Los mitos de la
ciencia
El deslumbramiento del hombre por la Naturaleza
siempre estuvo asociado al miedo a la muerte. El mito, la religión y
la ciencia han tratado casi siempre de responder a la eterna
pregunta de por qué existe algo en lugar de nada.
Desde los albores de la civilización, la humanidad se ha maravillado
contemplando el cielo y las múltiples obras de la Naturaleza. Este
deslumbramiento estuvo siempre estrechamente asociado al miedo: la
doble función de la Naturaleza, que crea y destruye, ha alterado y
polarizado nuestras percepciones del cosmos. Para controlar hasta
cierto punto el carácter aleatorio de los fenómenos naturales, se
atribuyeron a los dioses esas manifestaciones de signo contrario o,
dicho de otro modo, se divinizó la Naturaleza.
La pregunta de por qué existe algo en lugar de nada forma parte
indisociable de ese proceso. Todas las culturas han tratado de
explicar el misterio de la creación, y nuestra tradición científica
moderna no se sustrae a esta regla. Más sorprendente sea tal vez la
curiosa correspondencia que existe entre las explicaciones que daban
las mitologías y las que propone la investigación científica. La
gran diferencia estriba en que el procedimiento científico excluye
toda explicación que no se ajuste a fenómenos observables, mientras
que la fe es el único fundamento de las teorías que tienen su origen
en los mitos.
La mente de Dios
Cabe distinguir dos tipos de mitos relacionados con la creación:
aquéllos para los que el cosmos apareció en un momento dado en el
tiempo, marcando el principio de la historia, y los que sostienen
que siempre existió. Los primeros conciben el tiempo linealmente,
con un principio, un transcurso y un final, como en el Cristianismo.
Para los segundos, el tiempo carece de importancia o es cíclico.
Tanto unos como otros presentan múltiples variantes. En los “mitos
sin creación” caben dos posibilidades: el cosmos es eterno, como
sostiene el Jainismo en la India, o es cíclico y se encuentra en un
proceso constante de creación y destrucción, que la danza de Shiva
ilustra maravillosamente en el Hinduismo.
El primero y el más común de los “mitos con creación” apela a una o
varias deidades creadoras del mundo, como en el relato judeo-cristiano
del Génesis. Otra posibilidad es que el mundo apareciera de la nada,
sin intervención de un dios, que es lo que significa este canto de
los maoríes de Nueva Zelandia : “de la nada la generación, de la
nada el crecimiento…” La última posibilidad es que el mundo haya
surgido espontáneamente de un Caos primordial en el que el orden
coexiste con el desorden y el Ser con el No Ser.
El aspecto religioso de la creación ha impregnado el pensamiento
científico desde sus orígenes en la antigua Grecia, en el siglo VI
a.C. Cuando los filósofos griegos consideraban los mecanismos
físicos que habían creado el mundo y regían sus movimientos, muchos
de ellos daban por sentado un principio organizador basado en un
plan racional, que Platón atribuía a un “Demiurgo” y Aristóteles a
un “Motor Inmóvil”. Platón era el auténtico heredero de la tradición
pitagórica, para la que el mundo era una manifestación del Número,
dispuesta y combinada para producir las armonías que perciben los
sentidos. Comprender la Naturaleza era pues comprender a Dios o,
según un aforismo muy citado, “la mente de Dios”.
Esta tradición resurgió en Occidente durante el Renacimiento con la
aparición de la ciencia moderna. Todos los grandes filósofos de la
naturaleza que propiciaron la Revolución de Copérnico eran, en mayor
o menor grado, hombres profundamente religiosos, para los que la
labor científica formaba parte integrante de su fe. El propio
Copérnico era canónigo de la catedral de Frombork y, revolucionario
sin querer, trataba de conciliar el orden de las esferas celestes
con el ideal platónico del movimiento circular a velocidad
constante. Su modelo de sistema solar, que remite a la vez a Platón
y a los principios estéticos de su época, representa un compromiso
elegante entre la antigüedad y la modernidad. Copérnico dedicó al
Papa Paulo III su gran obra, Seis libros sobre las revoluciones de
los orbes celestes, con la esperanza de que la Iglesia reconociera
la necesidad de una nueva interpretación de las Escrituras a la luz
de los nuevos conocimientos astronómicos.
