus amigos personales. Y el dios
se dignó responder.
La mitología ha sido interpretada por el intelecto moderno como un torpe
esfuerzo primitivo para explicar el mundo de la naturaleza (Frazer); como
una producción de fantasía poética de los tiempos prehistóricos, mal
entendida por las edades posteriores (Müller); como un sustitutivo de la
instrucción alegórica para amoldar el individuo a su grupo (Durkheim);
como un sueño colectivo, sintomático de las urgencias arquetípicas dentro
de las profundidades de la psique humana (Jung); como el vehículo
tradicional de las intuiciones metafísicas más profundas del hombre (Coomaraswamy);
y como la Revelación de Dios a Sus hijos (la Iglesia). La mitología es
todo esto. Los diferentes juicios están determinados por los diferentes
puntos de vista de los jueces. Pues cuando se la investiga en términos no
de lo que es, sino de cómo funciona, de cómo ha servido a la especie
humana en el pasado y de cómo puede servirle ahora, la mitología se
muestra tan accesible como la vida misma a las obsesiones y necesidades
del individuo, la raza y la época.
2. La función del mito, del culto y de la meditación
En su forma viva, el individuo es necesariamente sólo una fracción y una
distorsión de la imagen total del hombre. Está limitado, ya sea hembra o
varón; también lo está en cualquier período de su vida, como niño, como
joven, como adulto o como anciano; y no sólo eso, sino que en su vida está
necesariamente especializado como artesano, comerciante, sirviente o
ladrón, sacerdote, líder, esposa, monja o prostituta; no puede serlo todo.
De aquí que la totalidad, la plenitud del hombre, no esté en un miembro
aparte, sino en el cuerpo de la sociedad como un todo; el individuo puede
sólo ser un órgano. De su grupo ha tomado las técnicas de vida, el
lenguaje en que piensa, las ideas por las cuales lucha; los genes que han
construido su cuerpo descienden del pasado de esa sociedad. Si pretende
aislarse, ya sea en hechos, pensamientos o sentimientos, sólo logra romper
las relaciones con las fuentes de su existencia.
Las ceremonias tribales del nacimiento, la iniciación, el matrimonio, el
entierro, la adquisición de un estado social, etc., sirven para trasladar
las crisis y hechos de la vida del individuo a formas clásicas e
impersonales. Estas formas tienen por objeto mostrarlo a sí mismo, no como
esta personalidad o la otra, sino como el guerrero, la desposada, la
viuda, el sacerdote, el jefe; al mismo tiempo se representa para el resto
de la comunidad la vieja lección de las etapas arquetípicas. Todos
participan en el ceremonial de acuerdo con su rango y su función. La
sociedad entera se hace visible como una unidad viva e imperecedera. Pasan
generaciones de individuos como células anónimas de un cuerpo vivo; pero
permanece la forma sustentante e intemporal. Por una ampliación de la
visión para abarcar a este superindividuo, cada uno se descubre a sí mismo
engrandecido, enriquecido, apoyado y magnificado. Su papel, aunque no sea
nada impresionante, se ve como intrínseco a la bella imagen festiva del
hombre, la imagen potencial pero necesariamente inhibida que está dentro
del individuo.
Los deberes sociales continúan la lección del festival en la existencia
diaria y normal y se le da más validez al individuo. Por el contrario, la
indiferencia, las revoluciones o el exilio rompen las conexiones vitales.
Desde el punto de vista de la unidad social, el individuo aislado no es
sino una nada, un desperdicio. De aquí que el hombre o la mujer que puedan
decir honestamente que han vivido su papel —ya sea el de sacerdote,
prostituta, reina o esclavo— se refieren al sentido completo del verbo
ser.
Los ritos de la iniciación y de la adquisición de una situación, pues,
muestran la lección de la unidad esencial del individuo y el grupo; los
festivales de las estaciones abren un horizonte mayor. Así como el
individuo es un órgano de la sociedad, así es la tribu o la ciudad —así es
la humanidad entera—, sólo una fase del poderoso organismo del cosmos.
