La valoración de los demás
Cuando se habla de la creatividad como producto, nos
referimos únicamente al resultado. Se valora sólo la idea, la
acción, el método o el conocimiento. Se prescinde de todo cuanto ha
conducido a ello. Ahora bien, prescindir de la persona sólo es
posible cuando se dispone de criterios objetivos de valoración. Así
ocurre, por ejemplo, en los deportes, y aun aquí sólo cuando el
resultado puede medirse según reglas objetivas controlables
(distancias, altura, tiempo, número de goles...). En las
competiciones deportivas en las que también las impresiones entran
en la valoración (patinaje artístico, saltos de altura en natación,
saltos de esquí, carreras de doma, etcétera), sale perjudicada la
objetividad. Quien, por ejemplo toma parte en una competición de
patinaje artístico como campeón del mundo o de Europa, cuenta ya de
antemano con un plus tácito, contrario a las reglas, que favorece su
clasificación.
La exactitud relativamente elevada en la valoración de la
creatividad deportiva se da sólo cuando se identifica el producto
creador con el rendimiento conseguido. Pero esto es problemático.
¿No se deberían valorar los tiempos conseguidos por Nurmi en los
años 20 como mucho más elevados que los de la época actual, aunque
éstos son mucho mejores? El estilo, los cuidados para mantener la
forma, el modo de los entrenamientos, la táctica y otras muchas
cosas creaban entonces nuevas medidas, mientras que la mejora actual
de las marcas es el resultado de unos datos programados de antemano.
Por eso el público ya apenas reacciona frente al boom de marcas que
se viene registrando estos últimos años, incluso cuando se consiguen
alturas, tiempos o distancias que hasta hace poco parecían
inalcanzables.
Son muchos los que piensan que, después del deporte, son las
ciencias el campo donde más objetivamente pueden calibrarse los
productos creadores. Estas opiniones se afirman sobre todo frente al
mundo de las artes. Comparadas con la pintura, la música y la
literatura, donde el «juego de la propia fantasía» (Kant) y el gusto
personal desempeñan una función decisiva, las producciones
científicas se pueden calibrar con mucha mayor objetividad. Pero
este juicio sólo es válido a título de contraste. Ya dentro mismo de
las ciencias, las valoraciones objetivas son casi imposibles. El
juicio viene determinado por factores subjetivos, que son
extrínsecos a la obra. Así, por ejemplo, una de las causas más
importantes que llevaron a rechazar en Alemania el psicoanálisis fue
el hecho de que Freud fuera judío. Para muchos, un judío sólo podía
producir cosas disgregadoras y destructoras, pero no constructivas y
creadoras.
Juicios parecidos se dieron sobre Marx.
Apreciaciones falsas basadas en características que nada tienen que
ver con la obra son moneda corriente en las ciencias. La
investigación sobre la creatividad las ha puesto en evidencia por
vía empírica.
Las características personales de los enjuiciadores desempeñan aquí
un papel predominante. Si aquel a quien se ha de juzgar tiene un
natural muy distinto del del enjuiciador, se estima en poco su obra.
Ocurre esto sobre todo cuando el hombre altamente creador intenta
exponer su producto de manera agresiva, dominadora y
autoglorificante. Los ejemplos más comunes de los tiempos pasados
son Galileo y el gran médico renacentista, Paracelso. Los dos
pertenecen, según los criterios del antes mencionado análisis de
factores de Cattell, al tipo «impaciente masculino». Si se tienen en
cuenta sus rasgos caracterológicos, se explica bien que los hombres
de su tiempo no comprendieran su genialidad. Cuando se leen los
discursos y escritos de Paracelso, se sentiría uno inclinado a
pensar que se había atenido escrupulosamente al consejo de su colega
italiano Girolamo Cardano (1501-1576): «Cuando se trata de sus
propias cosas, responde osadamente a cada impulso con otro; responde
a la estupidez con camorra y belicosa agitación, a la obstinación
con ardiente cólera, a la soberbia con abiertas ofensas y violencia
y prefiere golpear con los puños en vez de buscar palabras.»
Desde luego, a la hora de valorar estas máximas no debe olvidarse la
época. Estas rudas sentencias eran entonces normales. Compárense,
por ejemplo, las expresiones gruesas y agresivas y el estilo
belicoso de Paracelso con los crudos panfletos de Lutero contra la
Iglesia o las injurias vertidas contra Lutero por las plumas de
Johann Eck o de los jesuítas.
