Inteligencia
y acción instantánea
Era muy temprano en la mañana y el valle estaba lleno de silencio. El sol
aún no se había levantado detrás de los cerros y los picos nevados se
veían oscuros. Durante muchos días el sol había sido brillante, fuerte y
bastante caluroso. Eso no duraría, y aunque esta mañana el cielo era
nuevamente muy azul y el sol comenzaba a tocar los picos nevados, hacia el
oeste aparecieron nubes oscuras. El aire era limpio. A esa altura las
montañas parecían muy cercanas. Permanecían aisladas, solas, y existía
tanto ese extraño sentimiento de proximidad como la sensación de una
distancia inmensa. Mientras uno las contemplaba era consciente de la edad
de la tierra y de la propia impermanencia. Uno moriría y todo eso seguiría
existiendo, las montañas, los cerros, los verdes campos y el río. Siempre
estarían ahí, y uno con sus preocupaciones, sus insuficiencias y su dolor
llegaría a su fin.
Es siempre esta impermanencia la que ha hecho que el hombre buscara algo
más allá de las colinas y lo revistiera con permanencia, con divinidad,
con belleza, con lo que él no posee en sí mismo. Pero esto no da respuesta
a sus angustias, no mitiga sus males ni su dolor. Por el contrario, otorga
nueva vida a su violencia y a sus crueldades. Sus dioses, sus utopías, su
culto del Estado, no ponen fin a su sufrimiento.
Desde el abeto, la urraca había visto al pequeño ratón cruzando
rápidamente el camino y en un segundo lo atrapó y se lo llevó consigo.
Sólo se escuchaba el sonido de lejanos cencerros y de un torrente que se
precipitaba bajando hacia el valle; pero lentamente la tranquila mañana se
fue perdiendo en el ruido de los camiones y de martillazos que venían
desde el otro lado de la carretera, donde estaban levantando una nueva
casa.
¿Existe en absoluto la individualidad? ¿O solamente una masa colectiva de
variadas formas de condicionamiento? Después de todo, lo que llamamos
individuo es el mundo, la cultura, el medio social y económico. Él es el
mundo y el mundo es él; y todo este mal y esta desdicha comienzan cuando
él se separa a sí mismo del mundo y persigue su talento o ambición
particular y sus propias inclinaciones y placeres. Nosotros no parecemos
comprender profundamente que somos el mundo, no sólo en el nivel obvio,
sino también en el núcleo de nuestro ser. Al satisfacer un talento
particular pensamos que nos estamos expresando como individuos y,
resistiendo cualquier forma de intromisión, insistimos en “realizarnos”.
No es el talento, el placer o la voluntad lo que nos hace ser individuos.
La voluntad, por pequeño que sea el talento que uno tenga, y el impulso
del placer forman parte de esta estructura del mundo.
No sólo somos esclavos de la cultura en que nos han educado; también somos
esclavos de la vasta nube de desdicha y dolor de toda la humanidad,
esclavos de la enormidad de su confusión, su violencia y brutalidad. Jamás
parecemos prestar atención al dolor acumulado del hombre ni nos damos
cuenta de la terrible violencia que se ha estado concentrando generación
tras generación. Nos interesamos con toda razón en el cambio externo, en
la reforma de la estructura social con su injusticia, su pobreza y sus
guerras, pero tratamos de cambiar eso ya sea por la violencia o por la
lenta vía de la legislación. Entretanto hay pobreza, hambre, guerra y el
daño que el hombre ocasiona al hombre. Parecemos descuidar totalmente y no
prestamos atención a estas vastas nubes que el hombre ha estado acumulando
por siglos y siglos: dolor, violencia, odio y las diferencias artificiales
de religión y raza. Están ahí, como la estructura externa de la sociedad
está ahí, tan reales, tan vitales y efectivos. Descuidamos estas
acumulaciones ocultas y nos concentramos en las reformas exteriores. Esta
división es tal vez la causa principal de nuestra decadencia.
Lo importante es considerar la vida no como un movimiento interno y
externo, sino como una totalidad, un movimiento total e indiviso. Entonces
la acción tiene un significado por completo diferente, porque no es
parcial. Es la acción fragmentada o parcial la que se suma a la nube de
desdicha. El bien no es lo opuesto del mal. El bien no tiene relación
alguna con el mal, y uno no puede perseguir el bien. El bien florece sólo
cuando no existe el sufrimiento.
¿Cómo podrá el hombre desenredarse a sí mismo de esta confusión, de esta
violencia y este dolor? Ciertamente no mediante el ejercicio de la
voluntad con todos sus factores, su determinación, su resistencia y su
conflicto. La percepción y la comprensión de esto son inteligencia. Es
esta inteligencia la que termina con todas las combinaciones de dolor,
violencia y conflicto. Es como ver un peligro. Entonces hay una acción
instantánea, no la acción de la voluntad, que es el producto del
pensamiento. El pensamiento no es inteligencia. La inteligencia puede usar
el pensamiento, pero cuando el pensamiento procura apoderarse de la
inteligencia para sus propios usos, entonces se vuelve astuto, dañino,
destructivo.
De modo que la inteligencia no es mía ni de nadie en particular. No
pertenece al político, al maestro o al salvador. Esta inteligencia no es
mensurable. Es realmente un estado de la nada.
Jiddu Krishnamurti, Encuentro con la vida
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