Ha sido costumbre describir los festivales de las estaciones de los
llamados pueblos primitivos como esfuerzos para dominar a la naturaleza.
Ésta es una representación equivocada. Hay mucha voluntad de dominio en
todos los actos del hombre, y particularmente en aquellas ceremonias
mágicas que se supone han de traer la lluvia, curar las enfermedades o
detener las inundaciones; sin embargo, el motivo dominante en el
ceremonial de todas las religiones verdaderas (oponiéndolas a la magia
negra) es la sumisión a lo inevitable del destino, y en los festivales de
las estaciones este motivo es particularmente evidente.
No se ha registrado ningún mito tribal que intente postergar la llegada
del invierno; al contrario: los ritos preparan a la comunidad para
soportar, junto con el resto de la naturaleza, la estación del frío
tremendo. Y en la primavera, los ritos no intentan obligar a la naturaleza
a producir de inmediato maíz, frijol y calabazas para la comunidad
debilitada; por el contrario, los ritos dedican a todo el pueblo a la obra
de la estación de la naturaleza. El maravilloso ciclo del año es celebrado
con todos sus contratiempos y períodos de júbilo, y es bosquejado y
representado como una continuidad del ciclo vital del grupo humano.
Muchas otras simbolizaciones de esta continuidad llenan el mundo de la
comunidad mitológicamente instruida. Por ejemplo, los clanes de las tribus
cazadoras norteamericanas se consideraban descendientes de ancestros mitad
animales y mitad humanos. Estos ancestros no solamente eran los padres de
los miembros humanos del clan, sino también de la especie animal de donde
el clan tomaba su nombre. Así, los miembros humanos del clan del castor
eran primos hermanos de los castores, protectores de dicha especie y al
mismo tiempo protegidos por la sabiduría animal del pueblo de los bosques.
Y otro ejemplo: el hogan, o choza de barro de los Návajo de Nuevo México y
Arizona, se construye según el plan de la idea del cosmos de los Návajo.
La entrada está hacia el oriente. Los ocho lados representan las cuatro
direcciones principales y los puntos que quedan entre ellas. Cada arista y
cada viga corresponde a un elemento en el gran hogan de la tierra y el
cielo que todo lo abarcan. Y como el alma del hombre es considerada en su
forma como idéntica al universo, la choza de barro es la representación de
la armonía básica del hombre y del mundo y un recordatorio del escondido
camino vital de la perfección.
Pero hay otro camino, diametralmente opuesto al de los deberes sociales y
los cultos populares. Desde el punto de vista del camino del deber, el que
es exiliado de la comunidad es nada. Desde el otro punto de vista, este
exilio es el primer paso en la búsqueda. Cada uno lleva el todo dentro de
sí mismo, por lo tanto puede buscarse y descubrirse dentro de él. Las
diferenciaciones de sexo, edad y ocupación no son esenciales a nuestro
carácter, sino meras vestiduras que llevamos por un tiempo en el escenario
del mundo. La imagen interior del hombre no debe confundirse con su
atuendo. Pensamos que somos americanos, hijos del siglo XX, occidentales y
cristianos civilizados. Somos virtuosos o pecadores. Sin embargo, esas
designaciones no dicen lo que debe ser el hombre, denotan solamente
accidentes geográficos, fecha de nacimiento e ingresos económicos. ¿Cuál
es el meollo de nosotros? ¿Cuál es el carácter básico de nuestro ser?