Pero aun teniendo en cuenta la ambientación histórica de los
elementos estilísticos, no puede ignorarse el hecho de que Paracelso
— amparado en su temperamento de luchador ateniense — gustaba de
navegar en mares tempestuosos. Estos caracteres se dan también hoy
día entre las personas altamente creadoras. Su comportamiento hace
que les resulte difícil a quienes les rodean aceptar la validez de
las realizaciones que ofrecen. Presentan sus productos en voz
demasiado alta y de forma demasiado imperiosa. Arrojan la verdad a
la cabeza de los otros como si fuera un trapo sucio y no se
comportan como una especie de capa en la que uno pudiera guarecerse;
imagen empleada en cierta ocasión por Max Frisch. Vocingleros como
el boxeador Cassius Clay o el campeón de ajedrez Bobby Fisher se dan
también en el campo científico. Pero esto también significa que las
personas que en razón de su amable conducta, de su espíritu amistoso
o de alguna otra virtud resultan personalmente simpáticas, son
supervaloradas en su actividad creadora, mientras que los «bocazas»
son muchas veces minusvalorados. Particularmente funesta resulta
esta interdependencia entre valoración de productos creadores y
carácter personal en los institutos superiores y las universidades.
El joven es más maleable y más capaz de aprendizaje que el de mayor
edad. Y cuando comprueba una y otra vez que la medida para la
valoración de su potencial creador no es su obra, sino su posición
respecto de una determinada persona, puede renunciar a un
comportamiento creador y convertirse en un rebelde estéril.
Y, a pesar de todas las precauciones, a los maestros y educadores
les resulta muchas veces difícil dar un juicio exacto sobre la
creatividad de un alumno. Ya en estos primeros años puede ocurrir
que los niños creadores hayan desarrollado un olfato especial para
lo no enseñado y sean capaces de destacar aspectos singulares del
material de aprendizaje. Ven cosas que los otros discípulos aún no
ven. Pero no siempre es fácil valorar estas capacidades, sobre todo
cuando se trata sólo de matizaciones dentro de un grupo. Y, de todas
formas, reconocer los talentos precoces no es tan sencillo como en
el caso del matemático Carl Friedrich Gauss (1777-1855).
Un maestro propuso a la clase a la que pertenecía Gauss una suma,
para tenerles ocupados durante algún tiempo. Se trataba de sumar
todos los números desde el 1 al 100. Al cabo de muy poco tiempo
Gauss afirmó que ya lo había hecho. El maestro no quiso creerle,
pero tuvo que rendirse a la evidencia. Gauss no había sumado con más
rapidez o más concentración. Lo que hizo fue transformar aquella
larga lista de sumandos en una sencilla multiplicación. Resolvió el
problema con un cálculo mínimo. Su hoja no estaba llena, como la de
sus compañeros, de números. Sólo había una cifra, y era la correcta:
5050. El niño había hecho su primer descubrimiento independiente.
Había descubierto por sí mismo la fórmula de la suma de una serie
aritmética. Naturalmente, también su maestro, Büttner, conocía la
fórmula. Pero Gauss había advertido que sumando la primera cifra y
la última, la segunda con la penúltima y así sucesivamente, se
obtenía siempre el mismo resultado: 101. Como esto ocurre cincuenta
veces, la suma total es 101 X 50, es decir, 5050. Gauss había
demostrado, por vez primera, su sobresaliente habilidad para los
cálculos numéricos» (Ludwig Bieberach).
Pero son pocas las veces en que la creatividad se presenta con tal
nitidez en la edad escolar. Normalmente pasa desapercibida. Puede
incluso ocultarse tras un comportamiento tembloroso y angustiado,
sobre todo cuando lo no creador está encarnado en condiscípulos
seguros de sí y vocingleros.
Junto a los rasgos de carácter, también el estatuto social y los
títulos desempeñan un importante papel. Meer y Stein (1955) hicieron
investigaciones en dos grupos de químicos. Unos habían obtenido el
título, y otros no. Los dos grupos se sometieron a varios tests de
inteligencia. Los enjuiciadores de la creatividad eran sus
superiores. Se evidenció que se daba más valor a los productos
creadores de los titulados que a los de los que no tenían títulos.
