Acerca de las posibles
bases materiales de la consciencia (Y un trabajo de R. Penrose, Las sombras de la mente)
El principio científico de explicar todo lo observable mediante
alguna derivación de las fuerzas conocidas de la naturaleza nos plantea
hasta dónde es posible hablar de ciencia.
La ciencia también aborda a lo que aún no es posible observar, tal como la
consciencia. La participación de la consciencia en el mundo es evidente,
pero a posteriori. Uno cree en su existencia pero sólo la percibe
indirectamente por las obras o acciones que presuponen tal entidad.
Incluso en la astronomía procedemos así, inferimos la presencia de un
agujero negro por el comportamiento de los cuerpos celestes sometidos a su
influencia. Por otra parte, es algo similar a la limitación observacional
de la historia: no podemos ver realmente una escena del medioevo. Podemos
inferirla, nada más.
Algunos de los científicos de renombre, como R. Penrose, dan cuenta de la
consciencia mediante la posibilidad de explicación derivada de alguna de
las fuerzas conocidas de la naturaleza. Precisamente, en el microcosmos de
las partículas cuánticas. Penrose apela a las inferencias derivadas del
comportamiento de las partículas pues es algo que se aproxima notablemente
al fenómeno de la consciencia. Halla suficiente complejidad estructural en
el citoesqueleto neuronal, en estructuras llamadas microtúbulos.
Amplifica enormemente las posibilidades de explicación de la consciencia
ya que en el nivel cuántico del comportamiento de las partículas hay
correlaciones coherentes con el de la consciencia.
Duplicar el cerebro humano, artificialmente, es una meta activa
relacionada con la indagación de la consciencia. Las disciplinas expertas
en inteligencia artificial van en pos de ello. Sin embargo, Penrose afirma
que la inteligencia humana está más allá de cualquier esquema
computacional y que debe de haber algo dentro de los microtúbulos que es
diferente de la mera computación, algún fenómeno de coherencia cuántica a
gran escala, acoplado de manera sutil al comportamiento macroscópico del
cerebro.
La cultura humana acepta la idea de que la ciencia pueda resolver todos
los misterios (y sin que ello le conmueva demasiado, al menos de manera
observable). Y la concepción científica del ser humano se refleja cada vez
más en la civilización. El modo en que una cultura cientificista
hegemónica pudiera manifestarse en la vida privada sería una cuestión más
profunda a considerar. Por ejemplo: ¿Qué base científica podría tener la
moralidad? ¿Una cultura cientificista hegemónica confirmaría la concepción
universalmente consensuada acerca de lo que son los derechos y la libertad
personal?
Oscurantismos e ingenuidades aparte, política y ciencia aplicada son artes
de lo posible, y es claro que no siempre lo que es posible coincide con lo
que es deseable para todos. Sin previsión suficiente en la cultura humana
- ¿todavía una responsabilidad de los líderes? -, resolver la raíz
material de la consciencia podría estar a la altura de las consecuencias
que la civilización experimentó cuando se halló el modo de desencadenar la
energía atómica.
Y la definición precisa de lo deseable para todos - un concepto de
nuestra cultura ética o moral - difícilmente pueda derivarse de la
ciencia, ni siquiera aceptando que seamos meras máquinas de replicar
genes. Alcanza la racionalidad, el sentido común y la amplitud de
consciencia. La relación entre la consciencia, la amplitud y profundidad
de la misma, con la definición de lo que es bueno para todos, es
evidente, inclusive, al análisis más llano. La cultura ética es
responsabilidad individual y colectiva; y es consciencia aplicada antes que
mero dique para nuestros instintos e impulsos inconscientes. Y ciertamente
la definición de lo bueno y deseable para todos no deriva en forma
directa ni necesaria de las fuerzas de la naturaleza que podamos hallar en
los microtúbulos o en las partículas cuánticas.
Patricio J. Vargas Gil
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