El ascetismo de los santos medievales y de los yoguis de la India, los
misterios helénicos de las iniciaciones, las antiguas filosofías del
Oriente y del Occidente, son técnicas para desplazar el hincapié de la
conciencia individual fuera de la presencia exterior. Las meditaciones
preliminares del aspirante apartan su mente y sus sentimientos de los
accidentes de la vida y lo llevan hasta lo más profundo. “Yo no soy esto
ni lo otro —medita—; no soy mi madre ni el hijo que acaba de morir; mi
cuerpo, que está enfermo o envejece; ni mi brazo, mis ojos, mi cabeza, ni
la suma de todas estas cosas. No soy mis sentimientos, ni mi mente, ni mi
fuerza intuitiva”. Por medio de estas meditaciones sale de su propia
profundidad y finalmente alcanza insondables realizaciones. Ningún hombre
puede regresar de practicar tales ejercicios y tomarse muy seriamente en
cuenta como Don Fulano, de tal o cual población de cierto país. La
sociedad y los deberes se esfuman. Don Fulano, al descubrirse grande con
el hombre, se convierte en una persona abstraída y apartada.
Ésta es la etapa de Narciso contemplándose en la fuente, del Buddha
sentado en forma contemplativa debajo del árbol, pero no es la última
meta; es un requisito, pero no es el fin. La meta no es ver, sino caer en
la cuenta de que uno es, esa esencia; entonces, el hombre es tan libre de
vagar por el mundo como lo es su esencia. La esencia de uno mismo y la
esencia del mundo son una sola. De aquí que la separación, el aislamiento,
ya no sean necesarios. Por dondequiera que vaya el héroe y cualquier cosa
que haga, siempre está en presencia de su propia esencia, porque ha
perfeccionado sus ojos para ver. No hay aislamiento. Así como el camino de
la participación social puede llevar a la realización del Todo en el
individuo, así el exilio trae al héroe al Yo en todo.
Centrado en este punto capital, el problema del egoísmo o del altruismo
desaparece. El individuo se ha perdido en la ley y ha renacido
identificado con el significado íntegro del universo. Por Él y para Él se
ha hecho el mundo: “Oh Mahoma —dijo Dios—, si no fuera por ti, no hubiera
creado el cielo.”
3. El héroe de hoy
Todo esto se halla lejos del punto de vista contemporáneo; pues el ideal
democrático del individuo que se determina a sí mismo, la invención de los
artefactos mecánicos y eléctricos, y el desarrollo de los métodos
científicos de investigación han transformado la vida humana en tal forma
que el universo intemporal de símbolos hace mucho tiempo heredados ha
sufrido un colapso. A esto se refieren en el Zaratustra de Nietzsche las
trascendentales palabras que anuncian una época: “Muertos están los
dioses”.3 Es una fábula que sabemos que se ha repetido de mil maneras. Es
el ciclo del héroe de la edad moderna, la maravillosa historia de la
especie humana que llega a la madurez. El lastre del pasado, la atadura de
la tradición han sido destruidos con seguros y poderosos golpes. La
telaraña del sueño mítico cayó, la mente se abrió a la íntegra conciencia
despierta, y el hombre moderno surgió de la ignorancia de los antiguos,
como una mariposa de su capullo o como el sol del amanecer surge del
vientre de la madre noche.
No solamente las investigaciones con el telescopio y el microscopio han
eliminado el lugar oculto de los dioses: ya no existe la clase de sociedad
de la que los dioses eran soporte. La unidad social no es ya la portadora
del contenido religioso, sino una organización económico-política. Sus
ideales no son ya los de la pantomima hierática, que hace visibles en la
tierra las formas del cielo, sino los del estado seglar, que libra una
competencia difícil y sin tregua por la supremacía y los recursos
materiales. Las sociedades aisladas, atadas al sueño dentro de un
horizonte mitológico, no existen más que como regiones de explotación. Y
dentro de las mismas sociedades progresistas, todos los últimos vestigios
de la antigua herencia humana de ritual, moralidad y arte, están en plena
decadencia.
El problema actual de la especie humana es, por lo tanto, precisamente
opuesto al de los hombres de los períodos comparativamente estables de
aquellas mitologías poderosamente coordinadoras que ahora se conocen como
mentiras. Entonces todo el significado estaba en el grupo, en las grandes
formas anónimas, no en la expresión individual propia; hoy no existe
ningún significado en el grupo ni en el mundo; todo está en el individuo.