Los autores interpretan este resultado como expresión del hecho de
que poseer títulos ayuda a ser considerado creador, mientras que los
que carecen de ellos necesitan dar muestras de una inteligencia
superior para obtener las mismas calificaciones. La eficacia del
título para la valoración de la creatividad se deja sentir también
fuera de la esfera científica. Incluso en las calificaciones de
carrera se concede más alto nivel de creatividad a los puestos de
servicio superiores.
Un consejero ministerial pasa por ser más creador que un secretario,
que sólo tiene que trabajar según normas establecidas.
Sólo cuando el título está expresamente asociado al nacimiento
(nobleza) o al poder (funcionarios) influye negativamente en la
valoración del producto. Lo que todavía a principios de este siglo
era un signo favorable de administración, política o arte militar
creadores, se ha convertido hoy en símbolo de lo no creador. Un
cambio similar se ha producido también en el terreno de las
ciencias.
Los títulos de doctor o profesor se consideran como señal de
creatividad profunda sólo a una primera mirada, pero ya lo son mucho
menos a una segunda o a una tercera. La conciencia se va liberando
cada vez más de etiquetas en lo tocante al valor o desvalor de los
productos. Cada vez se plantea con mayor frecuencia la pregunta de
si estas etiquetas son un valor conseguido por uno mismo o si le
viene de nacimiento o ha sido manipulado. Ante el desengaño que
producen las marcas etiquetadas no es de extrañar que en el campo
científico se trabaje por conseguir criterios más objetivos para el
enjuiciamiento de obras creadoras.
La tentativa más sencilla de objetivación consiste en el número de
obras o artículos publicados. Este criterio parte de la idea básica
de que un científico creador tiene mucho que decir y, por
consiguiente, también mucho que publicar. El argumento es tan claro
como insuficiente. En primer lugar, hay que averiguar en qué período
de tiempo fueron escritos estos trabajos. Veinte publicaciones en
catorce años son menos que diez en seis años. Pero hay más: estas
publicaciones ¿tocan siempre el mismo tema, con pequeños matices, o
se refieren a cosas totalmente distintas? Y, sobre todo, una sola
publicación puede ser más creadora que una veintena, que tenga el
mismo contenido que la «sopa de cuartel». Se ha rechazado, pues, el
número de publicaciones como criterio de creatividad.
Este criterio mediría más la productividad que la creatividad. Pero
ni siquiera cambiando de nombre puede acometerse el problema de la
calidad.
¿Cómo determinar, pues, en el campo científico, el potencial creador
de una idea, de un método, de un descubrimiento? Un criterio para
enjuiciar la calidad parte del supuesto de que lo que es realmente
nuevo y abridor de horizontes, debe tener también una
correspondiente onda de repercusión. Y así, se contabilizan las
veces que una obra es citada en un tiempo dado. En los Estados
Unidos se ha creado un Science Citation Index, destinado en primer
término a los especialistas en ciencias naturales. Pero tampoco este
«eco de citación» está enteramente libre de fallos de apreciación
subjetiva. Existen hábitos de citar basados en la moda, la
complacencia o la carrera.
Tampoco el número de patentes presentadas, que al menos en las
especialidades técnicas podría constituir un criterio objetivo de
productos creadores, es del todo seguro. Hay quien hace patentar
hasta un nuevo modelo de chinchetas, mientras que otros son
refractarios a hacer registrar incluso los instrumentos más
complicados.
Intereses económicos, valoraciones personales y otros motivos
extrínsecos son los que determinan, como ha mostrado McPherson
(1966), el registro de patentes.
Un grupo de expertos ha intentado eliminar las dificultades de
valoración de los productos de creatividad científica mediante un
esquema con siete criterios escalonados (Gamble, 1959). En principio
es un esquema similar al de Taylor, mencionado en el capítulo I. La
valoración ínfima corresponde a la solución de una tarea sencilla y
la más alta a la mejor solución de un problema complicado, que
incluye un elevado grado de generalización y lleva a vastas
consecuencias.
Aunque esta valoración de la creatividad, escalonada en siete
grados, es muy útil, peca de abstracta. Puede servir como hilo
conductor, pero no puede impedir que en el campo de lo concreto se
sigan deslizando criterios subjetivos. Y esto ya por el solo hecho
de que conceptos tales como «grado de generalización»,
«consecuencias » y «vastas» sólo se pueden medir con criterios
subjetivos.