La Revolución Copernicana llegó a producirse gracias a la obra de
Giordano Bruno y, sobre todo, de Johannes Kepler y Galileo Galilei.
Kepler, muy influido por la corriente pitagórica del número místico,
pensaba que la geometría era la clave de la armonía del cosmos. Sus
tres leyes del movimiento planetario constituyen un perfecto ejemplo
de cómo la producción científica de una inteligencia poderosa puede
convertirse en el subproducto de un sistema de creencias combinado
con un análisis de datos.
El mito de la verdad última
Los conflictos de Galileo con la Iglesia, hoy famosos, se debían
también a sus creencias. Hombre piadoso (y excesivamente confiado),
se impuso como misión imprimir un nuevo rumbo a la teología
cristiana, tratando de convencer a los dignatarios de la Iglesia de
la importancia de aceptar la nueva configuración del universo. El
choque era inevitable, y en 1633 Galileo se vio obligado a
retractarse de su adhesión a las teorías de Copérnico. Sin embargo,
poco después de que Isaac Newton expusiera en 1687 sus tres leyes
del movimiento y su teoría de la gravitación universal, quedó
generalmente reconocido que el sol era el centro del universo. Según
Newton, el cosmos, infinito por su extensión y sublime en su
propósito, era una manifestación de la gloria de Dios.
El universo curvo de Einstein vino a sustituir en el siglo XX al
universo newtoniano. Einstein demostró cómo la materia y la energía
pueden curvar el espacio y modificar el curso del tiempo, dotando a
ambos de una plasticidad sin precedente. La manifestación más
espectacular de sus teorías es la expansión del propio Universo,
descubierta por Edwin Hubble en 1929. Una vez más la cuestión de los
orígenes volvió a mortificar a los científicos: si el Universo está
en expansión, hubo un momento en el tiempo en que toda la materia
estaba comprimida en un volumen pequeñísimo. La Astronomía
proclamaba que, después de todo, el Universo tenía efectivamente un
origen. El desacuerdo surgió en la Universidad de Cambridge con la
proposición de un “modelo estable”, según el cual el Universo nunca
había tenido un principio en el tiempo. La mayoría de los cosmólogos
abandonaron esta teoría en el decenio de 1960, cuando se descubrió
que todo el cosmos está inmerso en un baño de radiaciones de
microondas, y desde entonces se acepta el “modelo del Big Bang”, por
ser el que más se ajusta a los datos que se poseen.
¿Puede “explicar” la ciencia el enigma inmemorial de la Creación? Se
pueden proponer, y de hecho se han propuesto, al menos en los
últimos treinta años, modelos físicos que describen el origen del
cosmos, pero todos ellos topan con un serio impedimento técnico, al
no haber una teoría adecuada que explique los procesos físicos en
las enormes escalas de energía imperantes en los primeros momentos
de la historia del universo. Se podría calificar a estos modelos, al
menos mientras sigan careciendo de un fundamento teórico más sólido,
de mitos de la ciencia. Sin embargo, es difícil descartar todos los
modelos. A lo más que podemos aspirar es a un modelo viable de los
orígenes del cosmos que sea compatible con las observaciones y
modificable a la vez. La investigación científica es, en definitiva,
un proceso en curso, no existe una verdad última, sólo
aproximaciones a la verdad.
Además la ciencia, al menos tal y como hoy la entendemos, no puede
responder a preguntas sobre su propio origen: no sabemos por qué el
Universo funciona según las leyes que hemos descubierto y no otras.
Esta insuficiencia, que es consustancial al quehacer científico,
abre la vía a una nueva forma de complementariedad entre la ciencia
y la religión; la finalidad de ésta no es colmar las lagunas del
saber científico, sino actuar como una fuerza generadora de la
inspiración científica. Nuestro afán de conocimientos nos permite
descubrir nuestra verdadera naturaleza, estimulados por la misma
sensación de misterio que maravillaba y espantaba a nuestros
antepasados.
Marcelo Gleiser, brasileño, profesor de Física en Dartmouth College,
autor de The Dancing Universe: From Creation Myths to the Big Bang (Plume,
1998).
Comparte esta información
Guarda este artículo en formato PDF
|