Pero en él el significado es absolutamente inconsciente. El individuo no
sabe hacia dónde se dirige, tampoco sabe lo que lo empuja. Las líneas de
comunicación entre la zona consciente y la inconsciente de la psique
humana han sido cortadas, y nos hemos partido en dos.
El hecho del héroe no es hoy lo que era en el siglo de Galileo. Donde
antes había oscuridad, hoy hay luz; pero también donde había luz hay ahora
oscuridad. La hazaña del héroe moderno debe ser la de pretender traer la
luz de nuevo a la perdida Atlántida del alma coordinada.
Obviamente, este trabajo no podrá realizarse dando la espalda o
apartándose de lo que ha sido alcanzado por la revolución moderna, porque
el problema pierde todo su contenido si no concede significación
espiritual al mundo moderno —o mejor dicho (para expresarlo de otro modo),
no existe si no hace posible para los hombres y las mujeres alcanzar la
madurez humana íntegra a través de las condiciones de la vida
contemporánea. Pues estas condiciones en sí mismas son las que han
convertido las fórmulas antiguas en cosas poco efectivas, equívocas y
hasta perniciosas. La comunidad actual es el planeta y no la nación con
fronteras. De aquí que los patrones de la agresión proyectada que
anteriormente servían para coordinar el grupo, ahora sólo sirvan para
dividirlo en partidos. La idea nacional, con una bandera como tótem, es
hoy un ampliador del ego infantil, no el aniquilador de una situación
infantil. Sus parodias de los rituales en la plaza de armas, sirven a las
finalidades de Garra o Soporte, el tirano dragón, no al Dios en el que el
propio interés es aniquilar. Y los numerosos santos de este anticulto —los
patriotas cuyas fotografías rodeadas de banderas pueden verse en todas
partes— sirven como ídolos oficiales, son precisamente los guardianes de
los umbrales locales (nuestro demonio del Cabello Pegajoso); la primera
tarea del héroe es vencerlos.
Ni tampoco las grandes religiones del mundo, como se entienden
actualmente, satisfacen todos los requisitos. Pues se han asociado con las
causas de los partidos y son instrumentos de propaganda y de alabanza
propia. (Hasta el budismo ha sufrido últimamente esta degradación, como
reacción a las lecciones de Occidente.) El triunfo universal del estado
seglar ha puesto todas las organizaciones religiosas en una situación
definitivamente secundaria y en última instancia inefectiva, que ha
logrado reducir la pantomima religiosa a un ejercicio santurrón de la
mañana del domingo, mientras que la ética económica y el patriotismo rigen
por el resto de la semana. Esa santidad hipócrita no es lo que requiere el
funcionamiento del mundo, sino que es necesaria una transmutación de todo
el orden social, de manera que a través de cada detalle y de cada acto de
la vida seglar, la imagen vitalizadora del hombre-dios universal, que por
el momento es inmanente y efectiva en todos nosotros, pueda de algún modo
hacerse conocida a la conciencia.
Y ésta no es la clase de labor que puede llevar a cabo la conciencia por
sí misma. La conciencia ya no puede inventar, ni siquiera predecir, un
símbolo efectivo que prediga o controle el sueño de la noche. El problema
se estudia en otro nivel, a través de lo que está destinado a ser un largo
y terrible proceso, no sólo en las profundidades de cada psique del mundo
moderno, sino también en esos titánicos campos de batalla en que se ha
convertido últimamente el planeta entero. Estamos observando el tremendo
chocar de las Simplégades a través del cual el alma debe pasar sin
identificarse con ninguno de los dos lados.
Pero hay algo que podemos saber, y es que cuando los nuevos símbolos se
hagan visibles, no serán idénticos en las diferentes partes del globo; las
circunstancias de la vida local, la raza y la tradición deben estar
compuestas en fórmulas efectivas. Por lo tanto, es necesario que los
hombres comprendan y sean capaces de ver que a través de diferentes
símbolos se revela la misma redención. “La verdad es una —leemos en los
Vedas—; los sabios hablan de ella con muchos nombres.” Es una sola canción
con las diferentes inflexiones del coro humano. La propaganda general para
una o la otra de las soluciones locales es superflua, o más bien, una
amenaza. La única forma de volverse humano es aprender a reconocer los
lineamientos de Dios en todas las maravillosas modulaciones del rostro del
hombre.