Acerca del psicoanálisis, sabemos que no había dudas ni acerca del
grado de novedad ni de la complejidad del problema neurótico.
Ya hemos intentado esquematizarlo en líneas anteriores. Pero todavía
más claros que estos criterios fueron las consecuencias del
descubrimiento de Freud. La comprensión de un gran número de cuadros
clínicos con condicionamiento psíquico, tan ampliamente extendida en
los últimos decenios, fue iniciada por Freud. Mientras que antes de
Freud se etiquetaba y clasificaba, pero se hacía muy poco por los
enfermos, este último abrió el camino para una ayuda eficaz.
Carece en este punto de importancia el problema de si todas las
interpretaciones psicoanalíticas primitivas de las fobias, manías,
depresiones, gastritis, esquizofrenias, alta presión sanguínea y
otros muchos rasgos personales considerados como enfermedades eran o
no correctas. Lo decisivo es que el objeto de la enfermedad volvió a
ser colocado en el sitio que le correspondía: en el centro de la
investigación y no en la periferia, adonde la había desplazado — sin
quererlo, y con la mejor voluntad— la medicina cientificonatural.
No ha habido ni antes ni después de Freud ninguna disciplina
científica que se haya preocupado tan a fondo de todo movimiento del
sentimiento o de la fantasía, de cualquier sueño o de la más
insignificante vivencia, como el psicoanálisis. Sólo este esfuerzo,
tan mofado y criticado, ha garantizado a los enfermos corporales, y
no sólo a los que padecían disturbios psíquicos, su ser personal.
Sin la gran seriedad con que se atendió hasta las más subjetivas
vivencias, el enfermo hubiera quedado aplastado por el sobreexceso
de la medicina técnica. En lugar de ello, se dispone hoy de un
amplio muestrario de recursos psicológicos y psicoterapéuticos que,
sin el empuje psicoanalítico, serían inimaginables.
La amplia repercusión de Freud no se mantuvo, sin embargo, dentro de
las fronteras de la medicina y la psiquiatría. Influyó en otras
disciplinas en las que el hombre es objeto, al menos parcial, de la
investigación, como la historia, la literatura o la sociología.
Por tanto, siguiendo los criterios de Gamble, a los descubrimientos
de Freud se les deberá asignar el grado máximo de creatividad.
Muchos expertos de sólido y sobrio juicio lo hacen así. Ante la
opinión pública, Freud, junto con Planck y Einstein, se encuentra
entre los más sobresalientes científicos de este siglo. Y, sin
embargo, hubo y sigue habiendo muchas reservas, escepticismos y aun
ataques entre los científicos. Buena prueba de ello es que Freud no
recibió el premio Nobel.
Este hecho es para nuestro tema de la importancia de un producto
creador tanto más instructivo cuanto que los estatutos del comité
del premio Nobel implican hasta cierto punto los criterios de Gamble
para la valoración de una realización científica. ¿Por qué se le
negó a Freud esta distinción? La razón no puede deberse sólo al
hecho de que con anterioridad a la primera guerra mundial no se
había visto con tanta claridad como después de la segunda la amplia
repercusión del descubrimiento freudiano. Los expertos que proponen
los nombres para el premio Nobel deberían haber tenido más amplia
visión que los no iniciados. La razón debe buscarse, pues, en
primera línea en este gremio encargado de proponer nombres, al que
pertenecen todos los premios Nobel anteriores, numerosos
catedráticos de medicina, directores de academias científicas y una
serie de expertos de gran categoría. Y este grupo no pudo o no quiso
ver lo singular, lo excepcionalmente creador del descubrimiento
freudiano.
Freud ha hecho por la medicina mucho más, por ejemplo, que Antonio
de Egas Moniz que fue honrado con el premio Nobel, en 1949, por la
introducción de la leucotomía, es decir, por un proceso cuya
ineficacia terapéutica fue reconocida a los pocos años. Semejantes
discrepancias sólo se pueden explicar a partir del hecho de que los
descubrimientos de Freud tenían que competir con los de otros
muchos. Si a principios de siglo sólo se proponían algunos nombres,
después de la última guerra mundial se proponen casi cien. Hoy, este
número se ha multiplicado, en virtud de la exposición científica
casi increíble y de la especialización de la medicina.
Cuando casi cada miembro del cuerpo humano tiene varios
especialistas, es prácticamente imposible establecer, mediante una
selección, qué descubrimiento es el más creador de acuerdo con las
determinaciones del comité de los premios Nobel.
Así pues, la concesión de esta distinción es cada vez más, de año en
año, el resultado de una selección personal. La valoración
«objetiva» de la producción creadora se convierte en asunto de
mayoría de votos. Cuanto más propaganda hace un candidato de su
descubrimiento y más lo da a conocer al público, mayor es la
probabilidad del reconocimiento oficial. Las prácticas empleadas no
tienen por qué ser discutibles técnicas de la psicología de la
propaganda.
La propaganda puede radicar, por ejemplo, en la elección de tema tal
como lo ha descrito el premio Nobel Watson en su libro Die Doppel-Helix
(1971). Narra este autor la historia del descubrimiento de la
estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico = estructura química
del gene), tal como la vivió desde su propia perspectiva. Para él
era indudable que una vez lograda la solución del problema, se le
concedería el premio Nobel.
En términos generales se consideran creadoras las soluciones que
responden a unas determinadas expectativas. Si alguien descubriera
hoy un remedio contra el cáncer o una gasolina barata y no
contaminante tendría más probabilidades que aquel otro que está
trabajando en algo que no despierta el interés general. De esto se
lamentaba Max Planck en sus memorias: «Una de las más amargas
experiencias de mi vida ha sido comprobar que muy pocas veces,
incluso me atrevería a decir que nunca, he logrado que se admitiera
de una manera general una nueva afirmación en favor de cuya
exactitud he podido aducir una demostración plenamente convincente,
pero sólo teórica. Y lo mismo me sucedió esta vez. Todos mis
excelentes argumentos carecieron de auditorio.»
La culpa de ello no era sólo la ausencia de una situación de
expectativa. Se basaba también en la misma personalidad de Planck.
No sabía «vender bien» sus conocimientos. Dado su modo de ser
honrado y reservado, consumía toda su energía en el
perfeccionamiento constante de sus teorías, para armonizarlas con
las categorías de la física clásica. Pero todos sus esfuerzos le
llevaban siempre al mismo resultado. «Esto no concuerda con las
antiguas ideas.» Planck había cimentado tan sólidamente este
resultado, que ahorró mucho esfuerzo al mundo de los especialistas.
A éstos no les quedaba sino el reconocimiento sin reservas. Y
justamente esto es lo que se le negó a Planck en los años en que más
lo hubiera necesitado. La energía que había derrochado en la
estructuración de sus conocimientos le faltó a la hora de hacer
propaganda de sus ideas.
Experiencias de este tipo se observan con mucha frecuencia en los
grandes científicos. Se las considera generalmente como inevitable
consecuencia de la novedad de un descubrimiento. Los otros tienen
que remodelar sus ideas y por tanto cambiar una parte de su anterior
identidad. Y esto es difícil. Los conocimientos teóricos, que apenas
parecen rozar la vida personal, se hunden en último término en la
personalidad total y no sólo en la «cabeza».
El proceso de modificación de las ideas resulta más fácil cuando los
resultados hasta entonces desconocidos y susceptibles de provocar
una impresión extraña, se presentan de una manera adecuada.
Y en este punto no tiene importancia decisiva que la argumentación
sea impecable. Ni a Planck ni a otros grandes descubridores les
faltó la lógica. Pero a la lógica y a la experimentación debe
añadirse la «idiosincrasia del vendedor». No sólo la mercancía debe
ser excelente, sino que el comprador debe tenerla por tal.
Y esto precisamente es lo que no resulta fácil en el terreno
científico.
La argumentación presentada a los demás como demostración de un
nuevo conocimiento es una humillación para los colegas de
especialidad, precisamente porque ellos no han sido capaces de tener
la idea acertada y se han seguido ateniendo a las antiguas y falsas.
Sólo algunas personalidades determinadas logran impulsar al
comprador a hacerse rápidamente con la mercancía. Son los
extravertidos aplicados, ágiles, dinámicos, presentes en todas
partes. Como ejemplo podemos citar a Rudolf Virchow (1821-1902), el
famoso fundador de la patología celular. De él dice el historiador
de la medicina Erwin H. Ackerknecht que probablemente los
historiadores no se sienten tan impresionados por los
descubrimientos de Virchow cuanto por su «don de inclinar a los
demás a aceptar sus ideas».