Con esto llegamos a la sugestión final de lo que debe ser la orientación
específica de la tarea del héroe moderno, y a descubrir la causa real de
la desintegración de todas nuestras fórmulas religiosas heredadas. El
centro de gravedad, o sea, del reino del misterio o del peligro, ha sido
eliminado definitivamente. Para los pueblos cazadores primitivos de los
más remotos milenios humanos, cuando el tigre de colmillos de sable, el
mamut y el reino de las presencias animales menores eran las
manifestaciones primarias de lo que era ajeno —al mismo tiempo la fuente
del peligro y del sustento—, el gran problema humano era establecer una
liga psicológica con el hecho de compartir la selva con estos seres. Una
identificación inconsciente tomó lugar y esto finalmente tomó conciencia
en las figuras mitad humanas mitad animales de los antecesores totémicos
mitológicos. Los animales se convirtieron en los tutores de la humanidad.
Por medio de actos de imitación literal —como vemos ahora en los juegos de
los niños (o en el manicomio)— se llegó a una aniquilación efectiva del
ego humano y la sociedad alcanzó una organización cohesiva. En forma
similar, las tribus que se sostenían con alimentos vegetales, se reunieron
alrededor de la planta; y los rituales de la siembra y de la cosecha se
identificaron con los de la procreación humana, el nacimiento y el
progreso hacia la edad adulta. Sin embargo, tanto la planta como el mundo
animal fueron sometidos al control social. De allí que el gran campo del
milagro instructivo se moviera hacia los cielos y la especie humana
pusiera en vigor la gran pantomima del sagrado rey luna, del sagrado rey
sol, y del estado hierático y planetario, y también los festivales
simbólicos de las esferas que regulan al mundo.
Hoy todos estos misterios han perdido su fuerza; sus símbolos ya no
interesan a nuestra psique. La noción de una ley cósmica, que sirve a toda
existencia y ante la cual debe inclinarse el hombre mismo, hace mucho que
pasó a través de las etapas místicas preliminares representadas en la
astrología antigua y ahora es algo que se da por sabido en términos
meramente mecánicos. El descenso de los cielos a la tierra de las ciencias
occidentales (desde la astronomía del siglo XVII a la biología del siglo
XIX) y su concentración actual, por fin, en el hombre mismo (en la
antropología y la psicología del siglo XX), marcan el camino de una
maravillosa transferencia del punto de enfoque del asombro humano. Ni el
mundo animal, ni el mundo de las plantas, ni el milagro de las esferas,
sino el hombre mismo, es ahora el misterio crucial. El hombre es la
presencia extraña con quien las fuerzas del egoísmo deben reconciliarse, a
través de quien el ego debe crucificarse y resucitar y en cuya imagen ha
de reformarse la sociedad. El hombre, entendido no como “yo”, sino como
“tú”: pues ninguno de los ideales o instituciones temporales de ninguna
tribu, raza, continente, clase social o siglo puede ser la medida de la
divina existencia inagotable y maravillosamente multifacética que es la
vida de todos nosotros.
El héroe moderno, el individuo moderno que se atreva a escuchar la llamada
y a buscar la mansión de esa presencia con quien ha de reconciliarse todo
nuestro destino, no puede y no debe esperar a que su comunidad renuncie a
su lastre de orgullo, de temores, de avaricia racionalizada y de
malentendidos santificados. “Vive —dice Nietzsche— como si el día hubiera
llegado.” No es la sociedad la que habrá de guiar y salvar al héroe
creador, sino todo lo contrario. Y así cada uno de nosotros comparte la
prueba suprema —lleva la cruz del redentor—; no en los brillantes momentos
de las grandes victorias de su tribu, sino en los silencios de su
desesperación personal.
Joseph Campbell, El héroe de las mil caras
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