Freud, cuya estrella se apagó sólo unos pocos decenios más tarde que
la de Virchow, era, por el contrario, menos ágil y móvil. Se parecía
más a Planck. Como éste, se esforzaba por obtener nuevas pruebas y
argumentos. Sus oyentes y lectores le entendían sin dificultad. Su
lenguaje llegaba fácilmente a los oídos. Sus fórmulas eran
sugestivas y nunca más complicadas que lo que la materia pedía. Se
podría, pues, suponer que lograría su propósito. De ninguna manera.
No era un vendedor, un propagandista. Su fría exactitud en un tema
tan delicado pero también tan vital como el de la sexualidad le
hicieron aparecer como el gran inquisidor o como el meticuloso
contable, pero no como un liberador de la sexualidad. Un Freud
bromista o irónico o sonriente fueron situaciones excepcionales, en
ocasiones muy especiales y entre gente de su confianza. Si no, había
distanciamiento y fría impersonalidad. También estos rasgos deben
tenerse en cuenta, cuando se piensa en el prolongado distanciamiento
respecto de sus colegas de universidad. Su separación de la doctrina
oficial fue también separación de sus representantes. Aunque esta
reacción de Freud es muy comprensible, formó parte, durante toda su
vida, de su fama oficial. Y Freud sufrió por ello.
Vio crecer su obra sin la bendición de la medicina de la escuela.
Para él era más importante la confirmación de la realidad que el
aplauso de una eventual mayoría. Pero aunque esta actitud merece
reconocimiento —muchas grandes realizaciones han surgido frecuencia
en el ghetto — tuvo una desfavorable repercusión en el desarrollo
del psicoanálisis. Sus seguidores se sintieron obligados a expiar
las injusticias cometidas contra Freud con una especial fidelidad.
Lo que en él fue sólo teoría, se convirtió en sus seguidores en
rígida ideología. Nadie podía corregir al padre vejado. Las
alabanzas que otros le negaron, se las debían devolver centuplicadas
sus discípulos. Aparte esto, han tomado también de Freud aquella
especie de inhabilidad para vender la psicología. Pero lo que en él
era todavía originario y original, fue en sus seguidores copia y
caricatura.
El distanciamiento, que en el nacimiento de una idea es inevitable,
repercute en los imitadores de forma cómica o arrogante, según la
actitud de cada uno respecto del contenido de la doctrina. Sobre
todo en Norteamérica, donde el psicoanálisis se expandió con
extraordinaria rapidez —debido, y no en último término, a los
emigrantes de lengua alemana expulsados por Hitler — se desarrolló
un tipo de psicólogos profundos que marcó el rostro de todo un
estamento profesional. Fueron dibujados en numerosas caricaturas
como hombres de sardónica sonrisa, situados a distancia y en un
plano superior, que todo lo saben y lo comprenden pero que sólo
conocen los afectos en sus pacientes. Desde luego, las caricaturas
exageraban. Pero contenían siempre un núcleo de verdad. Y, sobre
todo, contribuyeron a dar publicidad a la imagen de una profesión.
Hay que tener también en cuenta la «fisiognomía representativa»,
allí donde todavía hoy se discute el valor del psicoanálisis. En
efecto, los conocimientos científicos quedan definitivamente
marcados, no sólo en su origen, sino también en su etapa de
difusión, por aquellos que los anuncian. No hay ciencia sin
formación de escuelas y no hay escuelas sin su correspondiente
«fisiognomía».
En el proceso de fisiognomización de una especialidad desempeñan un
papel esencial los periódicos, revistas y congresos. Aquí tiene
lugar el proceso de aprendizaje y adaptación. ¿Qué lenguaje, qué
jerga, qué citas, qué modo de presentarse, que problemática se elige
para conseguir los objetivos, sobre todo ante los colegas? Estos
rituales son muchas veces más decisivos que lo que realmente se
tiene que decir. El gran público está bien familiarizado con estas
fisiognomías de especialistas. Tiene una idea muy precisa de el
médico, el párroco, el juez o el estudiante progresista, aun cuando
los casos concretos nada tengan que ver con la realidad.
Cuanto más conciencia se tiene hoy en las diversas disciplinas
científicas del hecho de que incluso los productos más creadores
tienen que venderse con las técnicas de la psicología de la
propaganda, tanto más se recurre a ella. Puede servir de ejemplo el
químico, que invita a un hotel de lujo a los directivos de su
especialidad, les trata a cuerpo de rey y les mima, con la esperanza
de que las circunstancias exteriores sean más eficaces que los
argumentos de que tanto se preocupaba Planck. Se siente inclinación
a superar la humillación narcisista por unas realizaciones no
alcanzadas cuando el descubridor sabe presentar el trauma de una
manera adecuada.
La necesidad de estos métodos de venta está hoy acentuada por la
explosión de los costos de la investigación científica. Como ya se
ha indicado en el capítulo I, hoy no es posible financiar todo lo
que es investigable. A la hora de distribuir los recursos, debe
hacerse una selección más rigurosa que en épocas anteriores. Y esto
obliga al científico a emplear una especie de campaña
propagandística que antes hubiera condenado. Hay que recurrir a los
medios financieros públicos y oficiales. Hay no sólo que informar a
estos centros de decisión, sino ganárselos, para movilizar dinero. Y
a esto recurren no sólo las instituciones científicas, como las
universidades, que tienen sus propios departamentos de prensa, sino
incluso los investigadores privados. En los Estados Unidos hace ya
tiempo que ha dejado de ser caso singular la práctica no sólo de
universidades y organizaciones de investigación, sino de científicos
particulares, que recurren a los servicios de las agencias de
propaganda. Mediante la difusión del nombre y de los productos se
espera una valoración más alta de los resultados. Sintetizando los
puntos arriba mencionados, podemos resumir: la deseada valoración
objetiva de un producto creador, independiente del creador del
descubrimiento, sólo es posible, también en el campo científico,
dentro de unos límites.
Y esto ocurre mucho más fuera del campo científico. Al igual que en
el capítulo anterior, propondremos también un ejemplo del campo de
la política, y más en concreto el caso de Hitler. Si se hubiera
llegado a conocer y se hubiera sabido interpretar su modo de ser en
la época vienesa, o al menos durante los años muniqueses, la
humanidad se hubiera podido ahorrar su obra. Aunque este ejemplo
pueda parecer muy simple, encierra el núcleo de verdad que aquí nos
interesa.
A la hora de enjuiciar a un político, es más difícil distinguir
entre su persona y sus hechos que entre la persona y los
conocimientos de un científico. Si Planck o Einstein no hubieran
hecho sus descubrimientos, los hubieran hecho otros. La física
estaba ya madura para ello. Desde luego, en la investigación y
descubrimiento de la teoría de la relatividad, hubo algo más que el
mero conocimiento de los datos. Éstos los conocía también Poincaré,
que tenía 25 años más que Einstein. Pero no tuvo ni fuerza ni valor
para formular, sobre la base de estos datos, la nueva teoría, como
ha descrito brillantemente Arthur Koestler en su libro Der Göttliche
Funke (La chispa divina). De todas formas, el descubrimiento no
hubiera tardado en producirse. Y entonces apareció Einstein.
¿Puede afirmarse con igual razón que también hubiera aparecido
Hitler? ¿Que de no haber sido Hitler hubiera sido cualquier otro,
acaso Göring o Himmler, el que hubiera realizado la obra
destructora? ¿No existe un número suficiente de neuróticos de fríos
sentimientos, que consumen su vida entera aislados y henchidos de
odio contra sí mismos y contra la sociedad? ¿No hubieran sido
capaces de hacer lo mismo, si hubieran estado dotados de parecidas
cualidades oratorias? Para dar una respuesta, sería preciso enumerar
muchos más datos concretos de los que han establecido Bullock, Fest,
Maser, Shirer, Speer y otros en sus biografías de Hitler: las
características descritas por estos autores explican muchas cosas,
pero no todas. Dicho de otro modo: todas las cualidades descritas
aparecen también en otras personas. Lo singular, lo excepcional es
su combinación, del mismo modo que todo individuo es singular,
incluso entre hermanos gemelos. Y esto se aplica también
naturalmente a la situación histórica que, tal como "era, ni se
había dado ante ni volverá a darse después. También esta situación
es irrepetible. Sólo que en el caso de Hitler la irrepetibilidad
histórica es mucho más patente. Lo caracteriza de manera acertada
Golo Mann cuando constata lapidariamente: «De no haber existido este
hombre, se hubiera producido nadie sabe qué, pero desde luego no el
nacionalsocialismo tal como nosotros lo hemos vivido. Ocurrió por
casualidad.»
¿Cómo valorar, pues, una personalidad o una situación excepcional?
¿De dónde tomar las medidas que ni siquiera pueden existir? Porque
excepcional, singular, significa algo no mensurable con los medios
anteriores. Aquí radica una de las razones decisivas de la limitada
utilidad de los pronósticos de futuro. Aun reconociendo que los
métodos analíticos actuales son mucho más exactos que los
precedentes, sólo se puede conocer el futuro que puede medirse con
las categorías actuales. Las encuestas y pronósticos de elecciones
se basan en parámetros conocidos. Y son seguros a condición de que
los electores se comporten «como se espera». Así ocurre en la
mayoría de los casos, desde un punto de vista estadístico. Pero las
cosas son distintas cuando se trata de acontecimientos en los que
influyen muchos elementos inesperados. Piénsese en el decurso de la
última guerra del Oriente próximo. Aquí no se podía programar por
adelantado el resultado, había que comprobarlo.
Aquí está el problema nuclear de la valoración de la creatividad.
Desde fuera, un conocimiento, un descubrimiento, un método o un
hecho se pueden calificar de creadores sólo de una forma aproximada.
La valoración será tanto más exacta cuanto más entienda el
enjuiciador de la cosa enjuiciada. Una nueva variante en hockey
sobre hielo o en fútbol sólo la comprenderá quien conozca bien el
juego. Y utilizará su conocimiento con tanta mayor objetividad,
cuanto más se distancie para emitir su juicio. Pero aquí compiten
entre sí dos tendencias, a la hora de valorar los productos
creadores. Por un lado, se requiere un conocimiento a fondo de lo
que se debe juzgar. Y esto es posible mediante una fuerte
identificación con el objeto. Por otro lado, se exige un
distanciamiento que elimine del juicio todo ingrediente de intereses
personales. Y como es muy poco frecuente la combinación de estas dos
tendencias opuestas entre sí, por eso son tan escasos los buenos
jueces. Con razón dice, pues, la investigación sobre la creatividad:
la valoración de los productos creadores es ya en sí un acto
creador. El hombre creador olfatea ante todo lo constructivamente
nuevo de un hecho o de un conocimiento. Presiente el futuro que hay
que construir. Pero la mayoría no lo admite. Y es precisamente esta
mayoría la que preside los comités y establece las listas de
prioridad. Es el consenso del grupo el que tiene que decidir lo que
es creador.
El pasado enseña cuánto le cuesta esto a la sociedad. Se favorece y
se protege en primer término los proyectos corrientes, los que
parecen más claros y plausibles a la mayoría. Y, con suma
frecuencia, son los peores. No cabe recurrir al consuelo de que lo
bueno acabará por imponerse un día. Se trata aquí de dilucidar si la
resistencia contra el producto creador es alentada sólo por una
insignificante minoría y por poco tiempo — como en e] caso de Planck
o Einstein— o por una mayoría y durante mucho tiempo, como ocurrió
por ejemplo en Freud. Entran aquí en juego no sólo los sacrificios
financieros, cada vez mayores, que la investigación exige de los
ciudadanos. Desempeñan también un papel importante la fisonomía y la
estructura de la sociedad, que quedan profundamente condicionadas
por lo que se investiga. ¿Tiene, por ejemplo, mayor importancia la
producción de un material sintético más resistente que la
investigación detallada de las perturbaciones psíquicas? La
valoración de los productos creadores en las ciencias es sólo un
aspecto parcial de la cuestión. ¿Qué ocurre en el arte, la música y
el teatro, y, sobre todo, en la política, donde cada uno debe
decidir por sí a quién entrega el poder? ¿Puede uno aquí abandonarse
a los gremios que eligen los candidatos para el ejercicio de la
autoridad? ¿Quiénes son los hombres que se proponen a sí mismos para
representar el bien común de una ciudad, de una región, de un país?
¿Quiénes se consideran a sí mismos capaces de hacerlo, y así lo
proclaman, y quiénes son los realmente capacitados?
Paul Matussek, "La creatividad. Desde una perspectiva psicodinámica"
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